EL TERCER MANDAMIENTO

1. EL CARÁCTER NEGATIVO DE LA LEY

El tercer mandamiento declara: «No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano» (Éx 20: 7; Dt 5: 11).
Antes de empezar un análisis de este mandamiento, es importante llamar la atención a un aspecto de la ley que la hace en particular ofensiva a la mente moderna: es negativa. De los diez mandamientos, ocho se indican en términos negativos.
Los otros dos: «Acuérdate del día de reposo para santificarlo», y «Honra a tu padre y a tu madre», están respaldados por una cantidad de leyes subordinadas que son todas de carácter negativo. El mandamiento del sabbat es negativo: «no hagas en él obra alguna» (Éx 20:10; Dt 5:14), de modo que, en su forma completa, nueve de los diez mandamientos son negativos.
Para la mente moderna, las leyes de negación parecen opresivas y titánicas, y el anhelo es que gendarmes positivos de la ley reemplacen a la policía. En ese sentido, el líder de los Panteras Negras, y el candidato presidencial de Paz y Libertad, El dridge Cleaver, declaró en 1968 que «de ser electo, eliminaría el programa de pobreza y sustituiría a la policía con “agentes de seguridad pública”».
Los agentes de seguridad pública produjeron un reino de terror en la Revolución Francesa, y no sin razón, porque una ley positiva solo puede conducir a la tiranía y al totalitarismo.
La mejor proclama de un concepto positivo de la ley fue el principio legal romano: la salud del pueblo es la ley suprema. Este principio ha pasado tan completamente a los sistemas legales del mundo que cuestionarlo es cuestionar una premisa fundamental del estado. El principio es básico al desarrollo estadounidense, donde las cortes han interpretado la cláusula de «bienestar general» de la constitución de los Estados Unidos en términos radicalmente ajenos a la intención original de 1787.
Un concepto negativo de la ley confiere un doble beneficio: primero, es práctico, porque un concepto negativo de la ley trata de manera realista con un mal en particular. Dice: «No robarás», o, «No darás falso testimonio». Una declaración negativa lidia directa y claramente con un mal en particular: lo prohíbe, lo hace ilegal. La ley entonces tiene una función modesta; la ley es limitada, por consiguiente el estado es limitado. El estado, como agencia impositiva, está limitado a lidiar con el mal, y no a controlar a todos los hombres.
Segundo, y directamente relacionado a este primer punto, un concepto limitado de la ley asegura la libertad: excepto por los aspectos prohibidos, toda la vida del hombre está más allá de la ley, y la ley por necesidad es indiferente a ello. Si el mandamiento dice: «No robarás», quiere decir que la ley solo puede lidiar con el robo; no puede gobernar ni controlar la propiedad que se adquiere con honradez.
Cuando la ley prohíbe la blasfemia y el falso testimonio, garantiza que las demás formas de expresarse estén permitidas. El carácter negativo de la ley es la preservación de la vida positiva y la libertad del hombre.
Pero, si la ley es positiva en su función, y si la salud del pueblo es la ley suprema, el estado tiene jurisdicción total para imponer la salud total de la gente.

LA CONSECUENCIA INMEDIATA ES UNA DOBLE PENALIDAD PARA LAS PERSONAS.

Primero, se promueve un estado omnicompetente, y el resultado es un estado totalitario. Todo llega a estar dentro de la jurisdicción del estado, porque todo pudiera contribuir a la salud o la destrucción de la gente. Debido a que la ley es ilimitada, el estado es ilimitado. Se vuelve tarea del estado, no controlar el mal, sino controlar a todos los hombres. Básico a todo régimen totalitario es el adoptar un concepto positivo de la función de la ley.
Esto quiere decir, segundo, que no puede existir ningún tipo de libertad para el hombre; no hay, entonces, ningún tipo de cosas indiferentes, de acciones, intereses y pensamientos que el estado no pueda gobernar en nombre de la salud pública.
Decir que el estado tiene la capacidad de administrar el bienestar general, de gobernar la salud general y total del pueblo, es dar por sentado que existe un estado omnicompetente, y asumir un estado competente en todo es dar por sentado un pueblo incompetente. El estado se vuelve entonces la nodriza de una ciudadanía cuyo carácter básico es infantil e inmaduro. La teoría de que la ley debe tener una función positiva da por sentado que el pueblo es esencialmente infantil.
En este punto algunos pudieran comentar que la fe bíblica, con su doctrina de la caída y de la depravación total tiene un concepto similar del hombre. Nada puede estar más lejos de la verdad. La fe evolucionista, al proponer largas edades de desarrollo del hombre, sostiene, por un lado, que el ser humano todavía está gobernado por impulsos y motivos antiguos, primitivos, y, por otro, que el hombre de hoy sigue siendo un niño en relación a un crecimiento evolutivo futuro.
La fe bíblica, por el contrario, sostiene la creación original de un hombre maduro y bueno. El problema humano no es una naturaleza primitiva, ni infantilismo, sino irresponsabilidad, una rebelión contra la madurez y la responsabilidad.
El hombre es un rebelde, y su curso no es infantilismo sino pecado, no ignorancia sino insensatez voluntaria.
En esencia, no se puede proteger a un necio, porque el problema del necio no son otras personas sino él mismo. El libro de Proverbios da considerable atención al necio. Al resumir la enseñanza de Proverbios, Kidner declara, referente al necio, que La raíz de su problema es espiritual, no mental. Le gusta su insensatez, y vuelve a ella «como perro que vuelve a su vómito» (26: 11); no tiene reverencia por la verdad, y prefiere ilusiones cómodas (ver 14: 8, y nota).
En esencia, lo que rechaza es el temor de Jehová (1: 29); es eso lo que lo hace necio, y es eso lo que hace trágica su complacencia, porque «el desvío de los ignorantes los matará» (1: 32).
En la sociedad el necio es, en una palabra, una amenaza. En el mejor de los casos, desperdicia tu tiempo: «pues en sus labios no hallarás conocimiento» (14: 7, NVI); y puede ser más que un serio fastidio. Si tiene una idea en su cabeza, nada lo detendrá: «Mejor es encontrarse con una osa a la cual han robado sus cachorros, que con un fatuo en su necedad» (17: 12), lo mismo si es una broma pasada de rosca (10: 23), alguna pelea en que debe meterse (18:6) o enfrentarse a la muerte (29: 11). Dale amplio campo, porque «el que se junta con necios será quebrantado» (13: 20), y si quieres despedirlo, no lo envíes con un recado (26: 6).
Se podrían citar numerosos incidentes para ilustrar lo proclive que es el necio a la necedad: rescáteselo de un apuro, y se meterá en otro. Un enfermo, por fin persuadido a dejar a un curandero que estaba tratándolo, se fue a consultar a otro peor. Y esto no debe sorprender a nadie; el necio es por naturaleza proclive a la necedad.
Para examinar un aspecto en que la ley ha funcionado positivamente, y la mayoría pensaría que con notable éxito, revisemos la situación de la medicina. El control del estado sobre la profesión médica fue en gran parte promovido e impulsado por fondos de Rockefeller. Las escuelas de medicina las pusieron bajo el control del estado, tanto como la profesión médica. Se proscribieron los consultorios médicos no aprobados, y, se nos dice, el resultado ha sido un progreso asombroso.
Pero, ¿se ha debido el progreso al control del estado o al trabajo de la profesión médica? ¿Acaso la profesión misma no ha labrado su propio progreso? Claro, hay tantos charlatanes ahora como entonces, y tal vez más. El gobierno federal de los Estados Unidos de América calcula que más de dos mil millones de dólares se gastaron en 1966 en lo que algunas autoridades han calificado de charlatanería médica, aunque el término, significativamente, lo cubre todo desde fraudes hasta prácticas no oficiales y desaprobadas.
Es más, el peligro ahora es que a cualquier investigador médico cuya labor no consigue aprobación, no solo lo clasificarán como charlatán sino que puede tener serios problemas legales. Todavía más, la profesión médica estándar, aceptada, junto con las compañías que fabrican medicinas, han estado bajo ataques muy serios de parte del Congreso por negligencia seria. Diversas «drogas maravilla» usadas de manera experimental y puestas a la venta con pruebas inadecuadas han tenido consecuencias serias. Las revistas médicas también han hablado de serias sobredosis en los hospitales.
Aun concediendo la responsabilidad de los médicos al recetar imprudentemente, la realidad es que muchos pacientes, muy conscientes de los peligros de las nuevas drogas (y de drogas antiguas también), exigen que se las receten. Y, dadas todas las posibles salvaguardas legales, ¿cómo se puede esperar perfección en los médicos o en los pacientes? Siempre habrá algunos médicos y algunos pacientes necios.
Pero la cuestión es más profunda. Incluso conforme los controles del estado sobre la medicina han aumentado, al mismo tiempo han aumentado las acusaciones de negligencia médica, y los médicos de hoy están en peligro constante de pleitos judiciales. La destreza de los médicos y los cirujanos estadounidense nunca ha sido mejor, pero tampoco las quejas legales.
Esto señala un hecho curioso: el estado se ha apropiado del poder controlador básico de la profesión médica, pero el estado, en lugar de asumir la responsabilidad, ha aumentado la culpabilidad de los médicos. Una agencia federal aprueba una droga, pero el médico carga la culpa si hay reacciones adversas.
Cuando la ley del estado se adjudica una función positiva para proteger la salud y el bienestar general de su pueblo, no asume la responsabilidad. La gente queda absuelta de la responsabilidad, pero la profesión médica (o las firmas comerciales, dueños de propiedades, y otros similares) asumen la responsabilidad legal total. Los pasos hacia la responsabilidad total son graduales, pero son inevitables en una economía de beneficencia pública.
Los historiadores a menudo elogian el ejercicio de la medicina de la antigüedad pagana, y por lo común le acreditan mucho más mérito del que tenía. Al mismo tiempo, acusan al cristianismo de corromper y detener el progreso médico.
Pero la declinación de la medicina antigua empezó, según ellos mismos dicen, en el siglo III a.C. Entralgo ha señalado que, en realidad, el cristianismo rescató a la medicina de las presuposiciones estériles.
Pero, en el Egipto antiguo, en Babilonia y en otras partes, el médico estaba sujeto a responsabilidad total. Si el paciente perdía la vida, el médico perdía la suya. Incluso cuando no era culpa suya, el médico era responsable de manera total. Pero, incluso cuando era culpa del médico, ¿qué hacía al médico totalmente responsable?
El paciente, después de todo, había venido voluntariamente, y el médico no era un dios. O, ¿debía serlo? El trasfondo pagano europeo, así como también otras prácticas paganas, asociaban la medicina con los dioses. Al médico se le exigían prácticas ascéticas, así que gradualmente lo convirtieron en monje.
Esta influencia pagana, combinada con el neoplatonismo en los primeros siglos de la era cristiana, condujo al médico a ser ascético. Pickman anotó, con relación a los franceses, Evidentemente, atractivo del ascetismo ante el pueblo en esos días era menos por cuestiones de su efecto psicológico en el ascético mismo, que su efecto físico en aquellos a quienes ministraba. Fue el arma escogida del humanitarismo. Por eso pronto el médico que no se hacía monje perdía su profesión.
Solo poco a poco, con la cristianización de occidente, se fue abandonando este concepto pagano de la medicina, y, con eso, el concepto de responsabilidad que exigía que el médico fuera un dios o, de no serlo, que sufriera.
Los controles del estado sobre la profesión médica continuamente han restaurado el viejo concepto de responsabilidad, y los médicos se hallan excepcionalmente sujetos a pleitos judiciales. Se ha vuelto peligroso que un médico administre atención de emergencia junto a la carretera en un accidente debido a su proclividad a que lo demanden.
El día tal vez no esté muy distante, si la tendencia presente continúa, en que a los médicos se les juzgue por asesinato si el paciente muere. Hubo indicios de esto en la Unión Soviética en los días finales de Stalin.
Si la ley asume una función positiva, se debe a que se cree que las personas son un factor negativo, o sea, que sean incompetentes e infantiles. Entonces, en tal situación, a los hombres responsables se les penaliza con responsabilidad total. Si un delincuente, que por su delincuencia es un incompetente, entra en la casa de hombre, la ley lo protege en sus derechos, pero al ciudadano responsable y que obedece la ley se le puede acusar de asesinato si mata al invasor cuando su propia vida no corre peligro real, y no se agota todo otro recurso.
Un rufián puede meterse en la propiedad de un hombre, subir por la cerca o romper la puerta para hacerlo, pero si se rompe la pierna en un agujero destapado o zanja, el propietario es responsable por los daños.
Cuando la ley pierde su negatividad, cuando la ley asume una función positiva, protege a los delincuentes y a los necios, y penaliza a los hombres serios.
La responsabilidad y la obligación son hechos ineludibles: si uno las niega en un aspecto, no las elimina sino que más bien las transfiere a otra cosa. Si los alcohólicos y delincuentes no son personas responsables sino enfermos, alguien es culpable de enfermarlos. Por eso, el Dr. Richard R. Korn, profesor de la Escuela de Criminología de la Universidad de California en Berkeley, ha dicho que no se debe arrestar y encarcelar a las prostitutas, porque son «niñas pobres marginadas en busca de una vida mejor».
Si estas prostitutas son solo «niñas pobres marginadas en busca de una vida mejor», otros tienen la culpa de su suerte y no ellas, porque las intenciones de ellas eran buenas. Más de unos pocos están listos a nombrar a los culpables: la sociedad. Pero las prostitutas, sus proxenetas, y el bajo mundo son parte de nuestra sociedad en el sentido general, y es obvio que a ellos no se les está culpando. Es claro también que lo de sociedad culpable se refiere a personas responsables y triunfadoras. Bajo el comunismo, los cristianos y los capitalistas tienen la culpa de todos los males de la sociedad. Como culpables, hay que liquidarlos.
No es posible evadir la responsabilidad y la obligación: si se niega una doctrina bíblica de la responsabilidad, una doctrina pagana toma el lugar. Y si se reemplaza lo negativo de la ley bíblica con una ley que tiene una función positiva, ha tenido lugar una rebelión contra el cristianismo y la libertad. Un concepto negativo de la ley no solo es salvaguarda de la libertad sino de la vida misma.

2. EL JURAMENTO Y LA REBELIÓN

El tercer mandamiento tuvo en un tiempo la atención central de la iglesia y la sociedad; hoy, su importancia se ha desvanecido mucho para el hombre moderno.
Incluso en una obra como Digest of the Divine Law de Rand, no hay mención de él aparte de un listado del mismo en la tabla de diez, y una breve cita más adelante.
Montagu tiene una clasificación interesante de las varias formas de «jurar» según se entienden en inglés:
Maldición, a menudo usado como sinónimo de jurar, es una forma de juramento que se distingue por el hecho de que invoca o pide algún mal sobre algo o alguien.
Profanidad, en la que se expresan los nombres o atributos de las figuras u objetos de la religión. Blasfemia, a menudo identificada con maldecir e irreverencia, es el acto de vilipendiar o ridiculizar las figuras u objetos de veneración religiosa.
Obscenidad, forma de jurar que hace uso de palabras y frases indecentes.

VULGARIDAD, UNA FORMA DE JURAR QUE HACE USO DE PALABRAS GROSERAS.

Juramentos con eufemismos, una forma de jurar en la cual expresiones tenues, vagas o corruptas sustituyen las originales fuertes.
Esta clasificación, por supuesto, no es bíblica en su orientación.
Primero, hay solo una prohibición de jurar o maldecir en falso. Lo que se prohíbe es tomar el nombre del Señor en vano o «a la ligera» (NVI). No se prohíbe todo juramento o maldición.
Segundo, desde la perspectiva bíblica, todo juramento y maldición en falso es profano, y por consiguiente la profanidad no es una categoría aparte.
La palabra profano viene del latín pro, antes, fanum, templo, o sea, antes o fuera del templo; la profanidad es por consiguiente toda habla, acción y vida que está fuera de Dios. La profanidad, pues, incluye lenguaje soez, juramentos y maldiciones en falso, y también habla y acciones diplomáticas y corteses que se apartan de Dios y no reconocen su soberanía.
Tercero, solo una clase de maldición merecida no se permite. Al maldecir, un hombre invoca el juicio de Dios sobre el malhechor.
Pero, por perversos que pudieran ser, y por más que merezcan castigo, nadie puede maldecir a su padre o madre. Es más, «el que maldijere a su padre o a su madre, morirá» (Éx 21:17). Honrar a los padres es tan fundamental para una sociedad santa que ni siquiera en casos extremos puede el hijo o hija maldecir a uno de sus padres. Los hijos deben obedecer a sus padres. A los adultos se les exige que los honren; pueden, y a veces deben, discrepar con ellos, pero maldecirlos es violar un principio fundamental de orden y autoridad.
Cuarto, la blasfemia es más que tomar el nombre de Dios profanamente. Es lenguaje difamatorio, perverso, y rebelde dirigido contra Dios (Sal 74: 10-18; Is 52: 5; Ap 16: 9, 11, 21). Se castigaba con la muerte (Lv 24:16). A Nabot se le acusó falsamente de blasfemia (1a R 21: 10-13), así como también a Esteban (Hch 6: 11), y a Jesucristo (Mt 9:3; 26:65, 66; Jn 10:36).
«La blasfemia contra el Espíritu Santo consistía en atribuir los milagros de Cristo, que eran hechos por el Espíritu de Dios, al poder satánico (Mt 12: 22-32; Mr 3: 22-30)».
Para analizar ahora unos pocos hechos básicos respecto a los juramentos, se debe notar, primero, que el juramento prohibido esencial y necesariamente va ligado a la religión. Es profanidad, algo alejado de Dios y contra Dios. En donde va involucrado el nombre de Dios, representa, un uso ilícito y hostil del nombre de Dios, y un uso insincero por consiguiente. Muchos de los juramentos antiguos y modernos citados por Montagu son obscenidades antes que profanidades.
Este es un hecho significativo. A fin de apreciar su significación, revisemos unos pocos de los hechos centrales.
Primero, El pronunciamiento santo de un juramento es un acto religioso solemne e importante. El hombre se sitúa bajo Dios y en conformidad a su justicia para sujetarse a su palabra así como Dios cumple su palabra.
El juramento santo es una forma de hacer votos. Pero el juramento impío es una profanación deliberada del propósito del juramento o voto; es un uso a la ligera del mismo, un uso desdeñoso del mismo, una expresión de desprecio a Dios. Pero el juramento impío no solo es negativo u hostil; niega a Dios como lo supremo, pero debe posicionar a otro como supremo en lugar de Dios. Los juramentos santos toman su confirmación y fuerza de arriba; los juramentos impíos buscan abajo su poder.

ESTE CONCEPTO DEL «ABAJO» ES MANIQUEO HASTA LA MÉDULA, ES MATERIAL.

Cuando se niega la religión del Dios trino, la religión de la rebelión, las sectas del caos, toman su lugar. Se ve que la vitalidad, el poder y la fuerza les llegan de abajo; el lenguaje profano procura ser enérgico, y la energía es lo que está abajo.
Segundo, como ya es evidente, hay una progresión religiosa en la profanidad: pasa de un desafío a Dios a una invocación hasta del excremento y el sexo, y luego a formas pervertidas del sexo. Esta progresión religiosa es social y verbal. La sociedad soez invoca, no a Dios, sino al mundo de lo ilícito, lo obsceno y lo pervertido.
Lo que invoca en palabra también lo invoca en acción. La tendencia descendente de la sociedad es una búsqueda de energía renovada, el fogonazo de una nueva fuerza y vitalidad, y es una búsqueda perpetua de nuevas profanaciones.
Hay hombres blancos que van a prostitutas de color para «un cambio de suerte», para renovar su vitalidad y poder para prosperar por un tiempo. Al «descender», se recargan a fin de «subir». La profanidad verbal es un testimonio oral de una profanidad social. Conforme la profanidad verbal desciende, también lo hace la sociedad en sus acciones. Esto quiere decir, por consiguiente, que,
Tercero, la profanidad es un barómetro. Es indicativo de la rebelión en proceso. Es un índice de la deterioración y degeneración social. La significación psicológica de la profanidad no se pierde en una era revolucionaria; se defiende la profanidad con fervor evangélico.
No debe sorprender a nadie que un diccionario de argot y profanidad se promovió ampliamente como obra invaluable de referencia entre las bibliotecas de secundarias a principios de la década de 1960.
La verdadera educación incluye, para un mundo profano, una integración descendente al vacío, para usar la frase apta de Cornelio Van Til. En las escuelas se prohíbe el conocimiento de Dios, pero se promueve el conocimiento de la profanidad. Se invita y anima la rebelión en una sociedad que busca una integración descendente, y la profanidad es un índice, un barómetro, de esta integración revolucionaria descendente.
Cuarto, podemos ahora reconocer por qué, en palabras de Montagu, «la formas antiguas de juramentos a menudo se consideraban subversivas a las instituciones sociales y religiosas». Todavía lo son. Todo juramento es religioso, y los juramentos falsos representan un impulso subversivo en la sociedad.
El interesante estudio de Montagu también es una obra religiosa; halla salud en tal profanidad, y debemos recordar que salud y salvación (latín salus, salve, salud) son las mismas palabras. El genio y escolaridad de su estudio sirve solo para elevar su propósito religioso; jurar es una expresión social saludable. Pero cuando se trata de un conocimiento de sus motivos para desear esta salud, o por qué constituye salud, guarda silencio.

EL MANDAMIENTO DECLARA: NO TOMARÁS EN NOMBRE DE JEHOVÁ TU DIOS EN VANO.

Positivamente, esto quiere decir: Tomarás el nombre de Jehová tu Dios en justicia y verdad. Negativamente, también significa: No tomarás el nombre de otros dioses o poderes. En cada caso, las implicaciones son de largo alcance.

3. EL JURAMENTO Y LA SOCIEDAD

El tercero y el noveno mandamiento están estrechamente relacionados. El tercero declara: «No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano» (Éx 20: 7). El noveno dice: «No hablarás contra tu prójimo falso testimonio» (Éx 20: 16). Ambos mandamientos tienen que ver con el habla; el uno hace referencia a Dios, el otro al hombre. Es más, Ingram tiene razón al ver la referencia legal en ambos. El tercero es «una prohibición contra el perjurio, la herejía y la mentira». 7 Ya hemos visto la implicación de los juramentos como obscenidad.
La ley cubre esto y más. Pero la esencia del tercer mandamiento está en su naturaleza como base de un sistema legal. Citando a Ingram de nuevo, «el cimiento de todo procedimiento legal que involucra a las llamadas disputas civiles está claramente en el tercer mandamiento, y sin duda lleva su importancia al ámbito del derecho penal». El juramento del cargo, la confiabilidad de los testigos, la estabilidad de una sociedad en términos de un respeto común por la verdad, la fidelidad del clero a sus votos de ordenación, de las esposas y esposos a sus votos matrimoniales, y mucho más pende de la santidad del juramento o voto.
En donde no hay respeto por la verdad, cuando los hombres pueden hacer votos y juramentos sin intención de acatar sus términos, brota la anarquía y la degeneración social. Donde no hay temor de Dios, la santidad de los juramentos y votos desaparece, y los hombres cambian los cimientos de la sociedad de la verdad a la mentira.
Es significativo que los juicios por perjurio hoy ya casi ni se oyen, aunque el perjurio es rutina diaria en las cortes. Pero, como Ingram destacó, la ley de Dios dice bien claro en el tercer mandamiento que, «sea lo que sea que el hombre pueda ser respecto a esto, Dios no considera sin culpa al que toma su nombre en vano».
El juramento en la toma de posesión del presidente, y todo otro juramento de toma de posesión en los Estados Unidos, en el pasado se consideraba bajo el tercer mandamiento y, de hecho, invocándolo. Al prestar juramento, el hombre prometía cumplir su palabra y sus obligaciones así como Dios es fiel a la suya. Si no lo cumplía, según su juramento el funcionario público se buscaba el castigo divino y la maldición de la ley. Aunque de todos modos los funcionarios corruptos no faltaron, es claro que una gran medida de verdadera responsabilidad política estaba en evidencia.
Los hombres santos tomaban los juramentos en serio. George Washington, cuya creencia en el diezmo obligatorio se ya se mencionó, estaba bien convencido del significado del juramento. En su discurso de despedida expresó su consternación ante el escepticismo, el agnosticismo, el deísmo y el ateísmo que se infiltraban de Francia y de la Revolución Francesa.
La incredulidad, según veía, infligió gran daño. Entre otras cosas, al destruir la fe en el juramento, la incredulidad socava la seguridad de la sociedad. Declaró:
De todas las disposiciones y hábitos que conducen a la prosperidad política, la religión y la moralidad son respaldos indispensables. En vano el hombre rendirá tributo al patriotismo si subvierte estos grandes pilares de la felicidad humana, estos puntales de lo más firmes de los deberes de los hombres y ciudadanos. El político, igual que el hombre santo, debe respetarlos y atesorarlos.
Un libro no podría trazar todas sus conexiones con la felicidad pública y privada. Preguntémonos: ¿dónde está la seguridad de la propiedad, de la reputación, de la vida, si el sentido de obligación religiosa abandona los juramentos, que son instrumentos de investigación en las cortes de justicia?
Y con cautela demos paso a la presuposición de que se pueda mantener la moralidad sin la religión. No importa lo que se pueda conceder a la influencia de la educación refinada en mentes de estructura peculiar, la razón y la experiencia nos prohíben esperar que la moralidad nacional pueda prevalecer a exclusión del principio religioso.
Menospreciar, ultrajar o profanar el juramento es por consiguiente una ofensa que niega la validez de toda ley y orden, de todas las cortes y cargos, y es un acto de anarquía y rebelión. A la luz de esto, podemos entender mejor Levítico 24: 10-16, el incidente de blasfemia y la sentencia de muerte que se le aplicó.

LA PARTE OFENSORA EN ESTE CASO ERA MEDIO DANITA Y MEDIO EGIPCIA.

El texto hebreo da por sentado un conocimiento que desde entonces en su gran parte se ha olvidado. La versión caldea antigua lo parafrasea como sigue: Y mientras los israelitas habitaban en el desierto, él trató de poner su tienda en medio de la tribu de los hijos de Dan; pero ellos no se lo permitieron, porque, según el orden de Israel, todo hombre, según su orden, moraba con su familia bajo el estandarte de la casa de su padre.
Trataron por todos los medios en el campamento. De aquí el hijo de la mujer israelita y el hombre de Israel que era de la tribu de Dan fueron a la casa de juicio.
El juicio fue contra el que era medio danita y medio egipcio, y al declarar «blasfemó el Nombre, y maldijo» (Lv 24:11). Negó la estructura entera de la sociedad y ley israelita, el mismo principio de orden. Como resultado, se le aplicó la sentencia de muerte por blasfemia. Su ofensa fue en efecto que afirmaba la rebelión total, la secesión absoluta de toda sociedad que le negaba sus deseos.
Ninguna sociedad puede existir si permite tal rebelión. La ley de Dios en este caso es de particular importancia: «Cualquiera que maldijere a su Dios, llevará su iniquidad.
Y el que blasfemare el nombre de Jehová, ha de ser muerto; toda la congregación lo apedreará; así el extranjero como el natural, si blasfemare el Nombre, que muera» (Lv 24: 15, 16). A cualquier gentil que menospreciara o violara el juramento de su religión se le aplicaban las leyes de su religión, y cualquier castigo que su ley impusiera por tal blasfemia o maldición, porque menospreciar el juramento de la fe de uno es maldecir a su dios. Ginsberg resumió la ley aquí muy aptamente:
Si un gentil maldice al dios en quien todavía profesa creer, llevará su pecado; debe sufrir el castigo por su pecado de manos de sus correligionarios, cuyos sentimientos ha ofendido. Los israelitas no deben interferir para salvarle de las consecuencias de su culpa; porque el gentil que envilece al dios en el que cree no se le puede confiar en otros respetos, y pone un mal ejemplo para otros, que pueden ser llevados a imitar su conducta.
Hay un punto de suma importancia en esta legislación que exige atención en particular. Primero, debemos notar que la mente moderna ve algo supuestamente «bueno» en todas las religiones, mientras que las niega en favor de la mente autónoma del hombre. Para negar el cristianismo y su verdad excluyente, la mente moderna profesa hallar verdad en todas las religiones. La Biblia, sin embargo, no tiene tal tolerancia por una mentira.
El salmista resumió el asunto: «Todos los dioses de los pueblos son ídolos; pero Jehová hizo los cielos» (Sal 96: 5). Sin rodeos, la Biblia condena a todas las demás religiones. La mente moderna, en tanto que totalmente religiosa, no es institucionalmente religiosa, y así puede ofrecer tolerancia desdeñosa a todas las religiones. Pero la mente moderna es religiosa políticamente; es decir, considera el orden político como su orden último y religioso, y esto lleva a una segunda observación:
la intolerancia política es básica para la mente moderna, y niega la validez de todo otro orden que no sea su estado soñado, y de toda ley y orden ajenos a sus caprichos y a su voluntad, porque tiene todos esos órdenes como mentiras de temer. La Biblia, por otro lado, extiende una tolerancia limitada a los otros órdenes sociales. El único `verdadero se halla en la ley bíblica.
Toda ley es religiosa por naturaleza, y todo orden-ley que no es bíblico representa una religión anticristiana. Pero la clave para remediar la situación no es una rebelión, ni ningún tipo de resistencia que trate de subvertir la ley y el orden. El Nuevo Testamento abunda en advertencias contra la desobediencia y en llamados a la paz.
La clave es la regeneración, la propagación del evangelio, y la conversión de los hombres y naciones al orden-ley de Dios. Mientras tanto, el orden-ley existente se debe respetar, y los órdenes-leyes vecinos se deben respetar en todo lo que sea posible sin contravención de la propia fe de uno.
El orden-ley pagano representa la fe y religión del pueblo; es mejor que la anarquía, y en efecto provee una estructura de vida que les dio el Señor bajo la cual se puede promover la obra de Dios. La perspectiva moderna conduce a la intolerancia revolucionaria; bien sea de un orden mundial en términos de un sueño, o de una «guerra perpetua por la paz perpetua».
Se consideraba con tanta seriedad el abuso del juramento, que el que una persona presenciara un juramento, o que un juramento para hacer el mal se pronunciara en alguna parte, y no hiciera nada, requería una ofrenda de expiación de la transgresión (Lv 5: 1-7).
Proverbios 29: 24, dice: «El cómplice del ladrón aborrece su propia alma; Pues oye la imprecación [pronunciada por el ladrón] y no dice nada». Delitzsch comentaba:
El juramento es, según Lv 5:1, el del juez que juramenta por Dios al cómplice del ladrón para que diga la verdad; pero este la esconde, y carga su alma con un delito digno de muerte, porque de ocultador se vuelve además perjuro.
Más serio que robar, o incluso asesinar, es jurar en falso. El ladrón le roba a un solo hombre, y el asesino le quita la vida a un solo hombre, o tal vez a un grupo de hombres, pero un juramento en falso es un ataque a la vida de una sociedad entera.
La poca seriedad con que se toma es un buen barómetro de la degeneración social. El aborrecimiento santo de jurar en falso se refleja con claridad en el Salmo 109:17-19. En Mateo 5:33-37, Cristo prohibió el uso trivial de un juramento, y sus palabras tienen una referencia parcial a Números 30: 7.
El juramento en falso ya estaba prohibido en la ley; Cristo dejó en claro que del juramento o voto no se debía usar en cuestiones personales, excepto en ocasiones serias en que el uso legítimo de la ley lo permitiera. El recurso barato de jurar para apuntalar la palabra de uno, por verdad que fuera, estaba prohibido.
La comunicación del hombre santo es «sí, sí», y «no, no»; es honrada y directa (Mt 5: 37). El varón de Dios jura o testifica con honradez aun en daño propio, y no cambia su testimonio según convenga a sus intereses (Sal 15:7). Estando bajo Dios, la palabra del hombre santo en cierto sentido está siempre bajo juramento.
Como Ingram ha observado: «Es significativo que bajo algunos sistemas cristianos europeos, una violación voluntaria de un voto promisorio se trata como perjurio».
Ingram muy correctamente ha recalcado la relación de la herejía con este mandamiento.
Los miembros y clérigos que niegan sus votos bautismales y de ordenación para sostener herejías están violando sus votos. Es más, el hereje, «en todo el horror del orgullo colérico declara: “Tengo derecho a estar equivocado”».
Hoy, en muchos países y en algunos estados de Estados Unidos, se elimina el nombre de Dios en los juramentos de cargo y la jura de testigos. Esto quiere decir que, cuando se juramenta a un hombre para un cargo, no se obliga ante Dios a cumplir los requisitos constitucionales del cargo o de la ley; el hombre jura solemnemente por sí mismo; si le parece bien alterar la ley, si considera superiores sus ideas, puede dar pasos para circunvalar la ley.
Los principales cambios en la constitución estadounidense han ocurrido en un período de tiempo cuando no se han hecho cambios fundamentales a la Constitución de los Estados Unidos. Eso se debe a que la letra y el espíritu de la ley ahora tienen escaso significado ante de la voluntad política de hombres y partidos.
Si a un testigo se le pide que jure decir toda la verdad y nada más que la verdad sin ninguna referencia a Dios, la verdad se puede redefinir, y comúnmente se redefine, en términos del testigo. El juramento en el nombre de Dios es el «reconocimiento legal de Dios» como la fuente de todas las cosas y la única base verdadera de todo ser. Sitúa al estado bajo Dios y bajo su ley.
El que se elimine a Dios de los juramentos, y el uso ligero e insincero de juramentos, son una declaración de independencia de Él, y es guerra contra Dios en el nombre de los nuevos dioses, el hombre apóstata y su estado totalitario.
El juramento estadounidense moderno, que omite toda referencia a Dios, está en el contexto de una filosofía pragmática, una fe que se enseña en las escuelas y la defienden los gobiernos estatales y federal. La verdad en términos de pragmatismo es lo que sirve. La consecuencia puede ser solo anarquía revolucionaria. No solo quiere decir guerra contra Dios, sino guerra de todo hombre contra su prójimo.

4. LOS JURAMENTOS Y LA ADORACIÓN

Calvino en un análisis perceptivo del tercer mandamiento, llamó la atención a la relación de los juramentos con la adoración. Observó que Pronto veremos que jurar por el nombre de Dios es una especie o parte de la adoración religiosa, y esto también se manifiesta en las palabras de Isaías (45: 23), porque cuando predice que todas las naciones se consagrarán a la religión pura, dijo: «Vivo yo, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla, Y toda lengua confesará a Dios».
El versículo citado, Isaías 45:23, dice en forma completa: «Por mí mismo hice juramento, de mi boca salió palabra en justicia, y no será revocada: Que a mí se doblará toda rodilla, y jurará toda lengua». Dios declara que la historia culminará en una adoración universal a Él, y el juramento santo como el cimiento de toda sociedad.
El comentario de Alexander destacó el significado con toda claridad: El arrodillarse y jurar en la última cláusula son actos de homenaje, lealtad o apego que por lo general van juntos (1a R 19:18), e incluyen un reconocimiento solemne de la soberanía de aquel a quién se le rendía.
Este texto lo aplica dos veces Pablo a Cristo (Ro 14: 11; Fil 2: 10), en prueba de su soberanía de realeza y judicial. No necesariamente predice que todos se convertirán a él, puesto que los términos son como para incluir una sumisión tanto voluntaria como obligatoria, y en una de estas maneras todos, sin excepción, le reconocerán como el legítimo soberano.
La interpretación de Alexander restaura la perspectiva básica de la ley: Dios es el Señor absoluto, soberano, y rey de todos, el único Creador, sustentador y Salvador del hombre. Adorarle en verdad requiere una sumisión total a Él no solo respecto a la salvación sino también con respecto a todo lo demás. Solo Dios es señor de la iglesia, estado, escuela, hogar y toda esfera y aspecto de la creación entera.
Así que, como Calvino notó, jurar por el nombre de Dios es en verdad «una especie o parte de la adoración religiosa».
Comentando más sobre el significado de tomar el nombre del Señor en vano, Calvino notó:
Es tonto e infantil restringir esto al nombre de Jehová, como si la majestad de Dios estuviera confinada a letras o sílabas; pero, visto que su esencia es invisible, su nombre se pone ante nosotros como una imagen, en la medida en que Dios se manifiesta a nosotros, y nos hace conocerlo definitivamente mediante sus características, tal como los hombres lo hacen con su nombre.
Sobre esta base Cristo enseña que el nombre de Dios lo abarcan los cielos, la tierra, el templo, el altar (Mt 5:34), porque su gloria es conspicua en ellos.
Por lo tanto, el nombre de Dios se profana siempre que se hace alguna detracción de su sabiduría suprema, poder infinito, justicia, verdad, clemencia y rectitud. Si se prefiere una definición más breve, digamos que su nombre es lo que Pablo llama «lo que de Dios se conoce» (Ro 1: 19).
En nombre del Señor se toma así en vano cuandoquiera y dondequiera el hombre trata con ligereza y de manera profana el hecho de que la soberanía de Dios sustenta toda la realidad. El hombre no se atreve a tomar con ligereza la soberanía de Dios ni la obligación del hombre de decir la verdad en todo momento en toda esfera normal de la vida.

LA ESTRECHA RELACIÓN DE ESTE MANDAMIENTO CON EL NOVENO ES BIEN EVIDENTE.

Calvino observó:
Dios de nuevo condena el perjurio en el quinto mandamiento de la segunda tabla, a saber, en tanto que ofende y viola la caridad al hacer daño a nuestros próximos. El objetivo y objeto de este mandamiento es diferente, o sea, que el honor debido a Dios sea sin contaminación, que solo hablemos con él de manera religiosa, que la veneración apropiada de él se mantenga entre nosotros.
Si el juramento y la adoración están tan estrechamente relacionados, y si el uso trivial y falso del «nombre» del Señor, su sabiduría, poder, justicia, verdad, misericordia y justicia constituye blasfemia, debemos decir que la mayor parte de la predicación de nuestros días es completamente blasfema, porque o niega la fe por un lado o la reduce a dimensiones triviales por el otro. Mucha de la predicación tal vez sea piadosa en intención pero blasfema en ejecución.
Cuando el hombre cayó, cuando se aplicó la maldición sobre la humanidad, fue porque había sucumbido a la tentación satánica de ser su propio Dios (Gn 3:5).
El hombre se separó de Dios y del nombre de Dios, para definir la realidad en términos del hombre y en el nombre del hombre. Cuando los hombres empezaron de nuevo a invocar el nombre del Señor (Gn 4: 26), los hombres miraron a Dios como Señor y Creador y también como Salvador.
Tomaron el nombre del Señor, no en vano, sino en verdad; reconocieron a Dios como su único Salvador, legislador y esperanza. El grado en que invocaron en verdad el nombre del Señor, el grado en que pusieron toda su vida bajo el dominio de Dios, fue el grado en que estaban fuera de debajo de la maldición y bajo la bendición.
Tomar el nombre del Señor en verdad quiere decir basar nuestras vidas y acciones, nuestros pensamientos y posesiones, y toda esfera y ley de la vida firme y completamente en Dios y en su palabra ley.
Tomar el nombre del Señor en vano en realidad es negar al único Dios verdadero; es profesión vacía de Él cuando nuestra vida y acciones (y a menudo todo pensamiento, posesión y toda esfera y ley) son ajenas a Dios y de forma blasfema atribuidas a nosotros mismos.
Por eso, como Oehler observó: «El perjurio no tiene que ver solo con el transgresor, sino con toda su raza». Mueve al hombre y a su sociedad del mundo de la bendición al mundo de la maldición.
El juramento verdadero es por tanto adoración verdadera; da a Dios la gloria debida a su nombre.
Solo cuando empezamos a comprender la relación del juramento con los cimientos de la sociedad, con la rebelión y con la religión podemos empezar a entender el antiguo horror de la blasfemia. El horror que expresó el sumo sacerdote cuando acusó a Jesús de blasfemia por lo que había dicho (Mt 26: 65) tal vez haya sido hipócrita, pero reflejaba de todas maneras la consternación que los hombres solían sentir.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, esta consternación todavía se sentía en Japón; cuando se pronunciaba una blasfemia con respecto al sintoísmo, era una ofensa civil muy seria. Con mucha justicia los japoneses lo consideraban traición, rebelión y anarquía.
Debido a que el sentido de la blasfemia y la consternación que producía han desaparecido, ahora hay un cambiante concepto de la traición. Es interesante examinar el concepto de la traición. Rebeca West ha dado un sumario muy apto del concepto histórico:
Según la tradición y a la lógica, el estado da protección a todos los hombres dentro de sus confines, y a cambio exige obediencia a sus leyes; y el proceso es recíproco. Cuando los hombres dentro de los confines del estado son obedientes a sus leyes tienen el derecho de demandar su protección.
Es una máxima de la ley, citada por Coke en el siglo XVI, de que «la protección atrae lealtad, y la lealtad atrae protección» (protectio trahit subjectionem, et subjectio protectionem). Se estableció en 1608, con referencia al caso de Sherley, un francés que había ido a Inglaterra y se había unido a una conspiración contra el rey y la reina, que tal hombre «le debía al rey obediencia, es decir, en tanto que estuviera bajo la protección del rey».
Pero en una época en que los hombres niegan a Dios y su soberanía, el mundo se debate entre dos demandantes conflictivos de la autoridad de Dios: el estado totalitario por un lado, y el individuo totalitario y anarquista por el otro. El estado totalitario no permite disensión, y el individuo anarquista no admite lealtad fuera de sí mismo.
Cuando todo el mundo es negro, no es posible un concepto de negro, puesto que no existe diferenciación. Si todo es negro, no hay principio de definición o descripción que quede. Cuando todo el mundo blasfema, no es posible una definición de la blasfemia; todo es lo mismo. Conforme el mundo se mueve hacia la blasfemia total, su capacidad de definir y reconocer disminuye. De aquí la necesidad y lo saludable del castigo, que, como catarsis, le restaura perspectiva y definición al mundo.
La premisa básica de la ley y de la sociedad hoy es el relativismo. El relativismo reduce todo a un color común, a un gris común. Como resultado, ya no hay ninguna definición de traición o delito. El delincuente está protegido por la ley, porque la ley no conoce delincuente, puesto que la ley moderna niega ese absoluto de justicia que define el bien y el mal.
Lo que no se puede definir no se puede delimitar ni proteger. Una definición es una cerca y una protección alrededor de un objeto; lo separa de todo lo demás y protege su identidad. Una ley absoluta establecida por el Dios absoluto separa el bien y el mal, y protege el bien. Cuando se niega esa ley, y se establece el relativismo, ya no existe ningún principio válido de diferenciación e identificación. ¿Qué necesita protección de quién, cuando todo el mundo es igual y lo mismo?
Cuando todo el mundo es agua, no hay orilla que guardar. Cuando toda la realidad es muerte, no hay vida que proteger. Debido a que los jueces cada vez son más incapaces de definir los casos debido a su relativismo, cada vez son más incapaces de proteger al justo y al que acata la ley en un mundo en donde el delito no se puede definir como se debiera.
Para Emile Durkheim, el delincuente puede ser y a menudo es un pionero evolucionista, que traza el rumbo de la sociedad. En términos de la sociología relativista de Durkheim, el delincuente puede ser más valioso que el ciudadano que acata la ley, cuyos intereses son conservadores o reaccionarios.
La sociedad relativista en verdad es una «sociedad abierta», abierta a todo mal y a nada de bien. Puesto que la sociedad relativista está más allá del bien y del mal por definición, no puede ofrecer a sus ciudadanos ninguna protección del mal.
Más bien, una sociedad relativista procurará proteger a su gente de los que tratan de restaurar una definición del bien y del mal en términos de las Escrituras.
Cuando el presidente de la Corte Suprema Frederick Moore Vinson de los Estados Unidos afirmó después de la Segunda Guerra Mundial que «nada es más cierto en la sociedad moderna que el principio de que no hay absolutos», dejó en claro que, ante la ley, el único mal de corte claro es afianzarse en términos de la ley absoluta de Dios. «El principio de que no hay absolutos», entronizado como ley, quiere decir guerra contra los absolutos bíblicos.
Quiere decir que el estandarte de la ley es el estándar del Siglo de las Luces, Ecrasez L’infame, «La vergüenza e infamia del cristianismo», se debe eliminar. En relación con esto Voltaire recibió con brazos abiertos el afectuoso saludo de Diderot que le describía cómo su «Anticristo sublime, honorable y querido». Si Voltaire no hubiera tenido como su principio el que «todo hombre sensible, todo hombre honorable, debe horrorizarse de la secta cristiana», Voltaire solo hablaba; la corte moderna actúa sobre esta fe.
La conclusión de tal curso solo puede ser el reino del terror magnificado. Podemos solo decir con el observador hebreo de la antigüedad: «Los que temen al Señor tienen el corazón bien dispuesto y se humillan delante de él: “Abandonémonos en las manos del Señor y no en las manos de los hombres, porque así como es su grandeza es también su misericordia”» (Eclesiástico 2:17, 18).

5. EL JURAMENTO Y LA AUTORIDAD

Una ley que ya se ha citado merece particular atención: Éxodo 21: 17: «Igualmente el que maldijere a su padre o a su madre, morirá». Este enunciado es uno de tres en Éxodo 21:15-17, que sigue al requisito de Éxodo 21: 12-14 de pena de muerte para el asesino. Así quedan eslabonados en un sentido con el asesinato.
Primero, «el que hiriere a su padre o a su madre, morirá» (Éx 21: 15). Segundo, «Asimismo el que robare una persona y la vendiere, o si fuere hallada en sus manos, morirá» (Éx 21: 16). El secuestro y la esclavitud se castigan con la muerte.
La ley bíblica reconoce la esclavitud voluntaria, porque hay hombres que prefieren la seguridad a la libertad, pero prohíbe estrictamente la servidumbre involuntaria excepto como castigo. Tercero, la ley contra maldecir a los padres, ya citada, también se cita como equivalente a asesinato. El comentario de Rawlinson va al punto:
Con el homicidio se conjugan algunas otras ofensas, consideradas de carácter vil, y penado con la muerte: a saber, (1) golpear a un padre; (2) secuestrar; y (3) maldecir a un padre.
El que estos crímenes sigan de inmediato al asesinato, y que se castigue con la misma pena, demuestra el aborrecimiento de Dios de ellos. Se ve al padre como representante de Dios, y golpearlo es insultar a Dios en su persona.
Maldecirlo implica, si es posible, una falta de reverencia mayor; y, puesto que las maldiciones pueden ser efectivas solo como apelación a Dios, es un intento de poner a Dios de nuestro lado contra su representante. El secuestro es un delito contra la persona solo un ápice menor que el asesinato, puesto que priva al hombre de lo que le da a la vida su principal valor: la libertad.
Hay leyes afines en otras culturas antiguas. Por ejemplo, la antigua ley babilónica declaraba: «Si un hijo golpea a su padre, se le cortará la mano». La autoridad de la sociedad misma estaba en peligro en cualquier ataque a la autoridad paterna o a cualquier otra autoridad. Éxodo 21:15, 17 fue impuesto muy temprano en la ley de Massachusetts; no hay ningún registro de alguna pena de muerte, pero varios casos antes de 1650 registran varias flagelaciones infligidas por las cortes sobre hijos rebeldes, y sobre hijos que golpearon a un padre.

EL JURAMENTO O MALDICIÓN Y LA RESISTENCIA FÍSICA SON ASUNTOS IMPORTANTES.

El juramento o maldición es una apelación a Dios para que esté de nuestro lado por la justicia y contra el mal. De manera similar, la resistencia física, sea en forma de guerra o resistencia personal al ataque asesino, o los intentos de hombres malos de vencernos, es una posición santa y de ninguna manera errada.
En un mundo malo, tal resistencia a menudo es necesaria; es una necesidad desagradable y horrible, pero no un mal. David podía agradecer a Dios por enseñarle a hacer la guerra con éxito (2 S 22:35; Sal 18:34; 144:1). En un mundo malo, Dios requiere que los hombres se afiancen en términos de su palabra y ley.
En este punto, muchos citarán Mateo 5:39: «No resistáis al que es malo». El punto que Cristo hace en este pasaje (Mt 5:38-42) tiene referencia a la resistencia a un poder extranjero que gobierna la tierra, que puede «obligar» al hombre mediante una conscripción forzosa a servir a las fuerzas imperiales romanas por una milla o más, apoderarse de la propiedad, obligar a pagar préstamos, y generalmente confiscar propiedad, dinero y trabajo para sus necesidades.
En tal caso, la resistencia es fútil y errada, y la cooperación, yendo la segunda milla, produce mejores resultados. El comentario de Ellicot sobre Mateo 5:41 es pertinente: La palabra griega implica la compulsión especial del servicio forzoso como correo o mensajero del gobierno, y fue importado del sistema postal persa y organizado sobre el plan de emplear hombres conscriptos para llevar despachos del gobierno de estación a estación (Herod. 8: 98). El uso de la ilustración aquí parecería implicar la adopción del mismo sistema de parte del gobierno romano bajo el imperio. Los soldados romanos y sus caballos los guardaban en propiedades de judíos. Otros eran obligados a servicio de duración más larga o más breve.

LAS PALABRAS DE CRISTO FUERON PUES UNA ADVERTENCIA CONTRA LA RESISTENCIA REVOLUCIONARIA.

Su advertencia la repitió San Pablo en Romanos 13: 1, 2, con la advertencia de que la resistencia a la autoridad debidamente constituida es resistencia a lo ordenado por Dios. Al mismo tiempo, debemos notar que «Pedro y los demás apóstoles», cuando las autoridades les prohibieron predicar, declararon: «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5: 29).
No hay discrepancia entre estas posiciones. El respeto a las autoridades debidamente constituidas se requiere como deber religioso y también como norma práctica. El mundo no se mejora con la desobediencia y la anarquía; los malos no pueden producir una sociedad buena. La clave para la renovación social es la regeneración del individuo.
Hay que obedecer a todas las autoridades (padres, esposos, amos, gobernantes, pastores), siempre sujetos a la obediencia previa a Dios.
Toda obediencia está bajo Dios, porque su palabra lo requiere. Por consiguiente, primero, el pueblo del pacto no puede violar ninguna autoridad debida sin tomar en nombre del Señor en vano. La desobediencia en cualquier nivel constituye desobediencia a Dios. Segundo, golpear a un padre, o atacar a un agente de policía, o cualquier autoridad debida, es golpear a la autoridad de Dios también y usar el derecho de defensa propia para agredir a la autoridad.
Tercero, maldecir a los padres de uno es intentar poner a Dios del lado de la rebelión contra la autoridad central de Dios, el padre, y la institución central de Dios, la familia. En el asesinato, el hombre ataca y quita la vida de un individuo, o de varios individuos. En todo ataque anárquico contra la autoridad, el atacante ataca la vida de una sociedad entera y la autoridad misma de Dios.
La excusa de tal asalto es la conciencia. La autoridad autónoma y absoluta de la conciencia se ha afirmado progresivamente desde el Siglo de las Luces, y especialmente con el surgimiento del romanticismo. En los Estados Unidos de América, el nombre de Thoreau viene más rápidamente a la mente como ejemplo del anarquismo romántico. Conciencia quiere decir responsabilidad con referencia al bien y al mal; conciencia implica condición de criatura y sujeción.
La conciencia debe estar bajo autoridad, o deja de ser conciencia y se convierte en un dios. El deseo humanístico de vivir más allá del bien del mal es en realidad un deseo de vivir más allá de la responsabilidad y más allá de la conciencia.

BAJO LA FACHADA DE LA CONCIENCIA, SE LANZA UN ATAQUE CONTRA LA CONCIENCIA Y LA AUTORIDAD.

La apelación de los revolucionarios anarquistas a la conciencia es una mentira y un fraude. La conciencia en la filosofía y el estado de ánimo modernos no son más que nuestros deseos, entronizados como ley. Por eso, James Joyce, en Retrato del artista adolescente, hace que Stephen Dedalus diga: «¡Bienvenida, oh vida!
Salgo para encontrar por millonésima vez la realidad de la experiencia y forjar en el yunque de mi alma la conciencia increada de mi raza». Para los que están bajo la influencia de Freud, la conciencia, o superego, no es más que las autoridades externas, padres, religión, estado y escuela internalizados. El superego es el sucesor y representante de los padres y otras autoridades; para Freud, el superego es el enemigo del id, el principio de placer y voluntad para vivir, y por consiguiente hay que domarlo. No se puede escapar del id y del ego, pero el superego, como un
producto social inmediato, se puede domar en su poder sobre el hombre.
A pesar de las variaciones, el concepto de Freud de la conciencia es el concepto del hombre moderno. La conciencia no tiene posición en el pensamiento moderno, y en realidad está desacreditada, excepto cuando es útil como una apelación contra la ley. La conciencia del hombre autónomo es una rebelión estudiada contra la conciencia y las autoridades, símbolos de opresión y tiranía.
La verdadera conciencia está bajo autoridad, autoridad santa. La verdadera conciencia es gobernada por las Escrituras; no se levanta como árbitro por sobre Dios y su palabra, ni como la voz de Dios y ella misma como revelación especial. La conciencia verdadera se sujeta a la autoridad de Dios; está en todo momento bajo Dios, y nunca es dios ni señor. En 1788, el Sínodo Presbiteriano de Nueva York y Filadelfia declaró, en sus «Principios preliminares» a «La forma de gobierno», que «Dios es el único Señor de la conciencia; y la ha dejado libre de doctrina y mandamientos de hombres, que son en todo contrarios a su palabra, o aparte de ella en asuntos de fe y adoración».
La declaración entonces defendía el derecho al criterio propio. El propósito era libertar al hombre de las demandas arbitrarias del estado y de los hombres en términos de la autoridad absoluta de Dios sobre la conciencia. El concepto humanístico de la conciencia, al negar el señorío de Dios, hace ineludible la tiranía de los hombres. La filosofía humanística hace de la conciencia de todo hombre un señor absoluto; los estudiantes amotinados de la década de 1960 y 1970, los revolucionarios anarquistas, los que protestan por los «derechos civiles», apelan al derecho a la «conciencia» para destruir la ley y el orden y derrocar a la sociedad.
La pena de muerte de Éxodo 21:15, 17 deja en claro que ningún mal se puede convertir en excusa para más mal. La familia, como orden-ley central de Dios, aun cuando los padres sean de lo más malos, el hijo no la puede atacar. Al hijo no se le pide que obedezca a sus padres haciendo el mal; al hijo no se le pide que llame bien al mal. Pero se debe dar honor al que se le debe honor (Ro 13: 7), y honor se les debe a los padres.
Esto quiere decir que, que si bien el hombre debe promover la justicia, hay un límite al alcance de su derecho a hacer guerra contra el mal. La Escritura enfatiza que la venganza le pertenece a Dios (Dt 32: 35; Sal 94: 1; He 10: 30; Ro 12: 19).
San Pablo indica con claridad: «Queridos amigos, no traten de vengarse de alguien, sino esperen a que Dios lo castigue, porque así está escrito: “Yo soy el que castiga, les daré el pago que merecen”, dice el Señor» (Ro 12: 19,).
Existen dos formas legítimas de venganza santa: Primero, la justicia absoluta y perfecta de Dios final y totalmente administra justicia perfecta. La historia culmina en el triunfo de Cristo, y la eternidad resuelve todos los pleitos. Segundo, las autoridades ordenadas por Dios (padres, pastores, autoridades civiles y otros) tienen el deber de aplicar la justicia y venganza de Dios.
Como pecadores que son, nunca pueden hacer esto de manera perfecta, pero la justicia imperfecta puede ser con todo justicia. A un día nublado no se le puede llamar medianoche; la justicia imperfecta no es injusticia.
Un hombre santo no espera justicia perfecta y vindicación, y, a veces, reconoce que no puede esperarla de todos los hombres. La Biblia nos da ejemplos de venganza, de corrección de antiguos males, pero no ocurrió eso en el caso de José en cuanto a Potifar. José había ido a la cárcel por intento de violación; lo sacaron de la cárcel y le dieron gran. Su pasado fue inmaterial para el faraón.
Sin duda, hasta el mismo día de la muerte de José, críticos crueles murmuraban a sus espaldas que José era un ex convicto, convicto de intento de violación, pero el ejercicio del poder de parte de José fue santo. En donde importó, como con sus hermanos, se cobró una venganza diseñada para probar el carácter de ellos. Con castigar a Potifar o a la esposa de Potifar no hubiera logrado nada; y ningún castigo debe haber sido más aterrador para esa pareja que saber que su ex esclavo ahora era el mayor poder en Egipto después del faraón. Dios fue la vindicación de José.
El que un hombre sueñe con ejercer perfecta justicia, obtener vindicación en todo y enderezar el historial en todos los puntos es tomar un papel de vengador que le corresponde solo a Dios. Quiere decir se ha unido a las fuerzas del mal.
Aunque tal presunción vaya disfrazada del nombre del Señor, incluye blasfemia. «Igualmente el que maldijere a su padre o a su madre, morirá» (Éx 21: 17).

6. EL NOMBRE DE DIOS

En julio de 1968, en Westminster, Maryland, se halló culpable a un hombre de «de profanidad al tomar el nombre del Señor en vano en un lugar público». El hombre en cuestión fue arrestado por pelear en la calle Main y oponerse al arresto.
La razón por la que se le condenó fue reveladora. La erosión continua de la ley bajo las interpretaciones de la Corte Suprema hacía más difícil que se le condenara por las acusaciones acostumbradas. El magistrado Charles J. Simpson usó la antigua ley de 1723, porque «a veces una ley oscura como esta es la única manera que tenemos de resolver algunos de estos problemas».
El dilema del juez no sorprende. Bajo la influencia de la nueva doctrina de la igualdad, el delito se ha estado poniendo a nivel del bien, e incluso se le ha dado una ventaja. Walt Whitman, considerado por muchos como el más grande poeta de los Estados Unidos de América, afirmó sin tapujos este principio igualitario: «Lo que se llama bien es perfecto y lo que se llama mal es igual de perfecto».

CUANDO SE IGUALA EL BIEN Y EL MAL, LA EROSIÓN DE LA LEY ES INELUDIBLE E INEVITABLE.

Pero no basta negar la igualdad. La ley fundamentada solo en la igualdad afirma la supremacía tiránica de un grupo élite de hombres. La verdadera ley debe descansar en el único Dios verdadero y absoluto. Como absoluto Señor y Juez, Dios es el supremo árbitro de todas las cosas, y, como determinante del destino de los hombres, su palabra y temor son obligatorios en la vida de los creyentes.
De aquí, que la declaración jurada del verdadero creyente siempre ha sido básica en todas las reglas de evidencia. Un principio de derecho canónico que ha sido influyente en las cortes civiles, es este:
Un juramento, tomado en el sentido de prueba judicial, aunque preservando su propio carácter individual como invocación del Nombre Divino en testimonio o garantía de la verdad en una aseveración particular, es el medio más poderoso y efectivo de obtener prueba y de llegar a la verdad de los hechos de un caso y es necesario antes de que un juez pueda dictar sentencia.

ESTA MISMA AUTORIDAD DEFINE BLASFEMIA EN ESTOS TÉRMINOS:

Esta transgresión puede tomar la forma de blasfemia herética, o sea, en la cual la existencia de Dios o sus atributos se impugnan o niegan; o de simple blasfemia o imprecación, o sea, en la que se denigra o profana el nombre de Dios o de los santos.
Ambos aspectos de esta definición se han considerado ya. Es importante ahora tratar más específicamente del nombre de Dios: «No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano».
Los nombres en las Escrituras son reveladores del carácter y naturaleza de la persona nombrada. El nombre de un hombre cambiaba cuando su carácter cambiaba.
Como Meredith escribió:
El tercer mandamiento tiene que ver con el nombre de Dios, su oficio, su posición como el gran GOBERNANTE soberano del universo.
En la Biblia, los nombres personales tienen un significado.

TODO NOMBRE O TÍTULO DE DIOS REVELA ALGÚN ATRIBUTO DEL CARÁCTER DIVINO.

Al estudiar la palabra de Dios, aprendemos nuevas cosas en cuanto a la naturaleza y carácter de Dios con cada nombre por el cual se revela. En otras palabras, ¡Dios se nombra lo que Él es!
Si los hombres usan el nombre de Dios de una manera que niega el verdadero significado y carácter de Dios, están QUEBRANTANDO el tercer mandamiento.
No solo el significado del Antiguo Testamento, sino también del Nuevo Testamento, el nombre respalda el punto de Meredith. Así pues, en el Nuevo Testamento griego, Por un uso principalmente hebraico, el nombre se usaba para todo lo que el nombre cubre, todo pensamiento o sentimiento que se despierta en la mente al mencionar, oír, recordar, el nombre, o sea, el rango, autoridad, intereses, placer, mandato, excelencias, obras, etc., de uno.
Es más, como Meredith anotó:
La palabra hebrea que aquí se traduce «inocente» quizá se podría traducir mejor como «limpio»: «no dará por limpio Jehová al que tomare su nombre en vano». ¡La prueba de la limpieza espiritual es la actitud del hombre ante el NOMBRE de Dios! Un hombre es limpio o inmundo según cómo usa el nombre de Dios en verdad o por vanidad.
Esta definición del tercer mandamiento la destacó con claridad el divino puritano, Tomás Watson, en The Ten Commandments (Los Diez Mandamientos), continuación de su estudio A Body of Divinity (Un cuerpo de doctrina). El Catecismo Mayor de la Asamblea de Westminster también destacó esto con claridad:
P. 112. ¿Qué exige el tercer mandamiento?
R. El tercer mandamiento exige que el nombre de Dios (sus títulos, atributos, ordenanzas, la palabra, los sacramentos, la oración, los juramentos, los votos, suertes, sus obras, y cualquiera otra cosa por lo cual él se da a conocer) sea santa y reverentemente usado en pensamiento, meditación, palabra, y por escrito por una profesión santa, una conversación intachable, para la gloria de Dios, y para el bien nuestro y de otros.
P. 113. ¿Que pecados prohíbe el tercer mandamiento?
R. Los pecados prohibidos en el tercer mandamiento son: no usar el nombre de Dios como es debido, y ultrajarlo con una ignorante, vana, irreverente, profana, supersticiosa o malvada mención, o usar sus títulos, atributos, ordenanzas u obras en blasfemia, perjurio; toda imprecación pecaminosa, juramentos, votos y suertes; violar nuestros juramentos y votos, si son lícitos; o cumplirlos si son ilícitos; murmuración o polémicas contra los decretos de Dios, inquisitivas indagaciones sobre ellos, o la aplicación falsa de los decretos y actos providenciales de Dios; mala interpretación, aplicación o perversión de la palabra, o alguna parte de ella, en bromas profanas, cuestiones extrañas o inútiles, charlas vanas, o sostener falsas doctrinas; ultrajar el nombre de Dios, las criaturas o alguna cosa que está bajo el nombre de Dios en encantamientos, prácticas y lascivias; difamación, desprecio, injuria u oposición grave a la verdad, gracia y maneras de Dios; hacer profesión de religión con hipocresía o por fines siniestros; avergonzarse de ella o causarle vergüenza con un andar incongruente, poco juicioso, infructuoso u ofensivo, o apartarse de ella.
Es evidente entonces que la blasfemia es hoy más común que el buen uso del nombre de Dios. El Dr. Willis Elliot de la Iglesia Unida de Cristo ha dicho: «Considero demoníaco la adherencia a la infalibilidad de las Escrituras». B. D. Olsen, que aduce adherirse a la infalibilidad de las Escrituras, dice que es «visión». Ambas aseveraciones son a blasfemias.
Para citar a Meredith de nuevo, Dios declara por medio de Isaías: «Oíd esto, casa de Jacob, que os llamáis del nombre de Israel, los que salieron de las aguas de Judá, los que juran en el nombre de Jehová, y hacen memoria del Dios de Israel, mas no en verdad ni en justicia» (Is 48: 1). Las personas a quienes se aplica esta profecía usan el nombre de Dios, pero no obedecen la revelación de Dios que contiene su nombre.
Muchos títulos de Dios aparecen en las Escrituras, y son reveladores de aspectos de su naturaleza. Su nombre, sin embargo, aparece como Jehová o Yahvé (no se sabe la verdadera construcción de las vocales), y quiere decir El Que Es, el autoexistente, Yo soy el que soy. Esta es la revelación de Dios contenida en su nombre.

DIOS ES, POR LO TANTO, EL PRINCIPIO DE DEFINICIÓN, DE LEY Y DE TODO.

Es la premisa de todo pensamiento, y la presuposición necesaria para toda esfera de pensamiento.

Es blasfemia, por consiguiente, intentar «demostrar» a Dios; Dios es la presuposición necesaria de toda prueba. Por lo tanto, basar cualquier esfera de pensamiento, vida o acción, o cualquier esfera de ser, en cualquier otra cosa que no sea el Dios trino es blasfemia. La educación sin Dios como su premisa, la ley que no presupone a Dios y se apoya en su ley, un orden civil que no deriva toda su autoridad de Dios, o una familia cuyo cimiento no es la palabra de Dios, es blasfema.