1. EL CARÁCTER NEGATIVO DE LA LEY
El tercer mandamiento declara:
«No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente
Jehová al que tomare su nombre en vano» (Éx 20: 7; Dt 5: 11).
Antes de empezar un análisis de
este mandamiento, es importante llamar la atención a un aspecto de la ley que
la hace en particular ofensiva a la mente moderna: es negativa. De los diez mandamientos, ocho se indican en términos
negativos.
Los otros dos: «Acuérdate del día
de reposo para santificarlo», y «Honra a tu padre y a tu madre», están
respaldados por una cantidad de leyes subordinadas que son todas de carácter
negativo. El mandamiento del sabbat es negativo: «no hagas en él obra alguna»
(Éx 20:10; Dt 5:14), de modo que, en su forma completa, nueve de los diez
mandamientos son negativos.
Para la mente moderna, las leyes
de negación parecen opresivas y titánicas, y el anhelo es que gendarmes
positivos de la ley reemplacen a la policía. En ese sentido, el líder de los
Panteras Negras, y el candidato presidencial de Paz y Libertad, El dridge
Cleaver, declaró en 1968 que «de ser electo, eliminaría el programa de pobreza
y sustituiría a la policía con “agentes de seguridad pública”».
Los agentes de seguridad pública
produjeron un reino de terror en la Revolución Francesa, y no sin razón, porque
una ley positiva solo puede conducir a la tiranía y al totalitarismo.
La mejor proclama de un concepto
positivo de la ley fue el principio legal romano: la salud del pueblo es la ley
suprema. Este principio ha pasado tan completamente a los sistemas legales del
mundo que cuestionarlo es cuestionar una premisa fundamental del estado. El
principio es básico al desarrollo estadounidense, donde las cortes han
interpretado la cláusula de «bienestar general» de la constitución de los
Estados Unidos en términos radicalmente ajenos a la intención original de 1787.
Un concepto negativo de la ley confiere un doble
beneficio: primero, es práctico, porque un concepto negativo de la ley trata de
manera realista con un mal en particular. Dice: «No robarás», o, «No darás
falso testimonio». Una declaración negativa lidia directa y claramente con un
mal en particular: lo prohíbe, lo hace ilegal. La ley entonces tiene una
función modesta; la ley es limitada, por consiguiente el estado es limitado. El estado,
como agencia impositiva, está limitado a lidiar con el mal, y no a controlar a
todos los hombres.
Segundo,
y
directamente relacionado a este primer punto, un concepto limitado de la ley asegura la libertad: excepto por
los aspectos prohibidos, toda la vida del
hombre está más allá de la ley, y la ley por necesidad es indiferente a
ello. Si el mandamiento dice:
«No robarás», quiere decir que la ley solo puede lidiar con el robo; no puede gobernar ni controlar
la propiedad que se adquiere con honradez.
Cuando la ley prohíbe la
blasfemia y el falso testimonio, garantiza que las demás formas de expresarse
estén permitidas. El carácter negativo
de la ley es la preservación de
la vida positiva y la libertad del hombre.
Pero, si la ley es positiva en su
función, y si la salud del pueblo es la ley suprema, el estado tiene
jurisdicción total para imponer la salud total de la gente.
LA CONSECUENCIA INMEDIATA ES UNA DOBLE
PENALIDAD PARA LAS PERSONAS.
Primero,
se promueve
un estado omnicompetente, y el resultado es un estado totalitario. Todo llega a
estar dentro de la jurisdicción del estado, porque todo pudiera contribuir a la
salud o la destrucción de la gente. Debido
a que la ley es ilimitada, el estado es ilimitado. Se vuelve tarea del estado, no controlar el mal, sino
controlar a todos los hombres. Básico
a todo régimen totalitario es el adoptar un concepto positivo de la función de
la ley.
Esto quiere decir, segundo, que no puede existir ningún
tipo de libertad para el hombre; no hay, entonces, ningún tipo de cosas
indiferentes, de acciones, intereses y pensamientos que el estado no pueda
gobernar en nombre de la salud pública.
Decir que el estado tiene la
capacidad de administrar el bienestar general, de gobernar la salud general y
total del pueblo, es dar por sentado que existe un estado omnicompetente, y
asumir un estado competente en todo es dar por sentado un pueblo incompetente.
El estado se vuelve entonces la nodriza de una ciudadanía cuyo carácter básico
es infantil e inmaduro. La teoría de que la ley debe tener una función positiva
da por sentado que el pueblo es esencialmente infantil.
En este punto algunos pudieran
comentar que la fe bíblica, con su doctrina de la caída y de la depravación
total tiene un concepto similar del hombre. Nada puede estar más lejos de la
verdad. La fe evolucionista, al proponer largas edades de desarrollo del
hombre, sostiene, por un lado, que el ser humano todavía está gobernado por
impulsos y motivos antiguos, primitivos, y, por otro, que el hombre de hoy
sigue siendo un niño en relación a un crecimiento evolutivo futuro.
La fe bíblica, por el contrario,
sostiene la creación original de un hombre maduro y bueno. El problema humano
no es una naturaleza primitiva, ni infantilismo, sino irresponsabilidad, una
rebelión contra la madurez y la responsabilidad.
El hombre es un rebelde, y su
curso no es infantilismo sino pecado, no ignorancia sino insensatez voluntaria.
En esencia, no se puede proteger
a un necio, porque el problema del necio no son otras personas sino él mismo.
El libro de Proverbios da considerable atención al necio. Al resumir la
enseñanza de Proverbios, Kidner declara, referente al necio, que La raíz de su
problema es espiritual, no mental. Le gusta su insensatez, y vuelve a ella
«como perro que vuelve a su vómito» (26: 11); no tiene reverencia por la
verdad, y prefiere ilusiones cómodas (ver 14: 8, y nota).
En esencia, lo que rechaza es el
temor de Jehová (1: 29); es eso lo que lo hace necio, y es eso lo que hace
trágica su complacencia, porque «el desvío de los ignorantes los matará» (1: 32).
En la
sociedad el necio es,
en una palabra, una amenaza. En el mejor de los casos, desperdicia tu tiempo:
«pues en sus labios no hallarás conocimiento» (14: 7, NVI); y puede ser más que
un serio fastidio. Si tiene una idea en su cabeza, nada lo detendrá: «Mejor es
encontrarse con una osa a la cual han robado sus cachorros, que con un fatuo en
su necedad» (17: 12), lo mismo si es una broma pasada de rosca (10: 23), alguna
pelea en que debe meterse (18:6) o enfrentarse a la muerte (29: 11). Dale
amplio campo, porque «el que se junta con necios será quebrantado» (13: 20), y
si quieres despedirlo, no lo envíes con un recado (26: 6).
Se podrían citar numerosos
incidentes para ilustrar lo proclive que es el necio a la necedad: rescáteselo
de un apuro, y se meterá en otro. Un enfermo, por fin persuadido a dejar a un
curandero que estaba tratándolo, se fue a consultar a otro peor. Y esto no debe
sorprender a nadie; el necio es por naturaleza proclive a la necedad.
Para examinar un aspecto en que
la ley ha funcionado positivamente, y la mayoría pensaría que con notable
éxito, revisemos la situación de la medicina. El control del estado sobre la
profesión médica fue en gran parte promovido e impulsado por fondos de
Rockefeller. Las escuelas de medicina las pusieron bajo el control del estado,
tanto como la profesión médica. Se proscribieron los consultorios médicos no
aprobados, y, se nos dice, el resultado ha sido un progreso asombroso.
Pero, ¿se ha debido el progreso
al control del estado o al trabajo de la profesión médica? ¿Acaso la profesión
misma no ha labrado su propio progreso? Claro, hay tantos charlatanes ahora
como entonces, y tal vez más. El gobierno federal de los Estados Unidos de
América calcula que más de dos mil millones de dólares se gastaron en 1966 en
lo que algunas autoridades han calificado de charlatanería médica, aunque el
término, significativamente, lo cubre todo desde fraudes hasta prácticas no
oficiales y desaprobadas.
Es más, el peligro ahora es que a
cualquier investigador médico cuya labor no consigue aprobación, no solo lo
clasificarán como charlatán sino que puede tener serios problemas legales.
Todavía más, la profesión médica estándar, aceptada, junto con las compañías
que fabrican medicinas, han estado bajo ataques muy serios de parte del
Congreso por negligencia seria. Diversas «drogas maravilla» usadas de manera
experimental y puestas a la venta con pruebas inadecuadas han tenido
consecuencias serias. Las revistas médicas también han hablado de serias
sobredosis en los hospitales.
Aun concediendo la responsabilidad de los médicos al recetar
imprudentemente, la realidad es que muchos pacientes, muy conscientes de los
peligros de las nuevas drogas (y de drogas antiguas también), exigen que se las
receten. Y, dadas todas las posibles salvaguardas legales, ¿cómo se puede
esperar perfección en los médicos o en los pacientes? Siempre habrá algunos
médicos y algunos pacientes necios.
Pero la cuestión es más profunda.
Incluso conforme los controles del estado sobre la medicina han aumentado, al
mismo tiempo han aumentado las acusaciones de negligencia médica, y los médicos
de hoy están en peligro constante de pleitos judiciales. La destreza de los
médicos y los cirujanos estadounidense nunca ha sido mejor, pero tampoco las
quejas legales.
Esto señala un hecho curioso: el estado
se ha apropiado del poder controlador básico de la profesión médica, pero el
estado, en lugar de asumir la responsabilidad, ha aumentado la culpabilidad de los
médicos. Una agencia federal aprueba una droga, pero el médico carga la culpa si
hay reacciones adversas.
Cuando la ley del estado se
adjudica una función positiva para proteger la salud y el bienestar general de
su pueblo, no asume la responsabilidad. La gente queda absuelta de la
responsabilidad, pero la profesión médica (o las firmas comerciales, dueños de
propiedades, y otros similares) asumen la responsabilidad legal
total. Los pasos hacia la responsabilidad total son graduales, pero son
inevitables en una economía de beneficencia pública.
Los historiadores a menudo
elogian el ejercicio de la medicina de la antigüedad pagana, y por lo común le
acreditan mucho más mérito del que tenía. Al mismo tiempo, acusan al
cristianismo de corromper y detener el progreso médico.
Pero la declinación de la
medicina antigua empezó, según ellos mismos dicen, en el siglo III a.C. Entralgo
ha señalado que, en realidad, el cristianismo rescató a la medicina de las
presuposiciones estériles.
Pero, en el Egipto antiguo, en
Babilonia y en otras partes, el médico estaba sujeto a responsabilidad total.
Si el paciente perdía la vida, el médico perdía la suya. Incluso cuando no era
culpa suya, el médico era responsable de manera total. Pero, incluso cuando era
culpa del médico, ¿qué hacía al médico totalmente responsable?
El paciente, después de todo,
había venido voluntariamente, y el médico no era un dios. O, ¿debía serlo? El
trasfondo pagano europeo, así como también otras prácticas paganas, asociaban
la medicina con los dioses. Al médico se le exigían prácticas ascéticas, así
que gradualmente lo convirtieron en monje.
Esta influencia pagana, combinada
con el neoplatonismo en los primeros siglos de la era cristiana, condujo al
médico a ser ascético. Pickman anotó, con relación a los franceses, Evidentemente,
atractivo del ascetismo ante el pueblo en esos días era menos por cuestiones de
su efecto psicológico en el ascético mismo, que su efecto físico en aquellos a
quienes ministraba. Fue el arma escogida del humanitarismo. Por eso pronto el
médico que no se hacía monje perdía su profesión.
Solo poco a poco, con la
cristianización de occidente, se fue abandonando este concepto pagano de la
medicina, y, con eso, el concepto de responsabilidad que exigía que el médico fuera
un dios o, de no serlo, que sufriera.
Los controles del estado sobre la
profesión médica continuamente han restaurado el viejo concepto de
responsabilidad, y los médicos se hallan excepcionalmente sujetos a pleitos
judiciales. Se ha vuelto peligroso que un médico administre atención de
emergencia junto a la carretera en un accidente debido a su proclividad a que
lo demanden.
El día tal vez no esté muy
distante, si la tendencia presente continúa, en que a los médicos se les juzgue
por asesinato si el paciente muere. Hubo indicios de esto en la Unión Soviética
en los días finales de Stalin.
Si la ley asume una función
positiva, se debe a que se cree que las personas son un factor negativo, o sea,
que sean incompetentes e infantiles. Entonces, en tal situación, a los hombres responsables se les penaliza
con responsabilidad total. Si un delincuente, que por su delincuencia es
un incompetente, entra en la casa de hombre, la ley lo protege en sus derechos,
pero al ciudadano responsable y que obedece la ley se le puede acusar de
asesinato si mata al invasor cuando su propia vida no corre peligro real, y no
se agota todo otro recurso.
Un rufián puede meterse en la
propiedad de un hombre, subir por la cerca o romper la puerta para hacerlo,
pero si se rompe la pierna en un agujero destapado o zanja, el propietario es
responsable por los daños.
Cuando
la ley pierde su negatividad, cuando la ley asume una función positiva, protege
a los delincuentes y a los necios, y penaliza a los hombres serios.
La
responsabilidad y la obligación son hechos ineludibles: si uno las niega en un aspecto,
no las elimina sino que más bien las transfiere a otra cosa. Si los alcohólicos
y delincuentes no son personas responsables sino enfermos, alguien es culpable
de enfermarlos. Por eso, el Dr. Richard R. Korn, profesor de la Escuela de
Criminología de la Universidad de California en Berkeley, ha dicho que no se debe
arrestar y encarcelar a las prostitutas, porque son «niñas pobres marginadas en
busca de una vida mejor».
Si estas prostitutas son solo
«niñas pobres marginadas en busca de una vida mejor», otros tienen la culpa de
su suerte y no ellas, porque las intenciones de ellas eran buenas. Más de unos
pocos están listos a nombrar a los culpables: la sociedad. Pero las prostitutas, sus proxenetas, y el bajo mundo
son parte de nuestra sociedad en el sentido general, y es obvio que a ellos no
se les está culpando. Es claro también que lo de sociedad culpable se refiere a
personas responsables y triunfadoras. Bajo el comunismo, los cristianos y los capitalistas
tienen la culpa de todos los males de la sociedad. Como culpables, hay que
liquidarlos.
No es
posible evadir la responsabilidad y la obligación: si se niega una doctrina bíblica
de la responsabilidad, una doctrina pagana toma el lugar. Y si se reemplaza lo
negativo de la ley bíblica con una ley que tiene una función positiva, ha
tenido lugar una rebelión contra el cristianismo y la libertad. Un concepto
negativo de la ley no solo es salvaguarda de la libertad sino de la vida misma.
2. EL
JURAMENTO Y LA REBELIÓN
El tercer mandamiento tuvo en un
tiempo la atención central de la iglesia y la sociedad; hoy, su importancia se
ha desvanecido mucho para el hombre moderno.
Incluso en una obra como Digest of the Divine Law de Rand, no
hay mención de él aparte de un listado del mismo en la tabla de diez, y una
breve cita más adelante.
Montagu tiene una clasificación
interesante de las varias formas de «jurar» según se entienden en inglés:
Maldición,
a menudo
usado como sinónimo de jurar, es una forma de juramento que se distingue por el
hecho de que invoca o pide algún mal sobre algo o alguien.
Profanidad,
en la que se
expresan los nombres o atributos de las figuras u objetos de la religión. Blasfemia, a menudo identificada con
maldecir e irreverencia, es el acto de vilipendiar o ridiculizar las figuras u objetos
de veneración religiosa.
Obscenidad,
forma de
jurar que hace uso de palabras y frases indecentes.
VULGARIDAD,
UNA FORMA DE JURAR QUE
HACE USO DE PALABRAS GROSERAS.
Juramentos
con eufemismos, una
forma de jurar en la cual expresiones tenues, vagas o corruptas sustituyen las
originales fuertes.
Esta clasificación, por supuesto,
no es bíblica en su orientación.
Primero, hay solo una prohibición de
jurar o maldecir en falso. Lo que se prohíbe es tomar el nombre del Señor en vano o «a la ligera» (NVI). No se
prohíbe todo juramento o maldición.
Segundo, desde la perspectiva bíblica,
todo juramento y maldición en falso es profano,
y por consiguiente la profanidad no es una categoría aparte.
La palabra profano viene del latín pro, antes, fanum, templo, o sea, antes o fuera del templo; la profanidad es
por consiguiente toda habla, acción y vida que está fuera de Dios. La
profanidad, pues, incluye lenguaje soez, juramentos y maldiciones en falso, y
también habla y acciones diplomáticas y corteses que se apartan de Dios y no
reconocen su soberanía.
Tercero, solo una clase de maldición
merecida no se permite. Al maldecir, un hombre invoca el juicio de Dios sobre
el malhechor.
Pero, por perversos que pudieran
ser, y por más que merezcan castigo, nadie puede maldecir a su padre o madre.
Es más, «el que maldijere a su padre o a su madre, morirá» (Éx 21:17). Honrar a los padres es tan
fundamental para una sociedad santa que ni siquiera en casos extremos puede el
hijo o hija maldecir a uno de sus padres. Los hijos deben obedecer a sus padres. A los adultos
se les exige que los honren; pueden,
y a veces deben, discrepar con ellos, pero maldecirlos es violar un principio fundamental de orden y
autoridad.
Cuarto, la blasfemia es más que tomar el
nombre de Dios profanamente. Es lenguaje difamatorio, perverso, y rebelde
dirigido contra Dios (Sal 74: 10-18; Is 52: 5; Ap 16: 9, 11, 21). Se castigaba
con la muerte (Lv 24:16). A Nabot se le acusó falsamente de blasfemia (1a R
21: 10-13), así como también a Esteban (Hch 6: 11), y a Jesucristo (Mt 9:3;
26:65, 66; Jn 10:36).
«La blasfemia contra el Espíritu
Santo consistía en atribuir los milagros de Cristo, que eran hechos por el
Espíritu de Dios, al poder satánico (Mt 12: 22-32; Mr 3: 22-30)».
Para analizar ahora unos pocos
hechos básicos respecto a los juramentos, se debe notar, primero, que el juramento prohibido
esencial y necesariamente va ligado a la religión.
Es profanidad, algo
alejado de Dios y contra Dios. En donde va involucrado el nombre de Dios,
representa, un uso ilícito y hostil del nombre de Dios, y un uso insincero por
consiguiente. Muchos de los juramentos antiguos y modernos citados por Montagu
son obscenidades antes que profanidades.
Este es un hecho significativo. A
fin de apreciar su significación, revisemos unos pocos de los hechos centrales.
Primero, El pronunciamiento santo de un juramento es un acto religioso solemne
e importante. El hombre se sitúa bajo Dios y en conformidad a su justicia para
sujetarse a su palabra así como Dios cumple su palabra.
El juramento santo es una forma
de hacer votos. Pero el juramento impío es una profanación deliberada del
propósito del juramento o voto; es un uso a la ligera del mismo, un uso
desdeñoso del mismo, una expresión de desprecio a Dios. Pero el juramento impío
no solo es negativo u hostil; niega a Dios como lo supremo, pero debe posicionar
a otro como supremo en lugar de Dios. Los juramentos santos toman su
confirmación y fuerza de arriba; los juramentos impíos buscan abajo su poder.
ESTE CONCEPTO DEL «ABAJO» ES MANIQUEO
HASTA LA MÉDULA, ES MATERIAL.
Cuando se niega la religión del
Dios trino, la religión de la rebelión, las sectas del caos, toman su lugar. Se
ve que la vitalidad, el poder y la fuerza les llegan de abajo; el lenguaje
profano procura ser enérgico, y la energía es lo que está abajo.
Segundo, como ya es evidente, hay una
progresión religiosa en la profanidad: pasa de un desafío a Dios a una
invocación hasta del excremento y el sexo, y luego a formas pervertidas del
sexo. Esta progresión religiosa es social y verbal. La sociedad soez invoca, no
a Dios, sino al mundo de lo ilícito, lo obsceno y lo pervertido.
Lo que invoca en palabra también
lo invoca en acción. La tendencia descendente de la sociedad es una búsqueda de
energía renovada, el fogonazo de una nueva fuerza y vitalidad, y es una
búsqueda perpetua de nuevas profanaciones.
Hay hombres blancos que van a
prostitutas de color para «un cambio de suerte», para renovar su vitalidad y
poder para prosperar por un tiempo. Al «descender», se recargan a fin de
«subir». La profanidad verbal es un testimonio oral de una profanidad social.
Conforme la profanidad verbal desciende, también lo hace la sociedad en sus acciones.
Esto quiere decir, por
consiguiente, que,
Tercero, la profanidad es un barómetro. Es indicativo de la rebelión en
proceso. Es un índice de la deterioración y degeneración social. La
significación psicológica de la profanidad no se pierde en una era
revolucionaria; se defiende la profanidad con fervor evangélico.
No debe sorprender a nadie que un
diccionario de argot y profanidad se promovió ampliamente como obra invaluable
de referencia entre las bibliotecas de secundarias a principios de la década de
1960.
La verdadera educación incluye,
para un mundo profano, una integración descendente al vacío, para usar la frase
apta de Cornelio Van Til. En las escuelas se prohíbe el conocimiento de Dios,
pero se promueve el conocimiento de la profanidad. Se invita y anima la
rebelión en una sociedad que busca una integración descendente, y la profanidad
es un índice, un barómetro, de esta integración revolucionaria descendente.
Cuarto, podemos ahora reconocer por qué,
en palabras de Montagu, «la formas antiguas de juramentos a menudo se
consideraban subversivas a las instituciones sociales y religiosas». Todavía lo
son. Todo juramento es religioso, y los juramentos falsos representan un
impulso subversivo en la sociedad.
El interesante estudio de Montagu
también es una obra religiosa; halla salud en tal profanidad, y debemos
recordar que salud y salvación (latín salus, salve, salud) son las mismas palabras.
El genio y escolaridad de su estudio sirve solo para elevar su propósito religioso;
jurar es una expresión social saludable. Pero cuando se trata de un
conocimiento de sus motivos para desear esta salud, o por qué constituye salud,
guarda silencio.
EL MANDAMIENTO DECLARA: NO TOMARÁS EN
NOMBRE DE JEHOVÁ TU DIOS EN VANO.
Positivamente, esto quiere decir:
Tomarás el nombre de Jehová tu Dios en justicia y verdad. Negativamente,
también significa: No tomarás el nombre de otros dioses o poderes. En cada
caso, las implicaciones son de largo alcance.
3. EL JURAMENTO Y LA SOCIEDAD
El tercero y el noveno mandamiento
están estrechamente relacionados. El tercero declara: «No tomarás el nombre de
Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su
nombre en vano» (Éx 20: 7). El noveno dice: «No hablarás contra tu prójimo
falso testimonio» (Éx 20: 16). Ambos mandamientos tienen que ver con el habla;
el uno hace referencia a Dios, el otro al hombre. Es más, Ingram tiene razón al
ver la referencia legal en ambos. El tercero es «una prohibición contra el
perjurio, la herejía y la mentira». 7 Ya hemos visto la implicación de
los juramentos como obscenidad.
La ley cubre esto y más. Pero la
esencia del tercer mandamiento está en su naturaleza como base de un sistema legal.
Citando a Ingram de nuevo, «el cimiento de todo procedimiento legal que involucra
a las llamadas disputas civiles está claramente en el tercer mandamiento, y sin
duda lleva su importancia al ámbito del derecho penal». El juramento del cargo,
la confiabilidad de los testigos, la estabilidad de una sociedad en términos de
un respeto común por la verdad, la fidelidad del clero a sus votos de
ordenación, de las esposas y esposos a sus votos matrimoniales, y mucho más
pende de la santidad del juramento o voto.
En donde no hay respeto por la
verdad, cuando los hombres pueden hacer votos y juramentos sin intención de
acatar sus términos, brota la anarquía y la degeneración social. Donde no hay
temor de Dios, la santidad de los juramentos y votos desaparece, y los hombres
cambian los cimientos de la sociedad de la verdad a la mentira.
Es significativo que los juicios
por perjurio hoy ya casi ni se oyen, aunque el perjurio es rutina diaria en las
cortes. Pero, como Ingram destacó, la ley de Dios dice bien claro en el tercer
mandamiento que, «sea lo que sea que el hombre pueda ser respecto a esto, Dios
no considera sin culpa al que toma su nombre en vano».
El juramento en la toma de
posesión del presidente, y todo otro juramento de toma de posesión en los
Estados Unidos, en el pasado se consideraba bajo el tercer mandamiento y, de
hecho, invocándolo. Al prestar juramento, el hombre prometía cumplir su palabra
y sus obligaciones así como Dios es fiel a la suya. Si no lo cumplía, según su
juramento el funcionario público se buscaba el castigo divino y la maldición de
la ley. Aunque de todos modos los funcionarios corruptos no faltaron, es claro
que una gran medida de verdadera responsabilidad política estaba en evidencia.
Los hombres santos tomaban los
juramentos en serio. George Washington, cuya creencia en el diezmo obligatorio
se ya se mencionó, estaba bien convencido del significado del juramento. En su
discurso de despedida expresó su consternación ante el escepticismo, el
agnosticismo, el deísmo y el ateísmo que se infiltraban de Francia y de la
Revolución Francesa.
La incredulidad, según veía, infligió
gran daño. Entre otras cosas, al destruir la fe en el juramento, la
incredulidad socava la seguridad de la sociedad. Declaró:
De todas las disposiciones y
hábitos que conducen a la prosperidad política, la religión y la moralidad son
respaldos indispensables. En vano el hombre rendirá tributo al patriotismo si
subvierte estos grandes pilares de la felicidad humana, estos puntales de lo
más firmes de los deberes de los hombres y ciudadanos. El político, igual que
el hombre santo, debe respetarlos y atesorarlos.
Un libro no podría trazar todas
sus conexiones con la felicidad pública y privada. Preguntémonos: ¿dónde está
la seguridad de la propiedad, de la reputación, de la vida, si el sentido de
obligación religiosa abandona los juramentos, que son instrumentos de
investigación en las cortes de justicia?
Y con cautela demos paso a la
presuposición de que se pueda mantener la moralidad sin la religión. No importa
lo que se pueda conceder a la influencia de la educación refinada en mentes de
estructura peculiar, la razón y la experiencia nos prohíben esperar que la
moralidad nacional pueda prevalecer a exclusión del principio religioso.
Menospreciar, ultrajar o profanar
el juramento es por consiguiente una ofensa que niega la validez de toda ley y
orden, de todas las cortes y cargos, y es un acto de anarquía y rebelión. A la
luz de esto, podemos entender mejor Levítico 24: 10-16, el incidente de
blasfemia y la sentencia de muerte que se le aplicó.
LA PARTE OFENSORA EN ESTE CASO ERA MEDIO
DANITA Y MEDIO EGIPCIA.
El texto hebreo da por sentado un
conocimiento que desde entonces en su gran parte se ha olvidado. La versión
caldea antigua lo parafrasea como sigue: Y mientras los israelitas habitaban en
el desierto, él trató de poner su tienda en medio de la tribu de los hijos de
Dan; pero ellos no se lo permitieron, porque, según el orden de Israel, todo
hombre, según su orden, moraba con su familia bajo el estandarte de la casa de
su padre.
Trataron por todos los medios en
el campamento. De aquí el hijo de la mujer israelita y el hombre de Israel que
era de la tribu de Dan fueron a la casa de juicio.
El juicio fue contra el que era
medio danita y medio egipcio, y al declarar «blasfemó el Nombre, y maldijo» (Lv
24:11). Negó la estructura entera de la sociedad y ley israelita, el mismo
principio de orden. Como resultado, se le aplicó la sentencia de muerte por
blasfemia. Su ofensa fue en efecto que afirmaba la rebelión total, la secesión
absoluta de toda sociedad que le negaba sus deseos.
Ninguna sociedad puede existir si
permite tal rebelión. La ley de Dios en este caso es de particular importancia:
«Cualquiera que maldijere a su Dios, llevará su iniquidad.
Y el que blasfemare el nombre de
Jehová, ha de ser muerto; toda la congregación lo apedreará; así el extranjero
como el natural, si blasfemare el Nombre, que muera» (Lv 24: 15, 16). A
cualquier gentil que menospreciara o violara el juramento de su religión se le
aplicaban las leyes de su religión, y cualquier castigo que su ley impusiera por
tal blasfemia o maldición, porque menospreciar el juramento de la fe de uno es
maldecir a su dios. Ginsberg resumió la ley aquí muy aptamente:
Si un gentil maldice al dios en
quien todavía profesa creer, llevará su pecado; debe sufrir el castigo por su pecado
de manos de sus correligionarios, cuyos sentimientos ha ofendido. Los
israelitas no deben interferir para salvarle de las consecuencias de su culpa;
porque el gentil que envilece al dios en el que cree no se le puede confiar en
otros respetos, y pone un mal ejemplo para otros, que pueden ser llevados a
imitar su conducta.
Hay un punto de suma importancia
en esta legislación que exige atención en particular. Primero, debemos notar que la mente moderna ve algo
supuestamente «bueno» en todas las religiones, mientras que las niega en favor
de la mente autónoma del hombre. Para negar el cristianismo y su verdad
excluyente, la mente moderna profesa hallar verdad en todas las religiones. La
Biblia, sin embargo, no tiene tal tolerancia por una mentira.
El salmista resumió el asunto:
«Todos los dioses de los pueblos son ídolos; pero Jehová hizo los cielos» (Sal
96: 5). Sin rodeos, la Biblia condena a todas las demás religiones. La mente
moderna, en tanto que totalmente religiosa, no es institucionalmente religiosa,
y así puede ofrecer tolerancia desdeñosa a todas las religiones. Pero la mente
moderna es religiosa políticamente; es decir, considera el orden político como
su orden último y religioso, y esto lleva a una segunda observación:
la intolerancia política es
básica para la mente moderna, y niega la validez de todo otro orden que no sea
su estado soñado, y de toda ley y orden ajenos a sus caprichos y a su voluntad,
porque tiene todos esos órdenes como mentiras de temer. La Biblia, por otro
lado, extiende una tolerancia limitada a los otros órdenes sociales. El único
`verdadero se halla en la ley bíblica.
Toda ley es religiosa por
naturaleza, y todo orden-ley que no es bíblico representa una religión
anticristiana. Pero la clave para remediar la situación no es una rebelión, ni ningún tipo de resistencia que trate de
subvertir la ley y el orden. El Nuevo Testamento abunda en advertencias contra
la desobediencia y en llamados a la paz.
La clave es la regeneración, la
propagación del evangelio, y la conversión de los hombres y naciones al
orden-ley de Dios. Mientras tanto, el orden-ley existente se debe respetar, y
los órdenes-leyes vecinos se deben respetar en todo lo que sea posible sin
contravención de la propia fe de uno.
El orden-ley pagano representa la
fe y religión del pueblo; es mejor que la anarquía, y en efecto provee una
estructura de vida que les dio el Señor bajo la cual se puede promover la obra
de Dios. La perspectiva moderna conduce a la intolerancia revolucionaria; bien
sea de un orden mundial en términos de un sueño, o de una «guerra perpetua por
la paz perpetua».
Se consideraba con tanta seriedad
el abuso del juramento, que el que una persona presenciara un juramento, o que
un juramento para hacer el mal se pronunciara en alguna parte, y no hiciera
nada, requería una ofrenda de expiación de la transgresión (Lv 5: 1-7).
Proverbios 29: 24, dice: «El
cómplice del ladrón aborrece su propia alma; Pues oye la imprecación
[pronunciada por el ladrón] y no dice nada». Delitzsch comentaba:
El juramento es, según Lv 5:1, el
del juez que juramenta por Dios al cómplice del ladrón para que diga la verdad;
pero este la esconde, y carga su alma con un delito digno de muerte, porque de
ocultador se vuelve además perjuro.
Más serio que robar, o incluso
asesinar, es jurar en falso. El ladrón le roba a un solo hombre, y el asesino
le quita la vida a un solo hombre, o tal vez a un grupo de hombres, pero un juramento en falso es un ataque a la vida
de una sociedad entera.
La poca seriedad con que se toma
es un buen barómetro de la degeneración social. El aborrecimiento santo de
jurar en falso se refleja con claridad en el Salmo 109:17-19. En Mateo 5:33-37,
Cristo prohibió el uso trivial de un juramento, y sus palabras tienen una
referencia parcial a Números 30: 7.
El juramento en falso ya estaba
prohibido en la ley; Cristo dejó en claro que del juramento o voto no se debía
usar en cuestiones personales, excepto en ocasiones serias en que el uso legítimo
de la ley lo permitiera. El recurso barato de jurar para apuntalar la palabra de
uno, por verdad que fuera, estaba prohibido.
La comunicación del hombre santo
es «sí, sí», y «no, no»; es honrada y directa (Mt 5: 37). El varón de Dios jura
o testifica con honradez aun en daño propio, y no cambia su testimonio según
convenga a sus intereses (Sal 15:7). Estando bajo Dios, la palabra del hombre
santo en cierto sentido está siempre bajo juramento.
Como Ingram ha observado: «Es
significativo que bajo algunos sistemas cristianos europeos, una violación
voluntaria de un voto promisorio se trata como perjurio».
Ingram muy correctamente ha
recalcado la relación de la herejía con este mandamiento.
Los miembros y clérigos que
niegan sus votos bautismales y de ordenación para sostener herejías están
violando sus votos. Es más, el hereje, «en todo el horror del orgullo colérico declara:
“Tengo derecho a estar equivocado”».
Hoy, en muchos países y en
algunos estados de Estados Unidos, se elimina el nombre de Dios en los
juramentos de cargo y la jura de testigos. Esto quiere decir que, cuando se
juramenta a un hombre para un cargo, no se obliga ante Dios a cumplir los
requisitos constitucionales del cargo o de la ley; el hombre jura solemnemente
por sí mismo; si le parece bien alterar la ley, si considera superiores sus ideas,
puede dar pasos para circunvalar la ley.
Los principales cambios en la constitución
estadounidense han ocurrido en un período de tiempo cuando no se han hecho
cambios fundamentales a la Constitución de los Estados Unidos. Eso se debe a
que la letra y el espíritu de la ley ahora tienen escaso significado ante de la
voluntad política de hombres y partidos.
Si a un testigo se le pide que
jure decir toda la verdad y nada más que la verdad sin ninguna referencia a
Dios, la verdad se puede redefinir, y comúnmente se redefine, en términos del
testigo. El juramento en el nombre de Dios es el «reconocimiento legal de Dios»
como la fuente de todas las cosas y la única base verdadera de todo ser.
Sitúa al estado bajo Dios y bajo su ley.
El que se elimine a Dios de los
juramentos, y el uso ligero e insincero de juramentos, son una declaración de independencia
de Él, y es guerra contra Dios en el nombre de los nuevos dioses, el hombre
apóstata y su estado totalitario.
El juramento estadounidense
moderno, que omite toda referencia a Dios, está en el contexto de una filosofía
pragmática, una fe que se enseña en las escuelas y la defienden los gobiernos
estatales y federal. La verdad en términos de pragmatismo es lo que sirve. La consecuencia puede
ser solo anarquía revolucionaria. No solo quiere decir guerra contra Dios, sino
guerra de todo hombre contra su prójimo.
4. LOS JURAMENTOS Y LA ADORACIÓN
Calvino en un análisis perceptivo
del tercer mandamiento, llamó la atención a la relación de los juramentos con
la adoración. Observó que Pronto veremos que jurar por el nombre de Dios es una
especie o parte de la adoración religiosa, y esto también se manifiesta en las
palabras de Isaías (45: 23), porque cuando predice que todas las naciones se
consagrarán a la religión pura, dijo: «Vivo yo, dice el Señor, que ante mí se
doblará toda rodilla, Y toda lengua confesará a Dios».
El versículo citado, Isaías
45:23, dice en forma completa: «Por mí mismo hice juramento, de mi boca salió
palabra en justicia, y no será revocada: Que a mí se doblará toda rodilla, y
jurará toda lengua». Dios declara que la historia culminará en una adoración
universal a Él, y el juramento santo como el cimiento de toda sociedad.
El comentario de Alexander
destacó el significado con toda claridad: El arrodillarse y jurar en la última
cláusula son actos de homenaje, lealtad o apego que por lo general van juntos
(1a R 19:18), e incluyen un reconocimiento solemne de la soberanía
de aquel a quién se le rendía.
Este texto lo aplica dos veces
Pablo a Cristo (Ro 14: 11; Fil 2: 10), en prueba de su soberanía de realeza y
judicial. No necesariamente predice que todos se convertirán a él, puesto que
los términos son como para incluir una sumisión tanto voluntaria como
obligatoria, y en una de estas maneras todos, sin excepción, le reconocerán
como el legítimo soberano.
La interpretación de Alexander
restaura la perspectiva básica de la ley: Dios es el Señor absoluto, soberano,
y rey de todos, el único Creador, sustentador y Salvador del hombre. Adorarle
en verdad requiere una sumisión total a Él no solo respecto a la salvación sino
también con respecto a todo lo demás. Solo Dios es señor de la iglesia, estado,
escuela, hogar y toda esfera y aspecto de la creación entera.
Así que, como Calvino notó, jurar
por el nombre de Dios es en verdad «una especie o parte de la adoración
religiosa».
Comentando más sobre el
significado de tomar el nombre del Señor en vano, Calvino notó:
Es tonto e infantil restringir
esto al nombre de Jehová, como si la majestad de Dios estuviera confinada a
letras o sílabas; pero, visto que su esencia es invisible, su nombre se pone
ante nosotros como una imagen, en la medida en que Dios se manifiesta a
nosotros, y nos hace conocerlo definitivamente mediante sus características,
tal como los hombres lo hacen con su nombre.
Sobre esta base Cristo enseña que
el nombre de Dios lo abarcan los cielos, la tierra, el templo, el altar (Mt
5:34), porque su gloria es conspicua en ellos.
Por lo tanto, el nombre de Dios
se profana siempre que se hace alguna detracción de su sabiduría suprema, poder
infinito, justicia, verdad, clemencia y rectitud. Si se prefiere una definición
más breve, digamos que su nombre es lo que Pablo llama «lo que de Dios se
conoce» (Ro 1: 19).
En nombre del Señor se toma así
en vano cuandoquiera y dondequiera el hombre trata con ligereza y de manera
profana el hecho de que la soberanía de Dios sustenta toda la realidad. El
hombre no se atreve a tomar con ligereza la soberanía de Dios ni la obligación
del hombre de decir la verdad en todo momento en toda esfera normal de la vida.
LA ESTRECHA RELACIÓN DE ESTE
MANDAMIENTO CON EL NOVENO ES BIEN EVIDENTE.
Calvino observó:
Dios de nuevo condena el perjurio
en el quinto mandamiento de la segunda tabla, a saber, en tanto que ofende y
viola la caridad al hacer daño a nuestros próximos. El objetivo y objeto de
este mandamiento es diferente, o sea, que el honor debido a Dios sea sin
contaminación, que solo hablemos con él de manera religiosa, que la veneración
apropiada de él se mantenga entre nosotros.
Si el juramento y la adoración
están tan estrechamente relacionados, y si el uso trivial y falso del «nombre»
del Señor, su sabiduría, poder, justicia, verdad, misericordia y justicia
constituye blasfemia, debemos decir que la mayor parte de la predicación de
nuestros días es completamente blasfema, porque o niega la fe por un lado o la
reduce a dimensiones triviales por el otro. Mucha de la predicación tal vez sea piadosa en intención pero
blasfema en ejecución.
Cuando el hombre cayó, cuando se
aplicó la maldición sobre la humanidad, fue porque había sucumbido a la
tentación satánica de ser su propio Dios (Gn 3:5).
El hombre se separó de Dios y del
nombre de Dios, para definir la realidad en términos del hombre y en el nombre
del hombre. Cuando los hombres empezaron de nuevo a invocar el nombre del Señor
(Gn 4: 26), los hombres miraron a Dios como Señor y Creador y también como
Salvador.
Tomaron el nombre del Señor, no
en vano, sino en verdad; reconocieron a Dios como su único Salvador, legislador
y esperanza. El grado en que invocaron en verdad el nombre del Señor, el grado
en que pusieron toda su vida bajo el dominio de Dios, fue el grado en que estaban
fuera de debajo de la maldición y bajo la bendición.
Tomar el nombre del Señor en verdad quiere decir basar nuestras
vidas y acciones, nuestros pensamientos y posesiones, y toda esfera y ley de la
vida firme y completamente en Dios y en su palabra ley.
Tomar el nombre del Señor en vano en realidad es negar al único
Dios verdadero; es profesión vacía de Él cuando nuestra vida y acciones (y a
menudo todo pensamiento, posesión y toda esfera y ley) son ajenas a Dios y de
forma blasfema atribuidas a nosotros mismos.
Por eso, como Oehler observó: «El
perjurio no tiene que ver solo con el transgresor, sino con toda su raza».
Mueve al hombre y a su sociedad del mundo de la bendición al mundo de la
maldición.
El juramento verdadero es por
tanto adoración verdadera; da a Dios la gloria debida a su nombre.
Solo cuando empezamos a
comprender la relación del juramento con los cimientos de la sociedad, con la
rebelión y con la religión podemos empezar a entender el antiguo horror de la
blasfemia. El horror que expresó el sumo sacerdote cuando acusó a Jesús de
blasfemia por lo que había dicho (Mt 26: 65) tal vez haya sido hipócrita, pero
reflejaba de todas maneras la consternación que los hombres solían sentir.
Antes de la Segunda Guerra
Mundial, esta consternación todavía se sentía en Japón; cuando se pronunciaba
una blasfemia con respecto al sintoísmo, era una ofensa civil muy seria. Con
mucha justicia los japoneses lo consideraban traición, rebelión y anarquía.
Debido a que el sentido de la
blasfemia y la consternación que producía han desaparecido, ahora hay un
cambiante concepto de la traición. Es
interesante examinar el concepto de la traición. Rebeca West ha dado un sumario
muy apto del concepto histórico:
Según la tradición y a la lógica,
el estado da protección a todos los hombres dentro de sus confines, y a cambio
exige obediencia a sus leyes; y el proceso es recíproco. Cuando los hombres
dentro de los confines del estado son obedientes a sus leyes tienen el derecho
de demandar su protección.
Es una máxima de la ley, citada
por Coke en el siglo XVI, de que «la protección atrae lealtad, y la lealtad
atrae protección» (protectio trahit
subjectionem, et subjectio protectionem).
Se estableció en 1608, con referencia al caso de Sherley, un francés que había
ido a Inglaterra y se había unido a una conspiración contra el rey y la reina,
que tal hombre «le debía al rey obediencia, es decir, en tanto que estuviera
bajo la protección del rey».
Pero en una época en que los
hombres niegan a Dios y su soberanía, el mundo se debate entre dos demandantes
conflictivos de la autoridad de Dios: el estado totalitario por un lado, y el
individuo totalitario y anarquista por el otro. El estado totalitario no
permite disensión, y el individuo anarquista no admite lealtad fuera de sí
mismo.
Cuando todo el mundo es negro, no
es posible un concepto de negro, puesto que no existe diferenciación. Si todo
es negro, no hay principio de definición o descripción que quede. Cuando todo
el mundo blasfema, no es posible una definición de la blasfemia; todo es lo
mismo. Conforme el mundo se mueve hacia la blasfemia total, su capacidad de
definir y reconocer disminuye. De aquí la necesidad y lo saludable del castigo,
que, como catarsis, le restaura perspectiva y definición al mundo.
La premisa básica de la ley y de
la sociedad hoy es el relativismo. El relativismo reduce todo a un color común,
a un gris común. Como resultado, ya no hay ninguna definición de traición o
delito. El delincuente está protegido por la ley, porque la ley no conoce
delincuente, puesto que la ley moderna niega ese absoluto de justicia que
define el bien y el mal.
Lo que no se puede definir no se
puede delimitar ni proteger. Una definición es una cerca y una protección
alrededor de un objeto; lo separa de todo lo demás y protege su identidad. Una
ley absoluta establecida por el Dios absoluto separa el bien y el mal, y protege
el bien. Cuando se niega esa ley, y se establece el relativismo, ya no existe
ningún principio válido de diferenciación e identificación. ¿Qué necesita
protección de quién, cuando todo el mundo es igual y lo mismo?
Cuando todo el mundo es agua, no
hay orilla que guardar. Cuando toda la realidad es muerte, no hay vida que
proteger. Debido a que los jueces cada vez son más incapaces de definir los
casos debido a su relativismo, cada vez son más incapaces de proteger al justo
y al que acata la ley en un mundo en donde el delito no se puede definir como
se debiera.
Para Emile Durkheim, el
delincuente puede ser y a menudo es un pionero evolucionista, que traza el
rumbo de la sociedad. En términos de la sociología relativista de Durkheim, el
delincuente puede ser más valioso que el ciudadano que acata la ley, cuyos intereses
son conservadores o reaccionarios.
La sociedad relativista en verdad
es una «sociedad abierta», abierta a todo mal y a nada de bien. Puesto que la
sociedad relativista está más allá del bien y del mal por definición, no puede
ofrecer a sus ciudadanos ninguna protección del mal.
Más bien, una sociedad
relativista procurará proteger a su gente de los que tratan de restaurar una
definición del bien y del mal en términos de las Escrituras.
Cuando el presidente de la Corte
Suprema Frederick Moore Vinson de los Estados Unidos afirmó después de la
Segunda Guerra Mundial que «nada es más cierto en la sociedad moderna que el
principio de que no hay absolutos», dejó en claro que, ante la ley, el único
mal de corte claro es afianzarse en términos de la ley absoluta de Dios. «El
principio de que no hay absolutos», entronizado como ley, quiere decir guerra
contra los absolutos bíblicos.
Quiere decir que el estandarte de
la ley es el estándar del Siglo de las Luces, Ecrasez L’infame, «La vergüenza e
infamia del cristianismo», se debe eliminar. En relación con esto Voltaire
recibió con brazos abiertos el afectuoso saludo de Diderot que le describía
cómo su «Anticristo sublime, honorable y querido». Si Voltaire no hubiera
tenido como su principio el que «todo hombre sensible, todo hombre honorable,
debe horrorizarse de la secta cristiana», Voltaire solo hablaba; la corte
moderna actúa sobre esta fe.
La conclusión de tal curso solo
puede ser el reino del terror magnificado. Podemos solo decir con el observador
hebreo de la antigüedad: «Los que temen al Señor tienen el corazón bien
dispuesto y se humillan delante de él: “Abandonémonos en las manos del Señor y
no en las manos de los hombres, porque así como es su grandeza es también su
misericordia”» (Eclesiástico 2:17, 18).
5. EL
JURAMENTO Y LA AUTORIDAD
Una ley que ya se ha citado
merece particular atención: Éxodo 21: 17: «Igualmente el que maldijere a su
padre o a su madre, morirá». Este enunciado es uno de tres en Éxodo 21:15-17,
que sigue al requisito de Éxodo 21: 12-14 de pena de muerte para el asesino.
Así quedan eslabonados en un sentido con el asesinato.
Primero, «el que hiriere a su padre o a
su madre, morirá» (Éx 21: 15). Segundo,
«Asimismo el que robare una persona y la vendiere, o si fuere hallada en
sus manos, morirá» (Éx 21: 16). El secuestro y la esclavitud se castigan con la
muerte.
La ley bíblica reconoce la
esclavitud voluntaria, porque hay hombres que prefieren la seguridad a la
libertad, pero prohíbe estrictamente la servidumbre involuntaria excepto como castigo.
Tercero, la ley contra maldecir
a los padres, ya citada, también se cita como equivalente a asesinato. El
comentario de Rawlinson va al punto:
Con el homicidio se conjugan
algunas otras ofensas, consideradas de carácter vil, y penado con la muerte: a
saber, (1) golpear a un padre; (2) secuestrar; y (3) maldecir a un padre.
El que estos crímenes sigan de
inmediato al asesinato, y que se castigue con la misma pena, demuestra el aborrecimiento
de Dios de ellos. Se ve al padre como representante de Dios, y golpearlo es insultar
a Dios en su persona.
Maldecirlo implica, si es
posible, una falta de reverencia mayor; y, puesto que las maldiciones pueden
ser efectivas solo como apelación a Dios, es un intento de poner a Dios de
nuestro lado contra su representante. El secuestro es un delito contra la
persona solo un ápice menor que el asesinato, puesto que priva al hombre de lo
que le da a la vida su principal valor: la libertad.
Hay leyes afines en otras
culturas antiguas. Por ejemplo, la antigua ley babilónica declaraba: «Si un
hijo golpea a su padre, se le cortará la mano». La autoridad de la sociedad
misma estaba en peligro en cualquier ataque a la autoridad paterna o a
cualquier otra autoridad. Éxodo 21:15, 17 fue impuesto muy temprano en la ley
de Massachusetts; no hay ningún registro de alguna pena de muerte, pero varios
casos antes de 1650 registran varias flagelaciones infligidas por las cortes sobre
hijos rebeldes, y sobre hijos que golpearon a un padre.
EL JURAMENTO O MALDICIÓN Y LA
RESISTENCIA FÍSICA SON ASUNTOS IMPORTANTES.
El juramento o maldición es una
apelación a Dios para que esté de nuestro lado por la justicia y contra el mal.
De manera similar, la resistencia física, sea en forma de guerra o resistencia
personal al ataque asesino, o los intentos de hombres malos de vencernos, es
una posición santa y de ninguna manera errada.
En un mundo malo, tal resistencia
a menudo es necesaria; es una necesidad desagradable y horrible, pero no un
mal. David podía agradecer a Dios por enseñarle a hacer la guerra con éxito (2
S 22:35; Sal 18:34; 144:1). En un mundo malo, Dios requiere que los hombres se
afiancen en términos de su palabra y ley.
En este punto, muchos citarán
Mateo 5:39: «No resistáis al que es malo». El punto que Cristo hace en este
pasaje (Mt 5:38-42) tiene referencia a la resistencia a un poder extranjero que
gobierna la tierra, que puede «obligar» al hombre mediante una conscripción
forzosa a servir a las fuerzas imperiales romanas por una milla o más,
apoderarse de la propiedad, obligar a pagar préstamos, y generalmente confiscar
propiedad, dinero y trabajo para sus necesidades.
En tal caso, la resistencia es
fútil y errada, y la cooperación, yendo la segunda milla, produce mejores
resultados. El comentario de Ellicot sobre Mateo 5:41 es pertinente: La palabra
griega implica la compulsión especial del servicio forzoso como correo o
mensajero del gobierno, y fue importado del sistema postal persa y organizado
sobre el plan de emplear hombres conscriptos para llevar despachos del gobierno
de estación a estación (Herod. 8: 98). El uso de la ilustración aquí parecería
implicar la adopción del mismo sistema de parte del gobierno romano bajo el
imperio. Los soldados romanos y sus caballos los guardaban en propiedades de
judíos. Otros eran obligados a servicio de duración más larga o más breve.
LAS
PALABRAS DE CRISTO FUERON PUES UNA ADVERTENCIA CONTRA LA RESISTENCIA
REVOLUCIONARIA.
Su advertencia la repitió San
Pablo en Romanos 13: 1, 2, con la advertencia de que la resistencia a la
autoridad debidamente constituida es resistencia a lo ordenado por Dios. Al
mismo tiempo, debemos notar que «Pedro y los demás apóstoles», cuando las
autoridades les prohibieron predicar, declararon: «Es necesario obedecer a Dios
antes que a los hombres» (Hch 5: 29).
No hay discrepancia entre estas
posiciones. El respeto a las autoridades debidamente constituidas se requiere
como deber religioso y también como norma práctica. El mundo no se mejora con
la desobediencia y la anarquía; los malos no pueden producir una sociedad
buena. La clave para la renovación social es la regeneración del individuo.
Hay que obedecer a todas las
autoridades (padres, esposos, amos, gobernantes, pastores), siempre sujetos a
la obediencia previa a Dios.
Toda obediencia está bajo Dios,
porque su palabra lo requiere. Por consiguiente, primero, el pueblo del pacto no puede violar ninguna autoridad
debida sin tomar en nombre del Señor en vano. La desobediencia en cualquier
nivel constituye desobediencia a Dios. Segundo,
golpear a un padre, o atacar a un agente de policía, o cualquier
autoridad debida, es golpear a la autoridad de Dios también y usar el derecho de
defensa propia para agredir a la autoridad.
Tercero,
maldecir a
los padres de uno es intentar poner a Dios del lado de la rebelión contra la
autoridad central de Dios, el padre, y la institución central de Dios, la
familia. En el asesinato, el hombre ataca y quita la vida de un individuo, o de
varios individuos. En todo ataque anárquico contra la autoridad, el atacante
ataca la vida de una sociedad entera y la autoridad misma de Dios.
La excusa de tal asalto es la conciencia. La autoridad autónoma y
absoluta de la conciencia se ha afirmado progresivamente desde el Siglo de las
Luces, y especialmente con el surgimiento del romanticismo. En los Estados
Unidos de América, el nombre de Thoreau viene más rápidamente a la mente como ejemplo
del anarquismo romántico. Conciencia quiere
decir responsabilidad con referencia al bien y al mal; conciencia implica
condición de criatura y sujeción.
La conciencia debe estar bajo
autoridad, o deja de ser conciencia y se convierte en un dios. El deseo
humanístico de vivir más allá del bien del mal es en realidad un deseo de vivir
más allá de la responsabilidad y más allá de la conciencia.
BAJO LA FACHADA DE LA CONCIENCIA, SE
LANZA UN ATAQUE CONTRA LA CONCIENCIA Y LA AUTORIDAD.
La apelación de los
revolucionarios anarquistas a la conciencia es una mentira y un fraude. La
conciencia en la filosofía y el estado de ánimo modernos no son más que
nuestros deseos, entronizados como ley. Por eso, James Joyce, en Retrato del artista adolescente, hace que Stephen Dedalus diga:
«¡Bienvenida, oh vida!
Salgo para encontrar por
millonésima vez la realidad de la experiencia y forjar en el yunque de mi alma
la conciencia increada de mi raza». Para los que están bajo la influencia de
Freud, la conciencia, o superego, no es más que las autoridades externas,
padres, religión, estado y escuela internalizados. El superego es el sucesor y
representante de los padres y otras autoridades; para Freud, el superego es el enemigo
del id, el principio de placer
y voluntad para vivir, y por consiguiente hay que domarlo. No se puede escapar
del id y del ego, pero el superego, como un
producto social inmediato, se
puede domar en su poder sobre el hombre.
A pesar de las variaciones, el
concepto de Freud de la conciencia es el concepto del hombre moderno. La
conciencia no tiene posición en el pensamiento moderno, y en realidad está
desacreditada, excepto cuando
es útil como una apelación contra la ley. La conciencia del hombre autónomo es
una rebelión estudiada contra la conciencia y las autoridades, símbolos de
opresión y tiranía.
La verdadera conciencia está bajo
autoridad, autoridad santa. La verdadera conciencia es gobernada por las
Escrituras; no se levanta como árbitro por sobre Dios y su palabra, ni como la
voz de Dios y ella misma como revelación especial. La conciencia verdadera se
sujeta a la autoridad de Dios; está en todo momento bajo Dios, y nunca es dios ni señor. En 1788, el Sínodo
Presbiteriano de Nueva York y Filadelfia declaró, en sus «Principios
preliminares» a «La forma de gobierno», que «Dios es el único Señor de la
conciencia; y la ha dejado libre de doctrina y mandamientos de hombres, que son
en todo contrarios a su palabra, o aparte de ella en asuntos de fe y
adoración».
La declaración entonces defendía
el derecho al criterio propio. El propósito era libertar al hombre de las
demandas arbitrarias del estado y de los hombres en términos de la autoridad
absoluta de Dios sobre la conciencia. El concepto humanístico de la conciencia,
al negar el señorío de Dios, hace ineludible la tiranía de los hombres. La
filosofía humanística hace de la conciencia de todo hombre un señor absoluto;
los estudiantes amotinados de la década de 1960 y 1970, los revolucionarios anarquistas,
los que protestan por los «derechos civiles», apelan al derecho a la
«conciencia» para destruir la ley y el orden y derrocar a la sociedad.
La pena de muerte de Éxodo 21:15,
17 deja en claro que ningún mal se puede convertir en excusa para más mal. La
familia, como orden-ley central de Dios, aun cuando los padres sean de lo más
malos, el hijo no la puede atacar. Al hijo no se le pide que obedezca a sus
padres haciendo el mal; al hijo no se le pide que llame bien al mal. Pero se
debe dar honor al que se le debe honor (Ro 13: 7), y honor se les debe a los
padres.
Esto quiere decir que, que si
bien el hombre debe promover la justicia, hay un límite al alcance de su derecho a hacer guerra contra el mal. La
Escritura enfatiza que la
venganza le pertenece a Dios (Dt 32: 35; Sal 94: 1; He 10: 30; Ro 12: 19).
San Pablo indica con claridad: «Queridos amigos, no traten de
vengarse de alguien, sino
esperen a que Dios lo castigue, porque así está escrito: “Yo soy el que
castiga, les daré el pago que
merecen”, dice el Señor» (Ro 12: 19,).
Existen dos formas legítimas de
venganza santa: Primero, la
justicia absoluta y perfecta de Dios final y totalmente administra justicia
perfecta. La historia culmina en el triunfo de Cristo, y la eternidad resuelve
todos los pleitos. Segundo, las
autoridades ordenadas por Dios (padres, pastores, autoridades civiles y otros) tienen
el deber de aplicar la justicia y venganza de Dios.
Como pecadores que son, nunca
pueden hacer esto de manera perfecta, pero la justicia imperfecta puede ser con
todo justicia. A un día nublado no se le puede llamar medianoche; la justicia imperfecta
no es injusticia.
Un hombre santo no espera
justicia perfecta y vindicación, y, a veces, reconoce que no puede esperarla de
todos los hombres. La Biblia nos da ejemplos de venganza, de corrección de
antiguos males, pero no ocurrió eso en el caso de José en cuanto a Potifar.
José había ido a la cárcel por intento de violación; lo sacaron de la cárcel y
le dieron gran. Su pasado fue inmaterial para el faraón.
Sin duda, hasta el mismo día de
la muerte de José, críticos crueles murmuraban a sus espaldas que José era un
ex convicto, convicto de intento de violación, pero el ejercicio del poder de
parte de José fue santo. En donde importó, como con sus hermanos, se cobró una
venganza diseñada para probar el carácter de ellos. Con castigar a Potifar o a
la esposa de Potifar no hubiera logrado nada; y ningún castigo debe haber sido
más aterrador para esa pareja que saber que su ex esclavo ahora era el mayor
poder en Egipto después del faraón. Dios fue la vindicación de José.
El que un hombre sueñe con
ejercer perfecta justicia, obtener vindicación en todo y enderezar el historial
en todos los puntos es tomar un papel de vengador que le corresponde solo a
Dios. Quiere decir se ha unido a las fuerzas del mal.
Aunque tal presunción vaya
disfrazada del nombre del Señor, incluye blasfemia. «Igualmente el que
maldijere a su padre o a su madre, morirá» (Éx 21: 17).
6. EL
NOMBRE DE DIOS
En julio de 1968, en Westminster,
Maryland, se halló culpable a un hombre de «de profanidad al tomar el nombre
del Señor en vano en un lugar público». El hombre en cuestión fue arrestado por
pelear en la calle Main y oponerse al arresto.
La razón por la que se le condenó
fue reveladora. La erosión continua de la ley bajo las interpretaciones de la
Corte Suprema hacía más difícil que se le condenara por las acusaciones
acostumbradas. El magistrado Charles J. Simpson usó la antigua ley de 1723,
porque «a veces una ley oscura como esta es la única manera que tenemos de
resolver algunos de estos problemas».
El dilema del juez no sorprende.
Bajo la influencia de la nueva doctrina de la igualdad, el delito se ha estado
poniendo a nivel del bien, e incluso se le ha dado una ventaja. Walt Whitman,
considerado por muchos como el más grande poeta de los Estados Unidos de
América, afirmó sin tapujos este principio igualitario: «Lo que se llama bien
es perfecto y lo que se llama mal es igual de perfecto».
CUANDO SE IGUALA EL BIEN Y EL MAL, LA
EROSIÓN DE LA LEY ES INELUDIBLE E INEVITABLE.
Pero no basta negar la igualdad.
La ley fundamentada solo en la igualdad afirma la supremacía tiránica de un
grupo élite de hombres. La verdadera ley debe descansar en el único Dios
verdadero y absoluto. Como absoluto Señor y Juez, Dios es el supremo árbitro de
todas las cosas, y, como determinante del destino de los hombres, su palabra y
temor son obligatorios en la vida de los creyentes.
De aquí, que la declaración
jurada del verdadero creyente siempre ha sido básica en todas las reglas de
evidencia. Un principio de derecho canónico que ha sido influyente en las
cortes civiles, es este:
Un juramento, tomado en el
sentido de prueba judicial, aunque preservando su propio carácter individual
como invocación del Nombre Divino en testimonio o garantía de la verdad en una
aseveración particular, es el medio más poderoso y efectivo de obtener prueba y
de llegar a la verdad de los hechos de un caso y es necesario antes de que un
juez pueda dictar sentencia.
ESTA MISMA AUTORIDAD DEFINE BLASFEMIA
EN ESTOS TÉRMINOS:
Esta transgresión puede tomar la
forma de blasfemia herética, o sea, en la cual la existencia de Dios o sus
atributos se impugnan o niegan; o de simple blasfemia o imprecación, o sea, en
la que se denigra o profana el nombre de Dios o de los santos.
Ambos aspectos de esta definición
se han considerado ya. Es importante ahora tratar más específicamente del nombre de Dios: «No tomarás el nombre
de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su
nombre en vano».
Los nombres en las Escrituras son
reveladores del carácter y naturaleza de la persona nombrada. El nombre de un
hombre cambiaba cuando su carácter cambiaba.
Como Meredith escribió:
El tercer mandamiento tiene que ver con el nombre de Dios, su oficio,
su posición como el gran GOBERNANTE
soberano del universo.
En la Biblia, los nombres
personales tienen un significado.
TODO NOMBRE O TÍTULO DE DIOS REVELA
ALGÚN ATRIBUTO DEL CARÁCTER DIVINO.
Al estudiar la palabra de Dios,
aprendemos nuevas cosas en cuanto a la naturaleza
y carácter de Dios con
cada nombre por el cual se revela. En otras palabras, ¡Dios se nombra
lo que Él es!
Si los hombres usan el nombre de Dios de una manera que
niega el verdadero significado y
carácter de Dios, están
QUEBRANTANDO el tercer mandamiento.
No solo el significado del
Antiguo Testamento, sino también del Nuevo Testamento, el nombre respalda el punto de Meredith.
Así pues, en el Nuevo Testamento griego, Por un uso principalmente hebraico, el
nombre se usaba para todo lo
que el nombre cubre, todo pensamiento o sentimiento que se despierta en la
mente al mencionar, oír, recordar, el nombre, o sea, el rango, autoridad, intereses, placer, mandato, excelencias, obras, etc., de uno.
Es más, como Meredith anotó:
La palabra hebrea que aquí se
traduce «inocente» quizá se podría traducir mejor como «limpio»: «no dará por limpio Jehová al que tomare su nombre
en vano». ¡La prueba de la limpieza
espiritual es la actitud del hombre ante el NOMBRE de Dios! Un hombre es limpio o inmundo según cómo usa
el nombre de Dios en verdad o
por vanidad.
Esta definición del tercer
mandamiento la destacó con claridad el divino puritano, Tomás Watson, en The Ten Commandments (Los Diez
Mandamientos), continuación de su estudio A Body of Divinity (Un cuerpo de doctrina). El Catecismo Mayor de
la Asamblea de Westminster también destacó esto con claridad:
P. 112. ¿Qué exige el tercer mandamiento?
R. El tercer mandamiento exige
que el nombre de Dios (sus títulos, atributos, ordenanzas, la palabra, los
sacramentos, la oración, los juramentos, los votos, suertes, sus obras, y
cualquiera otra cosa por lo cual él se da a conocer) sea santa y reverentemente
usado en pensamiento, meditación, palabra, y por escrito por una profesión
santa, una conversación intachable, para la gloria de Dios, y para el bien
nuestro y de otros.
P. 113. ¿Que pecados prohíbe el tercer mandamiento?
R. Los pecados prohibidos en el
tercer mandamiento son: no usar el nombre de Dios como es debido, y ultrajarlo
con una ignorante, vana, irreverente, profana, supersticiosa o malvada mención,
o usar sus títulos, atributos, ordenanzas u obras en blasfemia, perjurio; toda
imprecación pecaminosa, juramentos, votos y suertes; violar nuestros juramentos
y votos, si son lícitos; o cumplirlos si son ilícitos; murmuración o polémicas
contra los decretos de Dios, inquisitivas indagaciones sobre ellos, o la
aplicación falsa de los decretos y actos providenciales de Dios; mala
interpretación, aplicación o perversión de la palabra, o alguna parte de ella,
en bromas profanas, cuestiones extrañas o inútiles, charlas vanas, o sostener
falsas doctrinas; ultrajar el nombre de Dios, las criaturas o alguna cosa que
está bajo el nombre de Dios en encantamientos, prácticas y lascivias;
difamación, desprecio, injuria u oposición grave a la verdad, gracia y maneras
de Dios; hacer profesión de religión con hipocresía o por fines siniestros;
avergonzarse de ella o causarle vergüenza con un andar incongruente, poco
juicioso, infructuoso u ofensivo, o apartarse de ella.
Es evidente entonces que la
blasfemia es hoy más común que el buen uso del nombre de Dios. El Dr. Willis
Elliot de la Iglesia Unida de Cristo ha dicho: «Considero demoníaco la
adherencia a la infalibilidad de las Escrituras». B. D. Olsen, que aduce
adherirse a la infalibilidad de las Escrituras, dice que es «visión». Ambas aseveraciones
son a blasfemias.
Para citar a Meredith de nuevo, Dios
declara por medio de Isaías: «Oíd esto, casa de Jacob, que os llamáis del nombre
de Israel, los que salieron de las aguas de Judá, los que juran en el nombre de
Jehová, y hacen memoria del Dios de Israel, mas no en verdad ni en justicia» (Is
48: 1). Las personas a quienes se aplica esta profecía usan el nombre de Dios, pero no obedecen la revelación de Dios que contiene su
nombre.
Muchos títulos de Dios aparecen en las Escrituras, y son reveladores de
aspectos de su naturaleza. Su nombre, sin embargo, aparece como Jehová o Yahvé (no
se sabe la verdadera construcción de las vocales), y quiere decir El Que Es, el
autoexistente, Yo soy el que soy. Esta es la revelación de Dios contenida en su
nombre.
DIOS ES, POR LO TANTO, EL PRINCIPIO DE
DEFINICIÓN, DE LEY Y DE TODO.
Es la premisa de todo
pensamiento, y la presuposición necesaria para toda esfera de pensamiento.
Es blasfemia, por consiguiente,
intentar «demostrar» a Dios; Dios es la presuposición necesaria de toda prueba.
Por lo tanto, basar cualquier esfera de pensamiento, vida o acción, o cualquier
esfera de ser, en cualquier otra cosa que no sea el Dios trino es blasfemia. La
educación sin Dios como su premisa, la ley que no presupone a Dios y se apoya
en su ley, un orden civil que no deriva toda su autoridad de Dios, o una
familia cuyo cimiento no es la palabra de Dios, es blasfema.