EL SEGUNDO MANDAMIENTO

1. EL ACERCAMIENTO LEGÍTIMO A DIOS

No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos. (Éx 20:4-6, cf. Dt 5:8-10).
El primer mandamiento prohíbe la idolatría en el sentido amplio. No puede haber otro dios que el Señor. Esos otros dioses son sustitutos del verdadero Dios fabricados por el hombre. Como Ingram señaló, «los otros dioses respecto a los cuales debemos preocuparnos se hallan, como siempre lo han estado, en los tronos del gobierno temporal, humano».
La definición bíblica de idolatría es por supuesto amplia. San Pablo declara que «ningún fornicario, o inmundo, o avaro, que es idólatra, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios» (Ef 5:5). Otra vez, en Colosenses 3:5, se hace referencia a «avaricia, que es idolatría». Lenski señaló: «Un sacerdote católico señala que durante sus largos años de servicio le confesaron toda clase de pecados y delitos en el confesionario pero jamás el pecado de la avaricia».

POR ESO, AL ANALIZAR EL SEGUNDO MANDAMIENTO,

Debemos Decir, primero, que el uso literal de ídolos e imágenes en la adoración está estrictamente prohibido. Levítico 26: 1, 2 dice esto con toda claridad:
No haréis para vosotros ídolos, ni escultura, ni os levantaréis estatua, ni pondréis en vuestra tierra piedra pintada para inclinaros a ella; porque yo soy Jehová vuestro Dios. Guardad mis días de reposo, y tened en reverencia mi santuario. Yo Jehová. Levítico 19:4 también ordena:
No os volveréis a los ídolos, ni haréis para vosotros dioses de fundición. Yo Jehová vuestro Dios. (Éx 34:17).
Otra legislación dice: Y Jehová dijo a Moisés: Así dirás a los hijos de Israel: Vosotros habéis visto que he hablado desde el cielo con vosotros. No hagáis conmigo dioses de plata, ni dioses de oro os haréis. Altar de tierra harás para mí, y sacrificarás sobre él tus holocaustos y tus ofrendas de paz, tus ovejas y tus vacas; en todo lugar donde yo hiciere que esté la memoria de mi nombre, vendré a ti y te bendeciré. Y si me hicieres altar de piedras, no las labres de cantería; porque si alzares herramienta sobre él, lo profanarás. No subirás por gradas a mi altar, para que tu desnudez no se descubra junto a él. (Éx 20: 22-26).
Guardad, pues, mucho vuestras almas; pues ninguna figura visteis el día que Jehová habló con vosotros de en medio del fuego; para que no os corrompáis y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna, efigie de varón o hembra, figura de animal alguno que está en la tierra, figura de ave alguna alada que vuele por el aire, figura de ningún animal que se arrastre sobre la tierra, figura de pez alguno que haya en el agua debajo de la tierra.
No sea que alces tus ojos al cielo, y viendo el sol y la luna y las estrellas, y todo el ejército del cielo, seas impulsado, y te inclines a ellos y les sirvas; porque Jehová tu Dios los ha concedido a todos los pueblos debajo de todos los cielos.
Pero a vosotros Jehová os tomó, y os ha sacado del horno de hierro, de Egipto, para que seáis el pueblo de su heredad como en este día. Y Jehová se enojó contra mí por causa de vosotros, y juró que yo no pasaría el Jordán, ni entraría en la buena tierra que Jehová tu Dios te da por heredad.
Así que yo voy a morir en esta tierra, y no pasaré el Jordán; mas vosotros pasaréis, y poseeréis aquella buena tierra. Guardaos, no os olvidéis del pacto de Jehová vuestro Dios, que él estableció con vosotros, y no os hagáis escultura o imagen de ninguna cosa que Jehová tu Dios te ha prohibido. Porque Jehová tu Dios es fuego consumidor, Dios celoso. (Dt 4:15-24).
Guardaos, pues, que vuestro corazón no se infatúe, y os apartéis y sirváis a dioses ajenos, y os inclinéis a ellos; y se encienda el furor de Jehová sobre vosotros, y cierre los cielos, y no haya lluvia, ni la tierra dé su fruto, y perezcáis pronto de la buena tierra que os da Jehová. (Dt 11: 16, 17).
Maldito el hombre que hiciere escultura o imagen de fundición, abominación a Jehová, obra de mano de artífice, y la pusiere en oculto. Y todo el pueblo responderá y dirá: Amén. (Dt 27: 15)
Esta ley no prohíbe los tallados, retratos o trabajo de arte en general. Los vestidos del sacerdote, por ejemplo, llevaban granadas (Éx 28: 33-34; 39: 24); el propiciatorio tenía a sus extremos dos querubines de oro (Éx 25:18-22; 37:7), y el santuario como un todo estaba ricamente adornado.
No es el uso religioso de tales cosas lo que se prohíbe, porque las granadas y los querubines tenían una función religiosa, sino que es el uso no autorizado por un lado, y su uso como mediación o manera de adorar a Dios lo que se prohíbe fuertemente. No pueden ser «ayudas» a la adoración; el hombre no necesita ayuda para adorar aparte de lo que Dios ha provisto.
Así que el primer mandamiento prohíbe la idolatría en general, en tanto que la segunda palabra ley la prohíbe más específicamente con referencia a la adoración.
El hombre puede acercarse a Dios solo en los términos de Dios; no puede haber mediación entre Dios y el hombre excepto la que Dios ha ordenado.
El razonamiento en cuanto a la idolatría es muy lógico. Como un escritor ha señalado, con referencia a los ídolos hindúes, el propósito de los ídolos es transmitir conceptos abstractos a la mente sencilla. El dios que se muestra con muchas manos simboliza la omnipotencia del ser supremo, y el dios con muchos ojos presenta la omnisciencia, y así por el estilo. Esta es una tesis inteligente y lógica, pero también totalmente errada.
Dios la prohíbe y por consiguiente lo deshonra y no recibe bendición. También ha sido causante de decadencia social y depravación personal. Siempre que el hombre empieza a establecer su propia manera de acercarse a Dios, acaba estableciendo su propia voluntad, sus propias lujurias, y finalmente estableciéndose como Dios. Si los términos para que el hombre se acerque a Dios los fija el hombre, los términos de la vida y prosperidad del hombre los dicta también el hombre y no Dios.
Pero la iniciativa le pertenece por entero a Dios, y por consiguiente el único acercamiento legítimo a Dios es por entero en sus términos y por su gracia. Esto, entonces, es él:
Segundo aspecto del segundo mandamiento: el acercamiento legítimo a Dios es ordenado enteramente por Dios. De aquí que el altar tiene que ser natural, y no manufactura del hombre; de aquí también que el sacerdote no puede revelar su desnudez: tiene que estar cubierto por entero por vestidos que definen el oficio de mediación, al mediador designado por Dios. Puesto que el orden de adoración establece la obra mediadora de Cristo, el acercamiento a Dios que señala Dios, no puede haber separación de ese orden sin apostasía.
Un tercer aspecto de esta palabra-ley es éste: así como se prohíbe una idolatría muy literal, también una bendición y maldición muy literales están integradas en la ley. Esto se indica con claridad en la declaración del mandamiento. Aparece en forma contundente en Levítico 26; los vv. 1-3 prohíben la idolatría, ordenan que se guarde el sabbat, y la reverencia por el santuario; y llama a andar en los estatutos y mandamientos del Señor en general. En los vv. 4-46 se muestra con toda claridad y plenitud las consecuencias materiales muy literales para la nación.
Una ley muy literal tiene consecuencias muy literales y materiales. La obediencia y desobediencia tienen consecuencias y resultados históricos centrales.
En breve, la religión, la verdadera religión, no es cuestión de decisión voluntaria sin repercusiones. Dios la requiere, y el incumplimiento de sus requisitos conduce a castigo divino. Dar por sentado que los hombres pueden adorar o no adorar sin consecuencias radicales para la sociedad es negar el significado mismo de la fe bíblica.
La vida de una sociedad es su religión, y si esa religión es falsa, la sociedad se dirige a la muerte. Se prometen bendiciones asombrosas materiales e indicativas si hay obediencia, pero «y si con estas cosas no fuereis corregidos, sino que anduviereis conmigo en oposición, yo también procederé en contra de vosotros, y os heriré aún siete veces por vuestros pecados» (Lv 6:23, 24). La obediencia, pues, no es cuestión de gusto, sino cuestión de vida o muerte.
Cuarto, la salud social hace necesaria la prohibición de la idolatría, porque su tolerancia significa suicidio social. La idolatría pues, no solo es castigable por la ley por ser perjudicial para la sociedad, sino que es, en verdad, un delito capital.
Constituye traición al Rey o Soberano, al Dios Todopoderoso.
Cuando se hallare en medio de ti, en alguna de tus ciudades que Jehová tu Dios te da, hombre o mujer que haya hecho mal ante los ojos de Jehová tu Dios traspasando su pacto, que hubiere ido y servido a dioses ajenos, y se hubiere inclinado a ellos, ya sea al sol, o a la luna, o a todo el ejército del cielo, lo cual yo he prohibido; y te fuere dado aviso, y después que oyeres y hubieres indagado bien, la cosa pareciere de verdad cierta, que tal abominación ha sido hecha en Israel; entonces sacarás a tus puertas al hombre o a la mujer que hubiere hecho esta mala cosa, sea hombre o mujer, y los apedrearás, y así morirán.
Por dicho de dos o de tres testigos morirá el que hubiere de morir; no morirá por el dicho de un solo testigo. La mano de los testigos caerá primero sobre él para matarlo, y después la mano de todo el pueblo; así quitarás el mal de en medio de ti (Dt 17:2-7).
Para la mente moderna, tiene lógica que se castigue con la muerte la traición al estado, pero no la traición a Dios. Pero ningún orden-ley puede sobrevivir si no defiende su fe medular con sanciones rigurosas. El orden-ley del humanismo conduce solo a la anarquía. Como le falta absolutos, el orden ley humanística tolera todo lo que niega los absolutos a la vez que guerrea contra la fe bíblica. La única ley del humanismo es, en última instancia, esta, que no hay ley excepto la afirmación de uno mismo. Es «Haz lo que quieras».
El resultado es el desprecio arrogante de la ley manifestado en un decreto amplio dictado en 1968 por el Comité del Condado Riverside (California) de Cleaver para Presidente, al promover la candidatura de Eldridge Cleaver, «Ministro de Información» de los Panteras Negras, y candidato del Partido Paz y Libertad para presidente de los Estados Unidos La declaración describía a Cleaver en parte de esta manera:
Ahora consideren a Eldridge Cleaver. Su «historia estadounidense» se puede decir muy rápido. Primero, fue invisible e irrelevante; un muchacho de un tugurio en Little Rock, gueto sacrificable en Watts. Luego fue un fastidio local, en 1954, cuando a los 18 años lo arrestaron por primera vez, por fumar marihuana. Luego se volvió una Amenaza Brutal; allí fue cuando lo encarcelaron por segunda vez, en 1958, por perturbar la belleza del sueño de algunas de las diosas blancas de los suburbios de Los Ángeles. Más tarde, cuando en su propia manera hermosa y contra increíbles probabilidades alcanzó su propia y distintiva hombría, ¿qué era? Prisionero político, en una nación que afirma ni siquiera saber el significado de estas palabras.
Los términos en que se describe su historial de violación indican el total desprecio del orden-ley bíblico de parte del comité. Tolerar un orden ley foráneo es un subsidio muy real del mismo; es garantía de vida para ese orden-ley foráneo, y una sentencia de muerte contra el orden-ley establecido.
Sir Patrick Devlin ha señalado el dilema de la ley hoy:
Pienso que es claro que la ley delincuente que conocemos se basa en el principio moral. En algunos delitos su función es reforzar un principio moral y nada más. La ley, tanto delincuente como civil, afirma ser capaz de hablar de moralidad o inmoralidad en general. ¿En dónde halla su autoridad para hacer esto y cómo resuelve los principios morales que impone? Sin duda, por cuestión de historia, deriva ambas cosas de la enseñanza cristiana.
Pero pienso que el estricto experto en lógica tiene razón cuando dice que la ley no puede ya descansar en doctrinas que los ciudadanos tienen derecho a descreer.
Es necesario, por consiguiente, buscar alguna otra fuente.
La crisis legal se debe al hecho de que la ley de la civilización occidental ha sido la ley cristiana, pero su fe es cada vez más el humanismo. La antigua ley, por consiguiente, no se entiende, ni se obedece, ni se impone. Pero la nueva «ley» hace de cada hombre su propia ley y cada vez más conduce a la anarquía y al totalitarismo.
La ley, dice Devlin, no puede funcionar «en cuestiones de moralidad respecto a las cuales la comunidad como un todo no está profundamente embebida con un sentido de pecado; la ley se doblega bajo un peso que no está construida para llevar y puede quedar permanentemente retorcida». Todavía más.
Un hombre que concede que la moralidad es necesaria para la sociedad debe respaldar el uso de los instrumentos sin los cuales no se puede mantener la moralidad. Los dos instrumentos son el de la enseñanza, que es doctrina, y el de la imposición, que es la ley. Si se pudiera enseñar moral solo sobre la base de que es necesaria para la sociedad, no habría necesidad de la religión en la sociedad; se dejaría como algo puramente personal. Pero no se puede enseñar moralidad de esa manera. La lealtad tampoco se enseña de esa manera.
Ninguna sociedad ha resuelto todavía el problema de cómo enseñar moralidad sin religión. Así que la ley debe basarse en la moral cristiana y hasta el límite de su capacidad para imponerla, no solo porque son la moral de la mayoría de nosotros, ni porque son la moral que enseña la iglesia establecida en estos puntos la ley reconoce el derecho a disentir sino por la razón contundente de que sin la ayuda de la enseñanza cristiana la ley fracasará.
En breve, las leyes de una sociedad no pueden elevar a un pueblo por sobre el nivel de la fe y moralidad del pueblo y la sociedad. Un pueblo no puede legislarse a sí mismo por encima de su nivel. Si sigue la fe cristiana en verdad y en obra, puede establecer y mantener ley y orden santos. Si la fe es humanística, el pueblo será traidor a todo orden-ley que no condona su aseveración propia y su irresponsabilidad.
La cuestión entonces es básica: ¿qué constituye traición en una cultura? ¿Idolatría, o sea, traición a Dios, o traición al estado? ¿Cuál es el principio fundamental del orden la base necesaria de la existencia y salvación del hombre, Dios o el estado? La traición al estado es un concepto que se puede usar para destruir a los santos, y eso se hace en los países marxistas.
La traición se puede definir como la Constitución de los Estados Unidos en el artículo III, sección 3 la define de manera muy estrecha y cauta, pero, ¿qué si el enemigo del ciudadano resulta ser el estado convertido en traidor a su propia Constitución? Para el cristiano, es la idolatría lo que por sobre todo lo demás constituye traición al orden social.
Quinto, hemos visto que, mientras que la idolatría se define en forma estrecha, también se define en forma amplia, o sea, como codicia. Pero la idolatría involucra cualquier y todo intento del hombre de guiarse por su propia palabra en lugar de por la palabra-ley de Dios. Esto a menudo se hace devota y piadosamente.
Muchos padres son pecadoramente pacientes o indulgentes con sus hijos inicuos, o los esposos con las esposas, o las esposas con los esposos, con la anhelante esperanza de que Dios milagrosamente cambie al descarriado. «Estoy orando siempre», afirman, y añaden que todas las cosas son posibles para Dios.
Pero esto es arrogancia horrible y pecado. Sí, todas las cosas son posibles con Dios, pero no podemos vivir en términos de lo que Dios puede hacer sino solo en los términos de lo que su ley palabra requiere. Esperar una conversión, o avanzar en esperanza, es un sustituto pecaminoso por más piadosamente que lo disfracemos de la obediencia a Dios y la aceptación de la realidad bajo Dios.
Tal curso es convertir nuestra esperanza en ley-palabra, y dejar sin efecto la palabra-ley de Dios. Samuel le dijo esto con claridad a Saúl, declarando: «Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación» (1ª S 15: 23). No se nos permite llamar a nuestra obstinación y rebelión otra cosa que pecado.
El único acercamiento legítimo a Dios es, pues, la forma que él provee, y esa forma se resume en la persona de Jesucristo. Todo otro camino es idolatría, aunque se presente en el nombre del Señor.

2. EL TRONO DE LA LEY

En Éxodo 25—31; 35: 4—39: 43, se da la ley respecto a la construcción del tabernáculo, o sea, la carpa de reunión: «Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos. Conforme a todo lo que yo te muestre, el diseño del tabernáculo, y el diseño de todos sus utensilios, así lo haréis» (Éx 25:8, 9). Había que seguir este patrón estrictamente, sin variación. Cuando se describe por medio de Ezequiel el templo ideal o simbólico del futuro, el reino de Cristo, de nuevo se requiere la adherencia al modelo (Ez 43: 10). De este énfasis en el carácter absoluto del modelo también se habla en Hebreos 8: 5; 9: 23.
Así que;
primero, Dios da el modelo para el tabernáculo y es por entero su obra. J. Edgar Park lo ve como obra del hombre y «respuesta del hombre a Dios».
«Así como el Creador hizo la tierra para que el hombre morara en ella, el hombre debe hacer una morada para el Creador.» Park no ve esto como un relato histórico, ni tampoco revelación. Esto puede ser un pensamiento lindo, pero no es verdad. Dios requiere el patrón y los materiales, y se espera que sus súbditos obedezcan.
Cuando los súbditos construyen un palacio para su monarca, no es como una «respuesta» a él, sino en obediencia a su rey.
Esto, por supuesto, apunta a;
Un segundo aspecto de la ley del santuario: el tabernáculo es más que una carpa de reunión: «Es el palacio del Rey en el cual el pueblo le rinde homenaje». En este punto aparece una falacia central del enfoque eclesiástico del tema.
Los fervorosos eruditos bíblicos, aunque afirman su fe en lo fundamental, han participado de la creencia moderna de que la religión es asunto eclesiástico. En su análisis de la tipología y simbolismo del tabernáculo, recalcan su relación a la adoración eclesiástica. Pero la reducción de la religión a la iglesia es una herejía moderna; el dominio de la religión es la totalidad de la vida, y el interés del santuario es la vida total. El tabernáculo era el palacio del Dios el Rey, Señor del pacto de Israel, desde donde gobernaba a la nación en forma absoluta.
Israel se presentaba en el palacio, no solo para adorar sino para recibir órdenes en todo respeto y en todo aspecto.
Tercero, como resultado, solo podía haber un santuario, porque solo hay un Dios verdadero, un Dios, un trono, un ámbito. Puesto que había una ley que gobernaba el ámbito de Dios, había solo una fuente de ley: el palacio. Debido al punto de vista eclesiástico, es difícil que los hombres vean al tabernáculo como primordial y esencialmente el palacio o morada de Dios; para la mente orientada a la iglesia, era primordial y esencialmente un lugar de adoración. Incluso unos segundos de reflexión dejan en claro este punto.

LA LEY REQUERÍA QUE TODOS LOS VARONES SE PRESENTARAN TRES VECES ANUALMENTE EN EL PALACIO:

Tres veces en el año me celebraréis fiesta (Éx 23: 14).
Tres veces en el año se presentará todo varón delante de Jehová el Señor (Éx 23: 17).
Tres veces en el año se presentará todo varón tuyo delante de Jehová el Señor, Dios de Israel (Éx 34: 23).
Algunos objetarán que estas tres fiestas se describen como convocaciones «santas» (Lv 23:4) y son clara y esencialmente culto. Pero es un error serio asociar la santidad con el culto; el culto en sí mismo no es santo y puede ser blasfemo; la santidad no se refiere al culto sino a Dios en todos sus caminos y en todo su ser.
Así, toda actividad santa, sea en casa, en el campo, la corte, la iglesia o la escuela, es actividad santa. La perspectiva «medieval», aunque corrupta por el neoplatonismo, era más bíblica que el concepto moderno del estado como agencia profana y secular, o sea, fuera del palacio de Dios y separado de él. Debido a que el monarca representaba el ministerio de justicia de Dios, y debido a que gobernaba como el viceregente de Cristo el Rey, el cargo del monarca era así visto como oficio santo.
El rey era, en verdad, una semejanza de Cristo. El rito de coronación lo transformaba sacramentalmente en un Christus Domini, es decir, no solo en una persona de rango episcopal, sino en una imagen de Cristo mismo. Por este rito, el profesor Kantorowicz escribe: «El nuevo gobierno estaba ligado al gobierno divino y al de Cristo, el verdadero gobernante del mundo; y las imágenes del Rey y Cristo [se] unían lo más posible». Tales representaciones dramáticas del significado de la monarquía no estaban confinadas a la coronación del rey.
En los grandes festivales religiosos del año «se hacía coincidir el día de exaltación del rey con el de [la exaltación del Señor» a fin de hacer «la realeza terrestre mucho más transparente contra el trasfondo de la realeza de Cristo». En la Francia capetina como en otras partes, se hacían de tales festivales religiosos a menudo la ocasión para la coronación festiva del rey; y, conforme en estos festivales se realizaban de igual manera las asambleas políticas del reino, el entrelazado de las dos esferas se subrayaba mediante ceremonias litúrgicas que recalcaban la dignidad sacerdotal de la realeza.
Lo que a nosotros nos parece nada más que pompa festiva era, a decir verdad, un acto sacramental tanto como de trascendencia constitucional. Era precisamente su ungimiento como Christus Domini lo que levantaba al rey por sobre incluso los duques más poderosos. En las controversias políticas de principios del siglo doce se aduce este hecho vez tras vez.
Sin embargo, debido al neoplatonismo, el concepto de continuidad hecho para una unidad de ser entre Dios y el rey condujo a la adoración del gobernante y un orden anticristiano. En términos de la discontinuidad bíblica de ser entre Dios y el hombre, hay que mantener la tipología del rey como viceregente. La tipología no se puede transformar en un concepto de continuidad.
La santidad tiene por lo tanto referencia primordial y esencialmente a Dios, y, en segundo lugar, a todo lo que se hace en su nombre, según su palabra, y para su gloria. Todas las cosas fueron creadas por Dios totalmente buenas, y por consiguiente santas, separadas y dedicadas a él. Los hombres, por su caída, se han vuelto profanos. La meta de la redención es la restauración del universo a la santidad, su recreación, y la separación de los réprobos o cananeos de «la casa de Jehová de los ejércitos» (Zac 14:20, 21).
El tabernáculo era el palacio de Dios; era el santuario porque era el palacio o morada de Dios. En el desierto, y en los primeros años, Dios hizo su palacio como la gente hacía sus viviendas, en una carpa. Fue más tarde, con David, que el pueblo cobró consciencia del contraste entre sus casas y el palacio de Dios, todavía en una carpa (2ª S 7: 2). Dios difirió la construcción de este templo, casa, o palacio de Dios, hasta el reinado de Salomón (2ª S 7: 4-29).
El tabernáculo, y el templo después, siguió siendo primordialmente palacio, no casa de adoración. La adoración era local, y su lugar era en la familia. El sabbat se guardaba en casa, no en el santuario. Ver el tabernáculo y el templo como estructuras de iglesia es leer la Biblia de manera equivocada. El que había adoración en el santuario no altera este hecho.
El hombre adoraba a Dios en todas partes: cuando mataba carne, ganado o animales domésticos, se derramaba la sangre en adoración. Las oraciones y sacrificios se ofrecían antes de la batalla, y el pecado de Saúl fue que no esperó a que Samuel llegara y ofreciera el sacrificio (1ª S 13). Pero el lugar normal de adoración era la casa, en donde se observaba el sabbat.
Cuarto, el tabernáculo no tiene contraparte en la iglesia. Cuando en la muerte de Cristo el velo del templo se rasgó en dos (Mt 27:51), se estableció abiertamente el fin del templo como palacio. El nuevo templo es Jesucristo, a quien crucificaron por afirmar que era el verdadero templo, construido por su resurrección (Mt 26: 61; 27: 40; Jn 2: 19-21,). Por morar en ellos el Espíritu Santo, los creyentes son ahora en cierto sentido templos de Dios (1ª Co 3: 16, 17), como también la iglesia, de la que se habla como «la casa de Dios» (1ª Ti 3: 15; 1ª P 4: 17), pero la «iglesia» que así se designa no es una habitación o estructura visible sino la congregación visible o iglesia de Cristo.
El templo, o, más precisamente, el tabernáculo, tiene su cumplimiento en Cristo, y el verdadero Lugar Santísimo ahora queda abierto a los hombres de fe gracias a que por «la sangre de Cristo» el pueblo del pacto de Dios tiene acceso al trono (He 10:19-22).
El tabernáculo tenía tres recintos. Primero, estaba el atrio, abierto solo al pueblo del pacto y, aunque encerrado, abierto al cielo. El segundo recinto estaba abierto solo a los sacerdotes y estaba encerrado en velos aunque todavía ligeramente iluminado. El tercero, el Lugar Santísimo, estaba encerrado en velos y oscuro, y solo el sumo sacerdote entraba allí, una vez al año. En el cielo, Dios mora como Gobernador del universo; en el tabernáculo, Dios moraba «en su condescendiente gracia» como gobernante de su pueblo del pacto.
Con la encarnación, la presencia en el tabernáculo dio paso al Dios-hombre encarnado, Jesucristo. Con la ascensión, el Espíritu Santo continúa la obra de gobierno; al Espíritu Santo así no se le puede separar de la ley y gobierno en ningún sentido. Sin embargo, incluso más, una nueva etapa apareció con Cristo en el gobierno de Dios el Rey. El santuario celestial, el trono del mundo, llegó a ser el trono de Cristo, que reina ahora para subyugar a todos sus enemigos (1ª Co 15: 25), para que se cumpla la profecía triunfante: «Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos» (Ap 11: 15).
En términos de este propósito, Jesucristo dijo a los hombres del pacto: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones…» (Mt 28:18, 19). La iglesia es enviada al mundo como parte del imperialismo de Cristo, para someter al mundo a su reino.
Quinto, en el lugar santísimo, el trono de dios es la ley.
Fairbairn llamó la atención a esto con claridad:
La conexión ahora indicada entre la revelación de la ley en el sentido estricto, y la estructura y uso de la morada sagrada, brota muy contundentemente en la descripción que se da del tabernáculo, que, después de mencionar las diferentes clases de materiales que se deben proveer, empieza primero con el arca del pacto: el depósito, como se pudiera igualmente llamar, del decálogo, puesto que era un cofre que contenía las tablas de la ley, y como tal se tenía como el asiento o trono desde el cual Jehová manifestaba su presencia y gloria (Éx 25:2, 9, 40, etc.).
Era, por consiguiente, el mueble más sagrado del tabernáculo, el centro desde el cual todo lo relativo a la camaradería de los hombres con Dios debía proceder, y derivar su carácter esencial.
El arca contenía el tratado, la ley del pacto entre Dios y el hombre. El arca era pues el depósito de la ley y simbolizaba la ley. El otorgamiento de la ley fue un acto de divina gracia hacia el pueblo del pacto, y su trono es esa misma ley. La ley establece la justicia y rectitud de Dios, y es su gobierno declarado en sus detalles y principios. El significado central del arca hay que verlo en los términos de la ley.
«No puede haber duda: el contenido apropiado del arca eran las dos tablas del pacto, y ser el depósito de estas fue el propósito especial al fabricarse». El arca no era una silla normal; era obviamente un cofre, y el énfasis está en el contenido del cofre como el pacto entre Dios y el hombre, como la base del gobierno de Dios, y el trono de su realeza. Por consiguiente, hace violencia imposible a la realeza de

CRISTO SEPARARLO DE LA LEY, O VER LA OBRA DE CRISTO COMO ABOLICIÓN DE LA LEY.

Dios no hizo del altar su trono, porque el altar, aunque importante, establece la expiación, el principio de una nueva vida para el pueblo de Dios. La meta de la expiación, de la redención, es el gobierno de Dios en un reino total y gozosamente sujeto a la ley del pacto. Esta gozosa sumisión a la ley se manifestó por completo en Jesucristo, que declaró: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (He 10:5-9), y quien, como Rey, reina en los términos de una ley que él dictó y cumplió.
El tabernáculo tiene entonces una significación central para la ley bíblica: declara que el trono de Dios es su ley, y declara que el trono de la ley gobierna al mundo.

ES FE TRUNCADA Y DEFICIENTE LA QUE SE DETIENE EN EL ALTAR. EL ALTAR SIGNIFICA REDENCIÓN.

Establece el nuevo nacimiento del creyente. Pero ¿nuevo nacimiento para qué? Sin la dimensión de la ley, se niega a la vida el significado y propósito del nuevo nacimiento. No es de sorprender que la fe centrada en el altar se centre en el cielo y se centre en el rapto antes que en Dios. Busca un escape del mundo antes que el cumplimiento en el mundo del llamamiento de Dios y la palabra ley. No tiene conocimiento del trono.

3. EL ALTAR Y LA PENA CAPITAL

En la ley se hace provisión de un altar. La primera palabra respecto al altar aparece en Éxodo 20:22-26, un altar de materiales naturales para el período antes del tabernáculo, para el período interino hasta su construcción.
Este altar no debía ser de diseño o hechura de hombre, «porque el altar no era para representar a la criatura, sino para que fuera el lugar en el cual Dios venía para dar allí entrada al hombre a su comunión. Por esto el altar debía ser hecho del mismo material del suelo terrenal del reino de Dios: tierra o piedras».
El patrón de Dios para el altar fue dado subsiguientemente como parte de la ley del tabernáculo (Éx 27:1-8; 38:1-7). Estaba hecho de madera de acacia cubierto por entero de bronce, y medía cinco codos de largo, por cinco codos de ancho, y por tres codos de altura.
El altar es, por supuesto, de significación central en lo religioso. El sacrificio establece el hecho de la expiación, que Dios proveyó la manera de que el hombre pecador obtuviera la salvación. Esto es a todas luces el significado primero y central del altar. Los animales ofrecidos en el altar tipificaban a Jesucristo, «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1: 29). En Apocalipsis 1:5 se describe a Jesucristo como el que «nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre».
Aparte de la aceptación del sacrificio expiatorio de Jesucristo, no puede haber ni salvación ni fe cristiana.

EL SACRIFICIO ES BÁSICO PARA LA FE BÍBLICA.

Primero, Un aspecto muy grande y fundamental de todas las Escrituras es la declaración del sacrificio vicario y de una expiación provista por Dios. Capítulo por capítulo da leyes respecto al sacrificio. Jesucristo declaró ser el Hijo del hombre, que vino «para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20: 28; Mr 10: 45).
La declaración apostólica fue: «Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo» (1ª Ti 2: 5, 6).

EL ALTAR SIGNIFICABA A JESUCRISTO Y SU SACRIFICIO EXPIATORIO.

Desdichadamente, es en este punto que empieza y termina la interpretación eclesiástica de la Biblia. Se plantea como es debido y en gran medida la importancia del altar, pero casi siempre con respecto a una transacción básica para la vida de la iglesia, cuando es en realidad básica a la vida del hombre en la iglesia, el estado y toda la vida.
Fairbairn llamó la atención a este,
Segundo aspecto del altar: Y no cabe duda de que las representaciones que se acaban de notar, y otras de descripción similar, respecto a la muerte de Cristo, llevan en efecto en su sentido natural un aspecto legal; tienen que ver con las demandas de la ley, o la justicia de la cual la ley es la expresión. Declaran que, para cumplir estas demandas a favor de los pecadores, Cristo sufrió una muerte reglamentaria, una muerte que, aunque inmerecida de parte del que sufrió, se debe considerar como justa condena del cielo de la culpa humana.
El ser hecho maldición, para poder redimir a los hombres de la maldición de la ley, no puede tener otro significado que sufrir la pena en que como transgresores de la ley ellos habían incurrido, a fin de que pudieran escapar; ni tampoco el intercambio indicado en las palabras «por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» se puede entender correctamente como que significan otra cosa menos que el hecho de que él, el justo, tomó el lugar de los pecadores en el sufrimiento, para que estos pudieran tomar su lugar en el favor y la bendición.
Y la férrea necesidad de la transacción necesidad que incluso los recursos de la sabiduría infinita, en el clamor ferviente de Cristo, hallaron imposible evadir (Mt 26:39) ¿en que podría descansar sino en el seno de la ley, cuyas exigencias violadas exigían satisfacción? No que Dios se deleite en la sangre, sino que es preciso sostener los intereses globales de la verdad y la justicia, aun cuando se tenga que derramar sangre indeciblemente preciosa en su vindicación.

EL ALTAR POR TANTO ESTABLECE, NO MENOS QUE EL ARCA, LA LEY Y LA JUSTICIA DE LA LEY.

Tan central es la ley a Dios, que las demandas de la ley se cumplen como la condición necesaria de la gracia, y Dios cumple las demandas de la ley en Jesucristo. Jesucristo, como el nuevo Adán, cabeza de la nueva humanidad, guardó la ley perfectamente, para definir la obediencia de la nueva raza o humanidad, y murió en la cruz como el Cordero inmaculado de Dios, para satisfacer los requisitos de la ley contra los pecadores. La gracia no hace a un lado la ley, sino que provee el cumplimiento necesario de la ley. La gracia de Dios testifica de la validez de la ley y la plena y absoluta justicia de las demandas de la ley. Aquí de nuevo Fairbairn indicó el caso de manera elocuente y clara:
Necesitamos un cimiento sólido en que poner nuestros pies, un terreno seguro y vivo para nuestra confianza ante Dios. Y esto podemos hallar solo en la antigua noción de la iglesia de los sufrimientos y muerte de Cristo como satisfacción de la justicia de Dios por la ofensa hecha por nuestros pecados a su ley violada. Satisfacción, lo digo enfáticamente, a la justicia de Dios, en la que algunos, incluso escritores evangélicos, parecen dispuestos a tropezar; dirían, satisfacción al honor de Dios, sí, pero de ningún modo a la justicia de Dios. ¿Qué, entonces, preguntaría yo, es el honor de Dios aparte de la justicia de Dios? Su honor no puede ser otra cosa que la acción refleja o exhibición de sus atributos morales; y en el ejercicio de estos atributos, el elemento fundamental y controlador es la justicia.
Cada uno de ellos está condicionado; el amor en sí está condicionado por las demandas de justicia; y proveer alcance para la operación del amor al justificar al impío de acuerdo con estas demandas es la base misma y razón de la expiación, su base y razón primordialmente en la mente de Dios, y debido a que está allí, también en su imagen viva, la conciencia humana, que instintivamente considera el castigo como «el recular de la ley eterna del derecho contra el transgresor», y no puede obtener la paz sólida excepto a través de un medio de expiación válida.
Tanto, por cierto, que dondequiera que se desconoce la verdadera expiación, o se entiende parcialmente, hasta pasa a proveer expiaciones de cosecha propia.
Así que la ley ha sido confirmada (Ro 3: 31) más notoriamente por ese mismo rasgo del evangelio que en verdad lo diferencia de la ley: su demostración del amor redentor de Dios en Cristo.
Negar este segundo aspecto del altar es caer en el antinomianismo. Tal perspectiva ve el altar como testigo del amor incondicional de Dios antes que de un amor «condicionado por las demandas de justicia», para usar la frase de Fairbairn.
Se debe reconocer que o se afirma y se sostiene el testimonio del altar, y el significado del altar, como ley y justicia, u otra religión anticristiana hasta la médula se ha puesto las vestiduras de la fe cristiana. La sangre del altar era una declaración lúgubre y sostenida de la demanda inflexible y permanente de la ley de que se cumpliera la justicia de Dios.
Tercero, entonces, el altar era a todas luces también un testigo de que la pena capital es básica a la ley. Por lo general no se asocia la doctrina de la pena capital con el altar ni con el segundo mandamiento sino más bien con el sexto: «No matarás». Esta falacia limita el significado del sexto mandamiento, y también priva a la pena capital de su profundo cimiento teológico.
Si la pena capital no es básica en la ley de Dios, Cristo murió en vano, porque se podría hallar alguna manera más fácil de satisfacer la justicia de Dios. Si la pena capital no es básica en el segundo mandamiento, el altar fue un terrible error, e innecesariamente se ha estado adorando a Dios al derramar sangre sin motivo alguno. Pero imaginarse que la expiación es posible sin la muerte, o que el hombre al acercarse a Dios puede hacer a un lado el altar, es levantar una imagen tallada del hombre, y de la capacidad del hombre para salvarse a sí mismo, en vez del Dios vivo.
No solo la ley requiere la pena de muerte, sino que se especifica que no puede haber remisión de la pena: «Y no tomaréis precio por la vida del homicida, porque está condenado a muerte; indefectiblemente morirá» (Nm 35:31). Así, cuando varios líderes de la iglesia protestante y católico romana, incluyendo el papa Pablo VI, y autoridades civiles tales como la reina Isabel II, trataron de persuadir a las autoridades de Rodesia que conmutaran la pena de muerte a algunos asesinos aduciendo que eran «luchadores de la libertad», estaban desafiando y despreciando la ley de Dios.
También estaban expresando su desprecio de la cruz de Cristo, que establece la necesidad de la pena de muerte ante Dios, y poniendo su palabra por encima de la de Dios.
Las leyes respecto a la pena de muerte se pueden resumir brevemente: Números 35: 31: Es indefectible. Génesis 9: 5, 6; Números 35: 16-21, 30-33; Deuteronomio 17: 6; Levítico 24:17: Aplicada por asesinato.
Levítico 20: 10; Deuteronomio 22: 21-24: Por adulterio. Levítico 20: 11, 12, 14: Por incesto. Éxodo 22: 19; Levítico 20: 15, 16: Por bestialismo.
Levítico 18: 22; 20: 13: Por sodomía. Deuteronomio 22:25: Por violación de una virgen comprometida en matrimonio.
Deuteronomio 19: 16-20: Por testimonio falso en un caso que incluye una ofensa capital.
Éxodo 21: 16; Deuteronomio 24: 7: Por secuestro. Levítico 21:9: Para la hija del sacerdote que ha fornicado.
Éxodo 22: 18: Por hechicería. Levítico 20: 2-5: Por ofrecer sacrificio humano.
Éxodo 21: 15, 17; Levítico 20:9: Por golpear o maldecir padre o madre. Deuteronomio 21:18-21: Para delincuentes juveniles incorregibles. Levítico 24: 11-14, 16, 23: Por blasfemia.
Éxodo 35:2; Números 15: 32-36: Por la profanación del sabbat.
Deuteronomio 13: 1-10: Por profetizar en falso o propagar doctrinas falsas. Éxodo 22:20: Por sacrificar a dioses falsos.
Deuteronomio 17: 12: Por negativa inicua a acatar la ley y orden santos, y actitudes y acciones contrarias a la ley y a la corte.
Deuteronomio 13: 9; 17:7: Ejecución por los testigos. Números 15: 35,36; Deuteronomio 13:9: Ejecución por la congregación. Números 35:30; Deuteronomio 17: 6; 19:15: No se aplica por testimonio de menos de dos testigos.
En unos pocos puntos las penas fueron alteradas en el Nuevo Testamento, pero el principio básico de la pena de muerte fue respaldado y expuesto por la muerte expiatoria de Cristo, que dejó en claro que la pena por la traición del hombre a Dios y su alejamiento de la ley de Dios es irremisiblemente la muerte.
La sangre del altar y el hecho del altar son por tanto una declaración de la necesidad de la pena capital. Oponerse a la pena capital según se prescribe en la ley de Dios es oponerse a la cruz de Cristo y negar la validez del altar.
El altar por consiguiente expone el principio de la pena capital. Pero, cuarto, el altar es una declaración de vida, porque atestigua la muerte. Declara que nuestra vida descansa en la muerte del Cordero de Dios. Declara, además, que la seguridad de nuestra vida está cercada y amurallada por el hecho de la pena capital. Si se niega la ley de Dios respecto a esto, «la tierra fue contaminada; y yo visité su maldad sobre ella, y la tierra vomitó sus moradores» (Lv 18:25).
Pero el ejercicio santo de la pena capital limpia a la tierra del mal y protege al justo. Al pedir la muerte de los delincuentes juveniles incorregibles, que quiere decir, por consiguiente, en términos de norma jurídica, la muerte de los delincuentes adultos incorregibles; la ley declara «así quitarás el mal de en medio de ti, y todo Israel oirá, y temerá» (Dt 21:21).
Negar la pena de muerte es insistir en vida para el mal; quiere decir que a los malos se les da el derecho de matar, secuestrar, violar sexualmente y violar la ley y el orden, y se les garantiza la vida en vez de la muerte en el proceso. Al asesino se le da el derecho de matar sin perder la vida, y a las víctimas y víctimas potenciales se les niega su derecho a la vida.
Los hombres pueden hablar de amor incondicional, y misericordia incondicional, pero tal acto de amor y misericordia es condicional, porque, al concedérselo a un hombre, estoy apoyando las condiciones de su vida y negando las de otros en el proceso. Si amo y soy misericordioso con el homicida, no amo ni tengo misericordia con sus víctimas presentes y futuras. Todavía más, estoy en abierto desacato a Dios y su ley, que exige que no haya misericordia para el hombre culpable de asesinato: «Y no tomaréis precio por la vida del homicida, porque está condenado a muerte; indefectiblemente morirá» (Nm 35: 31).
Es más, Y no contaminaréis la tierra donde estuviereis; porque esta sangre amancillará la tierra, y la tierra no será expiada de la sangre que fue derramada en ella, sino por la sangre del que la derramó. No contaminéis, pues, la tierra donde habitáis, en medio de la cual yo habito; porque yo Jehová habito en medio de los hijos de Israel (Nm 35: 33, 34).
Levítico 26 deja en claro la maldición que cae sobre la tierra que menosprecia la ley de Dios; si el pueblo no limpia el mal de la tierra, Dios limpiará de gente a la tierra. En términos de esto, no es sorpresa que la historia haya estado tan continuamente en un trayecto de desastre alejado de la palabra-ley de Dios.
Este, entonces, es el significado del altar: es vida para los justos en Cristo, que son redimidos por su sangre expiatoria, porque representa la muerte inflexible e inmutable del mal. El altar es el testigo supremo de la pena de muerte, y del hecho de que esta nunca se descarta. Para nosotros, por la gracia de Dios, se cumplió en la persona de Jesucristo. No podemos travesear con la ley de Dios sin menospreciar a Cristo y su sacrificio, y con ello revelar nuestra naturaleza réproba, «Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios» (He 10: 26, 27).
Pero para nosotros que estamos en los términos del altar, es vida y garantía del castigo de los enemigos de Dios y su reino.

4. SACRIFICIO Y RESPONSABILIDAD

El sacrificio suele tratarse como una antigualla del pasado primitivo del hombre; se descartan los esfuerzos de dirigir la atención a un origen divino en términos de las Escrituras, y se nos dice que «todas las teorías monogénicas del origen del sacrificio se pueden repudiar sin miedo desde el principio». Estos desdenes petulantes descansan en la creencia en el hombre autónomo y su cosmovisión contraria a Dios.
El sacrificio es básico para la fe bíblica, y es básico para la ley bíblica. Toda consideración de la ley bíblica debe por necesidad reconocer la centralidad del sacrificio.
Al analizar el significado del sacrificio para la ley (porque nuestro interés aquí es legal antes que soteriológico), es necesario,
Primero, reconocer que el sacrificio bíblico requiere una doctrina de sacrificio humano que a la vez rechaza al hombre pecador como el sacrificio. Como Vos observó al comentar sobre el sacrificio de Isaac (Gn 22), «el sacrificio de un ser humano no se puede condenar en principio».
Todavía más, Todo el sacrificio bíblico descansa en la idea de que entregarle la vida a Dios, bien sea en consagración o en expiación, es necesario para la acción o restauración de la religión. Lo que pasa del hombre a Dios no se considera como propiedad, sino que, aun cuando sea propiedad para un propósito simbólico, siempre significa en último análisis entregar la vida. Y en la concepción original, esto no es ni en expiación ni en consagración la entrega de vida ajena; es la entrega de la vida del mismo oferente.
El segundo principio que subyace en la idea es que el hombre en relación anormal de pecado está descalificado para ofrecer esta entrega de su vida en su propia persona. Aquí se trae a colación el principio vicario: una vida toma lugar de otra vida.
En el AT se desaprueba no el sacrificio de la vida humana como tal, sino el sacrificio de la vida humana pecadora promedio. En la ley mosaica estas cosas se enseñan mediante un simbolismo elaborado.
Nótese que el sacrificio sirve tanto para expiación como para consagración. Es, como Vos señaló, «la entrega de la vida del mismo oferente», y sin embargo, debido a la descalificación del pecado, se introduce «el principio vicario», o sea, un sustituto provisto por Dios. Oehler, al considerar todas las formas de ofrendas y sacrificios, declaró: «La naturaleza esencial de una ofrenda en general es la devoción del hombre a Dios, expresada en un acto externo». Esto, entonces, es la esencia del sacrificio, la devoción total del hombre a Dios.
Segundo, esta devoción verdadera y total a Dios requiere obediencia a la ley de Dios en amor y fe. A los Diez Mandamientos le siguen llamados a la obediencia en total devoción: «Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas» (Dt 6:5; cf. vv. 1-6).
Antes de que se describieran los sacrificios en la ley, Moisés, en el Sinaí, exigió obediencia en el primer día (Éx 19: 5, 6) y, en el tercer día, se dictó la ley y se ofrecieron sacrificios (Éx 19:10—24: 8).
Es evidente que Jeremías se refería a esta primacía de obediencia a la ley (Jer 7: 21- 24). Los sacrificios debían ir ligados a la obediencia, según Jeremías 33: 10, 11, y serían en el día de la restauración. Los profetas denunciaban los sacrificios puramente formales; se requería obediencia para darle al sacrificio significado como la plena devoción del hombre a Dios.
Tercero, el sacrificio físico del hombre pecador como ofrenda a Dios es una ofensa aterradora contra él e invita el juicio (Jer 7:30-34). Puesto que la esencia del sacrificio es la devoción del hombre a Dios, el sacrificio humano representa un intento de soslayar la ley de Dios y buscar un camino a Dios hecho por el hombre.
El sacrificio humano es así humanístico hasta la médula; es expiación por el hombre en sus propios términos.
Cuarto, es obvio que los sacrificios, a diferencia de las ofrendas, tipificaban a Cristo, el hombre sin pecado y perfecto, que, en perfecta devoción a Dios, cumplió por completo la ley. Cristo, como el hombre sin pecado, fue el sacrificio aceptable en la expiación por los pecados de los elegidos, que son recibidos por su sangre expiatoria. De aquí que, para representar a Cristo, el animal ofrecido tenía que ser sin defecto.
Quinto, los sacrificios se exigían de todos los creyentes como vínculos de paz y unidad con Dios. Los que no están cubiertos por el sacrificio de Cristo están bajo sentencia de muerte. En el sistema sacrificial, el creyente «pondrá su mano sobre la cabeza del holocausto» (Lv 1: 4), o, más literalmente apoyará su mano.
Ciertas porciones del sacrificio y de todas las carnes eran porciones reservadas, prohibidas para el hombre; la sangre, la grasa o gordura, los riñones con la gordura encima, y, en el caso de las ovejas, la cola (también grasa); éstas eran las porciones continuamente reservadas, a diferencia de las porciones reservadas para el sacerdote. (Éx 29: 22; Lev. 3: 9; 7:3, 4; 8:25; 9:19, 20). Los sacrificios de animales que eran aceptables eran de ganado (bovino), ovejas (bovino), y cabras (caprino); de aves, palomas y pichones; todos estos estaban en la clase de animales «limpios» (Lv 9:3; 14:10; 5:7; 12:8; Nm 28:3, 9, 11; 7:16, 17, 22, 23; etc.).

EL DERRAMAMIENTO DE SANGRE ERA BÁSICO PARA LA UNIDAD DEL CREYENTE CON DIOS.

Oehler anotó:
El mediador del pacto primero le ofrece a Dios en la sangre una vida pura, que viene entre Dios y el pueblo, cubriendo y expiando al último. En esta conexión él rociamiento sobre el altar no significa solo la aceptación de Dios de la sangre, sino que al mismo tiempo consagra el lugar en el cual Jehová entra en interacción con su pueblo.
Pero cuando Dios acepta una porción de la sangre se la aplica todavía más al pueblo por un acto de rociamiento, y esto para significar que la misma vida que se ofrece en expiación por el pueblo también tiene el propósito de consagrar al mismo pueblo a la comunión del pacto con Dios.
El acto de consagración así se convierte en un acto de renovación de la vida, una traducción de Israel al reino de Dios, en el cual es llenado de energía divina vital, y es santificado para ser un reino de sacerdotes, un pueblo santo.

TODOS DEBEN ESTAR BAJO LA SANGRE, O ESTÁN BAJO CONDENACIÓN.

Sexto, el sistema sacrificial incorporaba en la ley un principio básico: mientras mayor la responsabilidad, mayor la culpabilidad, mayor el pecado. Esto se expone con claridad en Levítico 4, según lo cual hay cuatro niveles o grados de pecado:
(1) Del sumo sacerdote, 4:3-12, cuya ofrenda de pecado requería un becerro, el sacrificio más grande y más costoso. «Esta era la misma clase de ofrenda cuando toda la congregación pecaba». Los líderes religiosos, debido a que tienen una responsabilidad central con respecto a la ley de Dios, son mucho más culpables, y Dios los juzga mucho más severamente.
(2) El pecado de toda la congregación es lo que sigue en consecuencia, 4:13-21; «la congregación» aquí se refiere a la nación hebrea. El pecado colectivo de un pueblo es pecado de verdad; puede ser pecado de ignorancia, o desobediencia a la ley, pero con todo es pecado. El sacrificio exigido era de nuevo un becerro.
(3) El pecado de un gobernante, magistrado o funcionario civil, es el siguiente en orden de consecuencias. La ofrenda del pecado aquí es «un macho cabrío sin defecto» (4:22-26). El término «gobernante» incluye a «todos los magistrados civiles. Su alta responsabilidad aquí se muestra aquí tanto como en Pr 29:12: “Si un gobernante atiende la palabra mentirosa, Todos sus servidores serán impíos”». Es más, el texto habla de «Jehová su Dios» porque «el gobernante está obligado especialmente a ser un hombre de Dios».
(4) Los pecados de los individuos, de cualquiera del pueblo de la tierra, son los últimos en el orden de pecados (4:27-35). De los acomodados, los prósperos, se requería una cabrita; si no podían traer una cabrita, podían ofrecer una oveja. Para los pecados de inadvertencia, los pobres podían llevar dos palomas o dos pichones (Lv 5:11); para otros sacrificios también, era posible esta ofrenda de pobre.
Así que algunos individuos tenían una responsabilidad casi igual a la de los gobernantes, porque gobernaban un patrimonio o segmento de la sociedad. Psicológicamente, una cabrita es inferior a un cabrito; productivamente, su potencial es mayor. Algunos individuos podían a veces ejercer un poder mayor que las autoridades civiles, y su pecado es conmensurable a su responsabilidad.
Más aleccionador en la lista es la clara y gran prominencia que se da a los dirigentes religiosos, y el lugar marcadamente inferior que se da a las autoridades civiles. Según Proverbios 29:18, «Sin profecía el pueblo se desenfrena; mas el que guarda la ley es bienaventurado».
La palabra «profecía» se refiere al «ministerio profético», sin el cual «el pueblo se desenfrena». La ley y el orden dependen de la proclamación fiel de la palabra-ley profética de Dios, y, sin ella, surge la anarquía social.
Séptimo, la ignorancia de la ley no es excusa, ni tampoco los pecados de inadvertencia son menos pecados. Esto es claro de Levítico 4 y 5, que especifican los sacrificios por tales pecados. Bonar llamó la atención a la importancia de este aspecto de la ley: Aquí, también, aprendemos que «el pecado es infracción de la ley» (1 Jn 3:4).
No es solo cuando actuamos en contra a los dictados de la conciencia que pecamos; a veces podemos pecar y la conciencia nunca nos molesta.
El hombre moderno autónomo considera como pecado, si es que lo considera, solo lo que molesta a su conciencia. Pero la ley bíblica sostiene que el pecado y la iniquidad pueden ocurrir sin saberlo uno. El hombre, de hecho, puede pecar en buena conciencia, pero esto no altera el hecho de que peca; el criterio de si es transgresión no es la conciencia del hombre sino la ley de Dios. El canibalismo y el sacrificio humano se han practicado como a plena conciencia, y también como mucho más. La conciencia del hombre caído no es criterio legal.
Las principales ofrendas de la ley mosaica eran holocaustos, ofrendas de harina, ofrendas de paz, ofrendas de pecado, y ofrendas por transgresión. Los holocaustos, que consistían en becerros, cabras, carneros, ovejas, palomas o pichones, se quemaban por entero en el altar, excepto por la piel del animal, que le correspondía al sacerdote (Lv 1; 6:8-13; 7:8).
Las ofrendas del pecado y ofrendas por transgresión, como hemos visto, eran machos o hembras del rebaño, o palomas y pichones, y una décima parte de un efa de harina. Todas las ofrendas por el pecado, excepto las porciones reservadas para Dios, iban al sacerdote (Lv 6:24-30); y lo mismo era cierto de algunas de las ofrendas de transgresión (Lv 7:1-7).
Las ofrendas de harina consistían de harina fina, espigas verdes de grano, incienso, aceite y sal; de nuevo, una porción iba a los sacerdotes (Lv 2; 6:14-23). Las ofrendas de paz eran machos o hembras del hato y rebaño, de becerros, ovejas y cabras; también eran tortas sin levadura y hojaldres untadas con aceite. Pero también se podía usar pan con levadura (Lv 3; 7:11-13). La porción del sacerdote era la espaldilla y la pechuga.
El hecho de que las ofrendas que eran representantes vicarias del pecado del hombre llegaban a ser comida aceptable para los sacerdotes tenía un aspecto simbólico. «El memorial de la masa de pecado se consume en el fuego de la ira; pero el sacerdote toma su porción, a fin de mostrar que el pecado es limpiado de la masa». Pero, octavo, antes de que la limpieza pudiera ocurrir, la ley requería restitución.

LA META DEL SACRIFICIO Y DE LA LEY ES LA RESTAURACIÓN DEL ORDEN LEY DE DIOS.

El requisito de restitución se dirige al hombre y a Dios. Bonar comentó, con referencia a Levítico 16, El transgresor no debe ser el que gana al defraudar a la casa de Dios. Debe sufrir, aunque sea en cosas temporales, como castigo por su pecado. Debe traer, además de la cosa que ha defraudado a Dios, dinero en cantidad igual a una quinta parte del valor de la cosa. Esto se entregaba al sacerdote como jefe del pueblo en las cosas de Dios, y representante de Dios en las tareas santas.
Debía ser un diezmo doble porque era un intento de defraudar a Dios. (El diezmo que se daba de manera regular era un reconocimiento de que Dios tenía el derecho a las cosas de las que se daba el diezmo; y este diezmo doble era un reconocimiento de que, en consecuencia a este intento de defraudarle, se debía reconocer doblemente su derecho).
Finalmente, noveno, una ofrenda leudada era parte de la ofrenda de paz, hecho importante (Lv 7:13). Algunos toman la levadura como símbolo o tipo del pecado; es más bien un símbolo de la corruptibilidad. Como ofrenda de paz, esto era aceptable. Otras ofrendas habían establecido la expiación del hombre mediante la sangre de un inocente y sin defecto. El hombre ahora estaba en comunión con Dios, y las obras del hombre, aunque defectuosas, se vuelven por eso aceptables a Dios.
Todos los servicios del hombre a Dios tenían un elemento de corruptibilidad; sus obras, edificios, ofrendas y esfuerzos decaen y desaparecen. Son con todo un cumplimiento de la ley de Dios y sacrificio aceptable. La aceptación de las obras del hombre descansa no en su perfección, sino en la perfección de Dios y en la provisión divina de expiación para sus elegidos. La obediencia del hombre a la ley es ofrenda leudada, claramente corruptible, y sin embargo cuando es fiel y obediente a la autoridad y orden de Dios, es un «sacrificio» agradable a su vista y sin duda tendrá de Él recompensa.

5. SANTIDAD Y LEY

La relación entre la santidad y la ley es muy real e importante, aunque se descuida mucho. La atención se ha desviado, en años recientes, a conceptos erróneos por la obra influyente de Rudolf Otto: The Idea of the Holy [La idea de lo santo] (1923).
La santidad no se puede definir en sí misma ni de sí misma. Es un «atributo trascendental» de Dios y se debe definir primero que nada en relación a él.
Así que, primero, la santidad se debe definir, según las Escrituras, como separación, no allanable, con implicación de devoción. Tiene referencia a lo «inaccesible» de Dios. Como Vos señaló, tiene una significación ética: se refiere a la majestad y omnipotencia de Dios. En referencia al hombre, «el significado nunca es simplemente el de bondad moral, considerada en sí misma, sino siempre bondad ética vista en relación a Dios». Israel llegó a ser santo porque Dios en su gracia electora hizo de su pueblo del pacto su hijo por adopción (Dt 14:1-2).
Ahora bien, el hecho de que la santidad incluye separación, o, muy literalmente, un corte, hace evidente de inmediato su relación básica y esencial con la ley. La ley indica el principio del corte o separación. Donde hay ley, hay siempre una línea de separación. A la inversa, donde no hay ley, no hay línea de separación. Las sectas antinomianas pueden hablar fervorosamente de santidad, pero, debido a su negación de la ley, han negado el principio de santidad.
Se sigue, por consiguiente, que podemos decir, segundo, que toda ley bíblica tiene que ver con la santidad. Toda ley, al fijar una línea de división entre las personas de ley a diferencia de los pillos, las personas fuera de la ley, se preocupa por establecer un principio de separación en términos de Dios. Algunas leyes establecen también el principio de separación en una forma simbólica tanto como literal.
Por ejemplo, en Números 19:11-22, se requiere la separación de los muertos, y la purificación ritual después del contacto con los muertos. (Vea también Lv 5: 2, 3; 11: 8; Nm 31: 19, 20; 9: 10; Lv 21: 1-4; 22: 4, 6). Israel ha sido llamado a ser un pueblo santo (Éx 19:6; 22:31; 23:24; Lv 19:2; Dt 7:6; 14:2, 21; 26:18, 19).
Puesto que «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mt 22:32), ser hombre del pacto de Dios quiere decir separación de la muerte misma en última instancia.
Esta separación se establece en estas leyes. Siendo su destino la vida, el pueblo del pacto de Dios debe considerar la muerte como algo de lo cual Dios los separa. Es claro que la ley mosaica afirmó el principio de cuarentena en casos de enfermedades contagiosas en pleno reconocimiento de su naturaleza contagiosa, pero, incluso más básicamente, la ley de separación operaba en esa legislación para afirmar la santidad del pueblo de Dios (Dt 24:8; Lv 13).
El pueblo de Dios está destinado a la salud tanto como a la vida, y de aquí que se los «corta» simbólicamente de las enfermedades tanto como en protección del contagio.
No solo la muerte y la enfermedad debían ser apartadas del pueblo de la vida, sino también los eunucos y bastardos (Dt 23:1-2). También estaban prohibidas varias formas de mutilación propia (Dt 14:1, 2; Lv 19:27), así como también los tatuajes (Lv 19:28). La enfermedad y la edad pueden estropear el cuerpo; al pueblo de Dios se le prohíbe estropearlo. Algunas de estas marcas representaban pactos con otros dioses, otro motivo de separación.
Con respecto a la prohibición de eunucos y bastardos, o sea, su expulsión de la congregación debe ser hasta la décima generación. Según una nota de pie de página en el Talmud, entrar en la congregación del Señor era equivalente a ser «elegible para casarse con israelitas», y, según otra nota editorial, la expresión «hasta su décima generación» quería decir «el estigma es perpetuo».
La prohibición de matrimonio era quizá un factor real; la pena debe haber dado resultado para dificultar el matrimonio. Pero esto no va a la raíz del asunto. La prohibición no era en cuanto a fe; o sea, no se indica que los bastardos y eunucos. o en Deuteronomio 23: 3 amonitas y moabitas, no podían ser creyentes. Hay, de hecho, en Isaías 56: 4, 5 una promesa particularmente fuerte de bendición a los eunucos creyentes, y su lugar como prosélitos era real incluso en la era del fariseísmo endurecido (Hch. 8: 27, 28).
Rut, la moabita, se casó dos veces, primero con un hijo de Noemí, y después con Booz, para llegar a ser antepasada de Jesucristo (Rut 1:4; 4:13, 18-21; Mt 1:5). No hay razón para dudar que muchos eunucos, bastardos, amonitas y moabitas llegaran a ser creyentes y que fueran fieles adoradores de Dios. Congregación tiene referencia a toda la nación en su función gubernamental como pueblo del pacto de Dios. G. Ernest Wright la definió como «la totalidad de la comunidad organizada y reunida para varios propósitos, particularmente la adoración».
Los hombres de sangre legítima eran jefes de familias y de tribus. Estos hombres eran la congregación de Israel, no las mujeres y los niños, ni las personas excluidas.
Todo lo que la ley requería sobre la integridad y el decoro se debía aplicar a todo «extranjero» (Lv 19:33, 34), y por cierto no se dejaba fuera al hijo ilegítimo de un hombre, ni al eunuco, ni al amonita o moabita. El propósito del mandamiento aquí es la protección de la autoridad. La autoridad en el pueblo de Dios es santa; exige separación. No le pertenece a todo hombre solo debido a su humanidad.
La traducción de la Nueva Versión Internacional de Deuteronomio 23:1-3 podría permitir la admisión de estas personas excluidas en su décima generación.
Hay algo de base para tal interpretación en los términos de Deuteronomio 23:7, 8, en donde a los edomitas se les da entrada en «la congregación de Jehová» en la tercera generación.

LAS BASES PARA LA EXCLUSIÓN SON SIGNIFICATIVAS.

Edom recibió a Israel con enemistad abierta, franca (Nm 26:18, 20), y Egipto procuró destruirlos (Éx 1:22), pero Amón y Moab procuraron más bien pervertir a Israel (Nm 22:25; 31:16), después de que Israel les mostró tolerancia (Dt 2:9, 19, 29). Un débil eco de este principio apareció en la forma en que Napoleón trató al cirujano mayor Mouton, que había desdeñado a la princesa de Liechtenstein y a los hombres de su casa.
Napoleón, haciendo que Mouton compareciera ante su personal, declaró: «Entiendan esto, caballeros, uno mata hombres, pero nunca los avergüenza. ¡Fusílenlo (a Mouton)!». Más tarde, se le perdonó la vida a Mouton y él entendió la lección.
Edom y Egipto trataron de matar a Israel; Amón y Moab trataron de pervertir y degradar a Israel, y su castigo fue debidamente severo.
Se citan otras causas de impureza ceremonial y física: hemorragia (Lv 15: 2-16, 19-26); alumbramiento (Lv 12: 1, 2, 4, 5); menstruación (Lv 15: 19-31; 18: 19); relaciones sexuales, como en contra de la creencia del culto de la fertilidad de que implicaba comunión con los dioses (Lv 15:16-18; 18:20); personas inmundas (Nm 19:22); botín de guerra (Nm 31: 21-24); y también el tocar o comer cosas santas sin autorización (Lv 22: 3, 14). El enfoque humanística ve en estas leyes un remilgo con respecto a las cosas, o si no un aborrecimiento puritano de ellas. Nada puede estar más lejos de la verdad. El punto en cuestión no es la respuesta del hombre a las cosas sino su santidad en términos de separación para el Dios viviente.
Muchas de las cosas citadas constituían, en el paganismo, maneras particulares de santidad; aquí, la base de la santidad es separación para Dios.
El asunto de los votos va estrechamente ligado a la santidad. Hacer un voto es dedicar algo o uno mismo a Dios, santificárselo. Las leyes de los votos, así como también las leyes de redención de las cosas en cuestión, aparecen en Levítico 22:21; 27:1-29; Números 6:3-21; 30:1-15; Deuteronomio 12:6, 26; 23:21-33.
Los votos eran voluntarios, pero un aspecto importante del voto nos lleva a un tercer aspecto de la ley de santidad. El hombre siempre quedaba ligado por su voto.
El hombre, creado a imagen de Dios, fue llamado a andar bajo la ley de Dios y en obediencia al mandato de la creación. John Marsh ha llamado la atención a un aspecto aleccionador de la responsabilidad-imagen del hombre:
Un hombre siempre queda obligado incondicionalmente por cualquier clase de voto (o sea, votos de toda clase, y un voto de abstinencia). Es interesante notar que para la mentalidad hebrea la palabra de todo hombre debía realizar aquello que impone: la palabra de Dios, por supuesto, siempre lo hacía; no podía volver a él vacía. Un hombre podía acariciar intenciones de hacer ciertas cosas y no estar obligado por ellas. Pero una vez que expresaba su intención en palabras, entonces la obligación pesaba sobre él incondicionalmente.
Solo un hombre libre podía hacer tal voto. Una vez hecho, tenía que cumplir el voto. El voto de una mujer soltera podía ser anulado por su padre; como estaba bajo autoridad, no podía hacer lo que quisiera. Lo mismo era cierto de la mujer casada (Nm 30:1-16). Una mujer divorciada o viuda era libre para hacer votos, pues era independiente. La implicación era clara.
La santidad y devoción de una mujer está sujeta primero que nada a la autoridad de su esposo. La ley de Dios desautoriza todos los votos de servicio que una mujer hace sin el consentimiento de su esposo o su padre. La santidad de una mujer no se halla en una evasión de su lugar.
Un voto de tipo especial era el del nazareo (Nm 6:2-21). El nazareo era un hombre o una mujer que hacía un voto o por una temporada observaba leyes estrictas de separación en el curso del cumplimiento de su voto. La abstinencia de licores de todo tipo, de uvas y pasas, no cortarse el cabello, y la separación de los muertos marcaba el aspecto notorio de este voto. El período usual del voto era breve. No había separación de la rutina de la vida de familia y de trabajo. La esencia de la separación nazarea no era la abstinencia sino la separación «para el Señor» en el cumplimiento de un servicio o voto en particular.
Un cuarto aspecto de la santidad aparece en cuestiones de alimentos. No se podía comer ninguna carne despedazada por las bestias del campo (Éx 22: 31), o sea, carne de un animal que no se hubiera matado como era debido (Lv 7: 22-27).
Las primicias se daban al Señor (Éx 23: 19; 34:26), indicando con ello la santidad del todo. Estaba prohibido comer la grasa y la sangre (Lv 7: 22-27; 19: 26). Se mencionan los animales limpios e inmundos en cuanto a alimentación (Lv 11); queso bien al pueblo del pacto se le prohíben los animales muertos e inmundos, si los extranjeros los consideraban buen alimento, no estaba mal venderles tales artículos (Lv 17:10-16).
A los árboles frutales había que dejarlos cinco años antes de que se consideraran «circuncidados» y comestibles (Lv 19:23-26); la circuncisión del árbol era la recolección ceremonial en el cuarto año y en dedicación al Señor. Los alimentos que Dios había prohibido deberían ser «abominables» para su pueblo (Lv 20:25; Dt 14:13-21). No hay duda de que estas leyes eran y son básicas para la buena salud; también no hay duda del hecho de que son leyes de santidad. Estas leyes de santidad son una «bendición» (Dt 12:15) para la vida física del pueblo de Dios, o sea, para su salud.
En este respecto, ellas son otra ley de separación de la muerte. La salud es casi un aspecto de santidad, y la plenitud de la salud está en la resurrección.
Un quinto aspecto de la santidad tiene referencia al vestido. El vestido travesti es «abominación» al Señor (Dt 22:5); es una hostilidad estéril y perversa al orden creado de Dios. De manera similar, se prohíbe llevar vestido de materiales mezclados, lana y lino juntos (Dt 22:11; cf. Lv 19:19). Unir de manera no natural cosas diversas es despreciar el orden de la creación de Dios.
Sexto, la tierra misma es santa y se puede contaminar hasta si se deja a un hombre colgado de noche (Dt 21:22, 23). En breve, la tierra misma se debe considerar como separada y dedicada a Dios. Tenemos aquí una instancia de norma jurídica. Si un cuerpo que se deja por la noche contamina la tierra, ¿cuánto más el uso abusivo de la tierra por parte del hombre, su menosprecio de la creación de Dios, y su intento de hibridar y mezclar lo que Dios ordenó que sea separado?
Finalmente, séptimo, se debe notar que, en tanto que los cristianos evangélicos hoy se preocupan grandemente por la santidad personal, la Biblia también se preocupa por la santidad nacional. El llamado a ser un pueblo santo, declarado repetidas veces, tiene referencia a la nación, llamada a ser «una nación santa» (Éx 19: 6).
La santidad de una nación descansa en su estructura-ley. En donde se imponen las leyes de Dios, y se protege la verdadera fe, existe una nación santa. El filo cortante de la ley es el principio de la santidad nacional. Sin este cimiento de ley, no puede existir santidad. Mediante la ley de Dios, una nación se dedica a sí misma a la vida; sin la ley de Dios, se dedica a la muerte, y se «corta» del único verdadero principio de vida.
En todo, pues, la santidad nos lleva cara a cara con leyes bien materiales. Toda ley bíblica se preocupa por la santidad. Toda ley produce una línea divisoria, una separación entre los que acatan la ley y los que la quebrantan. Sin ley, no puede haber separación. La antipatía moderna y su aborrecimiento de la ley también es aborrecimiento de la santidad.
Es un intento de destruir la línea de separación entre el bien del mal mediante la abolición de la ley. Pero, debido a que Dios es santo, la ley está escrita en la estructura misma de todo ser; no se puede abolir la ley; solo se la puede imponer, si no por el hombre, entonces ciertamente por Dios.

6. LA LEY COMO GUERRA

Las leyes bíblicas tratan expresamente de los detalles de la adoración según se ordenó para Israel. No nos interesan estos detalles, excepto en donde incluyen y establecen conceptos y principios de ley.
Acudiendo a tales instancias, primero, el efod y el pectoral del sumo sacerdote son significativos. En Éxodo 28:6-14, se describe el efod, que es parte de la vestidura sacerdotal, y en Éxodo 28:15-30, se describe el pectoral. Ambos artículos tenían una característica común: el efod tenía dos piedras en las hombreras en las cuales estaban grabados los nombres de las tribus de Israel, para que el sumo sacerdote las llevara ante el Señor (Éx 28:12), y el pectoral tenía doce piedras, una por cada tribu (Éx 28:21, 29).
Tanto en lo religioso como en lo legal, estas piedras son importantes. Al acercarse el sumo sacerdote al altar y al trono, representaba ante Dios al pueblo del pacto. Básicamente, pues, sus oraciones eran por el pueblo de Dios. Legalmente, las piedras, que representaban al pueblo del pacto, indicaban que el gobierno de Dios es en esencia para los propósitos de Dios, que se ve que incluyen al pueblo del pacto.
Por órdenes de Dios, la función primaria del sumo sacerdote, dirigida a Dios, es interceder por el pueblo del pacto. No ora por cualquiera: su llamado esencial es orar por los que son de Dios. El trono funciona para  proteger al pueblo del trono. La prioridad del pueblo de Dios, según la establece el efod y el pectoral, es lo que ha ordenado Dios.

HAY POR TANTO UNA PARCIALIDAD Y A LA VEZ UNA IMPARCIALIDAD EN LA LEY DE DIOS.

En sentido general, la ley de Dios funciona de manera imparcial para hacer que el sol brille por igual sobre buenos y malos, y que la lluvia caiga sobre justos e injustos (Mt 5: 45). Todavía más, con respecto a la nación, la protección equitativa y el gobierno de la ley se aplica a todos, al «nacido en casa» y al «extranjero» (Éx 12: 49; Lv 24:22; Nm 9:14; 15:15, 16, 29). El principio de «una ley» para todos es básico para ley bíblica.
Por otro lado, hay una parcialidad definitiva en la ley bíblica. En instancias demasiado numerosas para citar, Dios «interviene» en la historia para derrotar a los enemigos de su pueblo del pacto; usó el clima, las plagas, y diferentes medios, desde las plagas contra Egipto y en adelante. Todavía más, la ley que se da a Israel es parcial en que protege un orden, el orden-ley de Dios, y el pueblo de ese orden.
Se prohíbe la idolatría; se castigan las violaciones del orden-ley, y, en todo punto, la ley de Dios es protección del orden de Dios y del pueblo del orden-ley de Dios.
El concepto moderno de tolerancia no es un principio legal válido sino un apoyo a la anarquía. ¿Se deben tolerar todas las religiones? Pero, como hemos visto, toda religión es un concepto de orden-ley. La tolerancia total quiere decir total permisividad de toda clase de prácticas: idolatría, adulterio, canibalismo, sacrificios humanos, perversión, y todo lo demás. Tal tolerancia total no es ni posible ni deseable.
Las piedras del efod y el pectoral establecen el principio de parcialidad. El que los hombres, por oración y por ley, se muevan en términos de esta parcialidad no es ni malo ni egoísta, sino santo. Orar por otros es piadoso, pero descuidar a todos los de nuestra casa y nuestras necesidades no es bueno; hace al hombre peor que un incrédulo (1ª Ti 5:8). El que un orden ley descuide su propia protección es perverso y suicida. Tolerar la rebelión es en sí mismo una actividad subversiva.
Un segundo principio aparece en otro caso de jurisprudencia. Deuteronomio 23:18 dice: «No traerás la paga de una ramera ni el precio de un perro a la casa de Jehová tu Dios por ningún voto; porque abominación es a Jehová tu Dios tanto lo uno como lo otro»; el versículo anterior, 23:17, dice: «No haya ramera de entre las hijas de Israel, ni haya sodomita de entre los hijos de Israel» (Lv 19:29).
La palabra «ramera» en Deuteronomio 23: 17 se da en una nota marginal como «sodomita»; la prohibición de la prostitución se dio antes en Levítico 19: 29. Es evidente que se refiere aquí a las lesbianas. La ley contra la homosexualidad aparece en Levítico 18:22 y 20:13. La referencia en Deuteronomio 23:17, 18 es a la prostitución sagrada como parte del culto y adoración de la fertilidad. Esta práctica apareció más tarde en la nación (1ª R 14: 24; 15:12; 2ª R 23:7; Am 2:7; se usa para describir la apostasía de Israel en Jer 3:2, 6; 8:9, 13). Hay que notar que la Biblia aplica un término de desprecio, «perro», al homosexual. El punto, sin embargo, de la ley es este: el mismo impulso religioso de la ramera y del homosexual son en extremo despreciables a la vista de Dios; su salario jamás puede ser una ofrenda aceptable para Dios.
No es que a los pecadores se les prohíba ofrendar, sino más bien que las ganancias del pecado no se pueden aceptar. El punto es significativo. Estamos acostumbrados a pensar eclesiásticamente sobre tales ofrendas. Pero el «voto» establece una norma, una norma jurídica religiosa. Los términos de un voto tienen una santidad especial.
Pero cuando el voto y su promesa representan un orden y una ley extraños, esa promesa no es admisible y es «abominación». La persona que hace el voto no tiene lugar ante la ley, ni ninguna prerrogativa ante el trono. La ramera y el sodomita que traían sus promesas no eran simples pecadores ante la ley, sino, más que eso, transgresores, fuera de la ley. Hay una diferencia marcada entre un pecador ante la ley y el enemigo de la ley.
Ningún impuesto u ofrenda de ningún enemigo de la ley era aceptable. Al pecador se le ordena que presente una ofrenda. Al infractor se le prohíbe que la presente. Debido a que hay «una ley» para todos, el infractor tenía derecho a la justicia bajo esa ley, como lo atestigua la apelación de las dos rameras a la corte de Salomón (1ª R 3: 16-28).
El infractor recibe justicia, pero no ciudadanía. Imponerle impuestos al delito es darle legitimidad y posición legal como sustentador financiero de la ley; el próximo paso, entonces, sería concederle derechos iguales a la protección de la ley, lo que significaría inmunidad. Bajo la influencia bíblica, la mayoría de los países han decretado que los delincuentes pierdan su ciudadanía, y que los condenados no tengan existencia legal.
La presión hoy es contra tal legislación, y los impuestos se aplican a todos, con representación creciente para todos. Deuteronomio 23:17, 18 es el cimiento legal para una ciudadanía excluyente en términos del ordenley. Es significativo que el término común que se aplica a las prostitutas en las Escrituras es «extraña» o «mujer extraña», es decir, extranjera. No solo que la prostitución era en esencia una práctica foránea al pueblo del pacto, sino que una muchacha israelita, si se hacía prostituta, se consideraba «profana» (Lv 21: 9, NVI), o sea, excluida del templo, del principio de ciudadanía, extranjera.
El homosexual también estaba fuera de la ley; pero por lo menos a la prostituta, aunque la llamaban «mujer extraña» (Pr 2:16; 5:3, 20; 6:24; 7: 5; 23:27, 33; 27: 13), la incluían entre los humanos, pero al homosexual lo llamaban «perro» (Dt 23: 18; Ap 22:15), no lo consideraban humano; es, como el texto griego de Romanos 1:27 deja en claro, el producto calcinado de la rebelión.
Hay, en sentido amplio, tres posibles maneras en que la ley considera al delincuente y al disidente, y la diferencia entre los dos es grande, aunque ambos están contra la ley. Primero, hay la actitud que se puede resumir como la de la iglesia «medieval», de que los herejes han abdicado sus derechos ante la ley. De este modo, a Juan Hus se le dio salvoconducto al Concilio de Constancia, y luego se revocó el salvoconducto en base a que era hereje.
A Segismundo se le presionó para que rompiera su promesa de salvoconducto, en base a su propia seguridad, «porque el que protegía a herejes era hereje él mismo». Tal actitud hizo difícil toda protección mediante la ley y en contra del orden establecido mediante la ley. Se suponía que la ley debía proteger a la sociedad en contra de la herejía, pero en la realidad el sistema, en sí mismo libre para practicar la herejía, podía destruir a cualquier crítico con una simple acusación.
La sospecha destruía los derechos; una persona era culpable por implicación antes de que se demostrara que era culpable.
Una segunda posible manera en que la ley puede considerar al delincuente y al disidente se halla en el estado moderno liberal, como en los Estados Unidos de América. Se han hecho esfuerzos directos para atacar la ley que despoja de su ciudadanía a los delincuentes convictos.
Indirectamente, sus derechos han sido más que restaurados. La Corte Suprema de los Estados Unidos casi ha destruido las leyes respecto a la calumnia y difamación; se favorece al «delincuente» en vez de a sus víctimas. Violadores y asesinos confesos han sido puestos en libertad por tecnicismos imaginarios, en clara parcialidad hacia el delincuente y en contra de la víctima. Gardner ha observado, de las cortes y de la «ley» hoy, que «se protegen los derechos del individuo, siempre y cuando el individuo haya cometido un delito».
Aunque las leyes de muchos estados admiten, y en algunos casos requieren la pena capital por ciertas ofensas, la Corte Suprema de los Estados Unidos declaró que «la sentencia de muerte no la puede imponer un jurado del cual personas con escrúpulos de conciencia o religiosos contra la pena capital quedan excluidas automáticamente».
En otras palabras, ¡la corte exigió que a las personas que niegan la validez de la ley se les pida que «impongan» la ley! Esto es, por supuesto, un ataque claro a la pena capital y en efecto la abolición de la misma. La corte no cuestiona la posible inocencia del condenado; su culpa se admite implícitamente.
Pero la corte de nuevo dictaminó en favor de los derechos superiores del delincuente y del disidente en contra de la ley y del que acata la ley.
Una tercera posible manera en que la ley considera al delincuente y al que disiente es la manera bíblica: «La misma ley será para el natural, y para el extranjero que habitare entre vosotros» (Éx 12: 49). La ley debe proveer justicia igual para todos. Una persona es inocente hasta que se demuestre que es culpable, y se requieren dos testigos (Nm 35: 30; Dt 17:6).
Las dos prostitutas del día de Salomón pudieron argumentar su caso hasta el mismo Salomón (1ª R 3: 16-28). Pero su derecho de apelación no las hacía ciudadanas; sea que las mujeres fueran de sangre israelita o de extracto foráneo, eran extranjeras por ley, sin derecho a ciudadanía. Sus ofrendas estaban excluidas del templo. Puesto que el Lugar Santísimo era el salón del trono de Dios, el que se les prohibiera hacer voto por el trono era una negación de la ciudadanía; era exención de impuestos, puesto que la persona no tenía existencia legal como miembro del estado.
Al analizar Levítico 4, vemos que los niveles o grados del sacrificio recalcaban el principio de que a mayor responsabilidad, mayor la culpabilidad, mayor el pecado.
También es evidente ahora que la irresponsabilidad delincuente quería decir pérdida de derechos. El hombre que no está dentro de la ley es un delincuente; los derechos conferidos por el orden-ley pertenecen a los que viven dentro del orden ley.
El bueno tiene los derechos. Hay así una diferencia significativa entre el debido proceso de ley y los privilegios de la ciudadanía.
Hemos visto, hasta aquí,
Primero, con respecto al pectoral y al efod, la parcialidad tanto como la imparcialidad de la ley;
Segundo, hemos visto, todavía más, que la irresponsabilidad delincuente significa pérdida de derechos. Ahora, tercero, llegamos al meollo del asunto, es decir, que la ley es un tipo de guerra, y, en verdad, la principal y continua forma de guerra. El segundo mandamiento prohíbe imágenes talladas en la adoración; requiere la destrucción de todas esas formas de adoración:
«No te inclinarás a sus dioses, ni los servirás, ni harás como ellos hacen; antes los destruirás del todo, y quebrarás totalmente sus estatuas» (Éx 23:24). En Deuteronomio 12:1-14 se da con claridad el contraste: la obediencia significa por un lado la destrucción de todos los lugares de adoración idólatra, y, por otro lado, llevar ofrendas a Dios a la manera prescrita y al lugar prescrito.
El mandamiento de destruir los lugares y loa ídolos se repite en Deuteronomio 7: 5; 16: 21, 22, Números 33:52; y Éxodo 34:13, 14. Pero, en ciertos casos, la destrucción de las imágenes talladas también requería la destrucción del pueblo de las imágenes (Dt 7: 1-5); no solo que se prohíben los pactos con los cananeos, sino también casarse con ellos.
Por orden de Dios a los cananeos se les «dedicó» o separó, o «santificó» a muerte.
Este es un punto importante y merece atención cuidadosa. La ley específicamente prohibía represalias contra los egipcios y todo otro extranjero; debían recordar su opresión en Egipto como medio de una mayor dedicación a la justicia para todos bajo la ley de Dios (Lv 19:33-37). Como habían sufrido injusticias en tierras extranjeras, debían cuidarse de no ser, como los egipcios, instrumentos de injusticia.
Egipto trató de exterminar a todos los hebreos (Éx 1:15-22), pero a Israel se le exigía que hiciera justicia a todos los egipcios en términos de su obediencia individual o desobediencia a la ley. Pero todos los cananeos fueron apartados para morir. No era por enemistad contra Israel sino contra la ley de Dios. Egipto era enemigo de Dios como lo era Canaán, pero la iniquidad de los cananeos era «completa» o total a los ojos de Dios (Gn 15:16; Lv 18:24-28, etc.).
La prostitución y la homosexualidad se habían convertido en prácticas religiosas al punto en que la gente estaba arraigados en la depravación y orgullosa de estarlo. Su iniquidad era completa o total. Por eso, Dios los sentenció a muerte e hizo de Israel el verdugo.
Ahora este hecho se cita mucho como «evidencia» de que la Biblia representa a un Dios inmoral y una moralidad horrible; tal acusación es una demostración de odio, no de inteligencia. Si los individuos y naciones han desaparecido repetidas veces abruptamente de la historia, es por algún tipo de «dictamen» de la historia (o materialismo dialéctico, o evolución, o cualquier otro dios al que uno se aferre) contra estas personas y naciones.
Los historiadores citan tales dictámenes repetidas veces y concuerdan. Lo que los molesta con respecto al veredicto contra los cananeos es el criterio que Dios usó al emitirlo. Si Dios hubiera declarado que los cananeos eran opresores crueles, capitalistas, y por consiguiente bajo condenación, su veredicto hubiera obtenido alabanza fervorosa de muchos intelectuales.
Pero Dios es Dios, y no los intelectuales, y, como resultado, prevalece el criterio de Dios, y no el del hombre. Los cananeos como un todo merecían la muerte; la paciencia de Dios les concedió unos pocos siglos desde los días de Abraham hasta los de Josué, cuando por fin ordenó que se ejecutara la sentencia. El que Israel no la ejecutara por completo a la postre les acarreó castigo.
La sentencia de muerte contra Canaán es un verdadero acto de guerra. La guerra a veces se libra con objetivos limitados; en otras ocasiones, la guerra es a muerte, porque la naturaleza de la lucha lo requiere. Cuando, en siglos anteriores, la guerra no incluía principios bien arraigados sino asuntos locales, la guerra era limitada en alcance y mortandad.
Cuando la rebelión se volvió un hecho de la escena occidental con la Revolución Francesa, la guerra total se hizo una realidad, guerra a muerte en términos de principios mutuamente excluyentes. Cuando se libra guerra contra el cielo, las consecuencias son la muerte, no la muerte de Dios sino la muerte de los pueblos que pelean.
En breve, todo orden-ley es un estado de guerra contra los enemigos de ese orden, y toda ley es una forma de guerra. Toda ley declara que ciertos ofensores son enemigos del orden-ley y hay que arrestarlos. Para las ofensas limitadas, hay penas limitadas; para las ofensas capitales, está la pena capital. La ley es un estado de guerra; es la organización de los poderes del gobierno civil para llevar ante la justicia a los enemigos del orden ley.
Los oficiales de la ley están debidamente armados; en un estado santo, deben estar armados por la justicia de la ley tanto como con armas de guerra, a fin de defender a la sociedad contra sus enemigos.
Los amigos de la ley, por consiguiente, procurarán en todo momento mejorar, fortalecer y confirmar un orden-ley santo. Los enemigos de la ley, de manera similar, estarán en continua guerra contra la ley. La enemistad contra la ley será directa e indirecta, recurrirá a la rebelión interna mediante legislaturas y cortes, y al ataque externo mediante desobediencia, desprecio y ataque intelectual.
Todo orden ley estará sujeto a ataques, porque, aparte del cielo, todo orden-ley tendrá enemigos dentro. La pregunta crítica, por consiguiente, no es: «¿Será atacada la ley?» sino más bien: «¿Resistirá el orden-ley los ataques?». ¿Hay salud en el cuerpo político para resistir la enfermedad? Cuando se le ordenó a Israel que destruyera a los cananeos (Dt 7: 1-11), también se le dijo que la obediencia resultaría en salud: fertilidad para el hombre y la bestia, e inmunidad de las enfermedades de Egipto (7: 12-26).
Nótese la justa posición de la promesa y el mandamiento: Y por haber oído estos decretos y haberlos guardado y puesto por obra, Jehová tu Dios guardará contigo el pacto y la misericordia que juró a tus padres.
Y te amará, te bendecirá y te multiplicará, y bendecirá el fruto de tu vientre y el fruto de tu tierra, tu grano, tu mosto, tu aceite, la cría de tus vacas, y los rebaños de tus ovejas, en la tierra que juró a tus padres que te daría. Bendito serás más que todos los pueblos; no habrá en ti varón ni hembra estéril, ni en tus ganados. Y quitará Jehová de ti toda enfermedad; y todas las malas plagas de Egipto, que tú conoces, no las pondrá sobre ti, antes las pondrá sobre todos los que te aborrecieren.
Y consumirás a todos los pueblos que te da Jehová tu Dios; no los perdonará tu ojo, ni servirás a sus dioses, porque te será tropiezo. (Dt 7: 12-16).

CLARAMENTE, UNA BASE Y CONDICIÓN DE LA SALUD SOCIAL ES LA DESTRUCCIÓN DEL MAL SOCIAL.

Puesto que la ley es una forma de guerra, se sigue que hay de continuo una barrera obligatoria a la paz con el mal. El hombre no puede buscar la coexistencia con el mal sin por ello declarar la guerra a Dios. La ley declara, hablando de los amorreos y moabitas, al parecer en el caso de su vida continua en términos de su cultura ley: «No procurarás la paz de ellos ni su bien en todos los días para siempre» (Dt 23: 6).
Un orden ley no puede escapar de la guerra: si hace la paz en un aspecto, declara la guerra contra otro. Un sistema ley es una forma de guerra.
El hecho de la guerra sigue constante: el objeto de la guerra puede cambiar. Los estados marxistas aducen estar por la «paz mundial», pero esto es solo en términos de conquista total y guerra total contra Dios y contra todos los hombres.
Mientras más se desea la paz total, más se requiere la guerra total. La nueva creación de Jesucristo es el resultado final de su guerra total contra un mundo caído; requiere la supresión permanente del mal en el infierno. La nueva creación exigida por las varias formas de socialismo requiere una supresión permanente del Dios de las Escrituras y de su pueblo del pacto. Puede haber paz en el cielo, pero no paz entre el cielo y el infierno. Un orden-ley puede tener paz solo al negar la posibilidad de paz con el mal. El jurista protestante irlandés, John Philpot Curran (1750-1817), dijo, en 1790, en un discurso sobre «El derecho de elección»:
«Es destino común del indolente ver sus derechos a convertirse en presa del activo. La condición bajo la que Dios ha dado libertad al hombre es vigilancia eterna; tal condición, si la rompe, la servidumbre es a la vez consecuencia de su delito y castigo de su culpa».
Los que buscan la paz con el mal están buscando no la paz que profesan sino la esclavitud, y la forma más segura de todas es la muerte y la tumba.

7. LA LEY Y LA IGUALDAD

La muerte es el fin del conflicto, y una sociedad que busca una paz falsa, busca la muerte. Un antropólogo ha escrito:
El conflicto es útil. De hecho, la sociedad es imposible sin el conflicto. Pero la sociedad es peor que imposible sin control del conflicto. La analogía del sexo es pertinente de nuevo: la sociedad es imposible sin sexualidad regulada: el grado de regulación difiere entre sociedades. Pero la total represión conduce a la extinción; la falta total de represión también conduce a la extinción.
La represión total del conflicto conduce a la anarquía con tanta certeza como el conflicto total.
Nosotros, los occidentales, le tenemos miedo al conflicto hoy porque ya no lo entendemos. Vemos el conflicto en términos de divorcio, motines, guerra; y los rechazamos de plano. Y, cuando suceden, no tenemos «instituciones sustitutas» que hagan el trabajo que debería haber hecho la institución que fracasó. En el proceso y a costa nuestra no nos permitimos ver que el matrimonio, los derechos civiles y los estados nacionales son todas instituciones construidas sobre el conflicto y su control sensible y determinado.
Hay básicamente dos formas de resolución del conflicto: reglas administradas y pelea. Ley y guerra. Demasiado de una u otra destruye lo que se debía proteger o agrandar.
La posición de Bohannan es humanística y relativista. Como resultado, el conflicto en una sociedad de su carácter tiende a la anarquía. Con todo hombre siendo ley por sí mismo, sin ningún absoluto aparte de la voluntad del hombre, el conflicto total y la anarquía total serán las únicas alternativas a un régimen totalitario.
El problema del conflicto no se puede resolver de ninguna manera justa y ordenada en una sociedad relativista. Puesto que se legitimiza toda perspectiva, religión y filosofía, y se hace ciudadano a toda persona, todo tipo posible de ley, y toda cultura posible, se admite como legal.
Entonces un estado represivo y totalitario lo suprime todo, o prevalece y reina la anarquía.

EL INDIVIDUALISMO Y EL COLECTIVISMO SON PRODUCTOS DEL LIBERALISMO.

Ellul ha observado:
Se piensa que una sociedad individualista, en la cual se piensa que el individuo tiene un valor más alto que el grupo, tiende a destruir a los grupos que limitan el ámbito individual de acción, en tanto que una masa social niega al individuo y lo reduce a una cifra. Pero esta contradicción es puramente teórica y un engaño. En realidad, una sociedad individualista debe ser una masa social, porque el primer movimiento hacia la liberación del individuo es dividir los grupos pequeños que son un hecho orgánico de la sociedad entera. En este proceso el individuo se libra completamente de todo lazo de familia, pueblo o parroquia, solo para hallarse quizá en una situación directa contra la sociedad entera. Cuando las estructuras locales no mantienen unidos a los individuos, la única forma en que pueden vivir juntos es en una masa social no estructurada.
De modo similar, una masa social puede solo basarse en individuos; es decir, en hombres en aislamiento, cuyas identidades quedan determinadas por sus relaciones de unos con otros. Precisamente porque el individuo aduce ser igual a todos los demás individuos, se vuelve una abstracción y queda reducido en efecto a una cifra.
Tan pronto como los grupos orgánicos locales se reforman, la sociedad tiende a dejar de ser individualista, y por consiguiente pierde su carácter masivo también. Lo que ocurre entonces es la formación de grupos orgánicos de elite en lo que sigue siendo una masa social, pero que descansa en el marco de trabajo de partidos políticos fuertemente estructurados y centralizados, sindicatos, y cosas por el estilo.
Estas organizaciones alcanzan solo a una minoría activa, y los miembros de esta minoría dejan de ser individualistas al integrarse a tales asociaciones orgánicas. Desde esta perspectiva, la sociedad individualista y la masa social son dos aspectos corolarios de la misma realidad.
Esto corresponde a lo que hemos dicho en cuanto a los medios masivos de comunicación: para desempeñar una función propagandista deben captar al individuo y a las masas al mismo tiempo.
El liberalismo disuelve los lazos religiosos y de familia de una sociedad y deja solo al individuo sin raíces y al estado humanística. La sociedad entonces oscila entre el colectivismo y el individualismo.
Un orden social que niega que Dios sea la fuente de la ley debe por necesidad buscar su principio de ley en la historia o en el hombre. El conflicto de ley, entonces, ya no es entre la ley de Dios y el pecado del hombre, sino que ahora es la ley de algún ordenamiento de los hombres, que ahora hace pecadores a todos los demás hombres que difieren.
La ley también muestra, entonces, una ambivalencia entre una aristocracia que suprime al pueblo, y una democracia que procura suprimir a la aristocracia. El comentario de Gray sobre el propósito del gobierno civil muestra con claridad el problema:
No se niega que el orden por lo general se considera el objetivo primario de los gobiernos. Los medios de imponer el orden difieren en diferentes comunidades; y es razonablemente claro que, en igualdad de circunstancias, que el mejor gobierno para imponer el orden es el gobierno que puede, sin ninguna verificación de ningún tipo, imponer sus restricciones sobre el individuo; es decir, un gobierno déspota.
¿Por qué, entonces, si el orden es el primer objetivo, y un gobierno déspota es el mejor medio de imponer el orden, no son déspotas todos los gobiernos?
Porque «todos los hombres nacen iguales», porque todo hombre que nace en la tierra tiene el mismo derecho de usar la tierra, como todos los demás. Así se percibe que este orden, que es el objetivo del gobierno, no es el supremo fin del gobierno, sino que es solo un medio por el cual se puede disfrutar de la igualdad en la cual los hombres nacen.
Si esto es así, el principio supremo del que dependen los gobiernos es la igualdad, y la ley de la unidad que regula la operación y la organización de los gobiernos es la ley de la igualdad.
Gray admitió que «la igualdad es un término matemático», y uno esperaría que él hubiera visto la imposibilidad de aplicar al hombre una abstracción matemática.
Por el contrario, favoreció su aplicación a los impuestos, que es el tema de su estudio. Admitió que el principio de igualdad fue un desarrollo estadounidense en los pasados cincuenta años, o sea, en lo que sería desde la Guerra Civil, puesto que Gray público en 1906. El concepto de Gray de igualdad se aproximaba al principio marxista de igualdad, puesto que pensaba que Es claro que la igualdad no necesariamente consiste solo en igualdad de la contribución.
El que todo hombre, rico o pobre, pague lo mismo, sería la mayor desigualdad. El que consista en contribución proporcional según la propiedad, es cuestión que se ha discutido mucho. En las formas comunes de impuestos a la propiedad, éste es el método en que las cortes por lo general han hallado que presenta suficiente igualdad.
Un gran economista ha dicho que la igualdad en impuestos consiste en igualdad de sacrificio.
Las cortes por lo general han medido igualdad en impuestos con referencia a la cantidad de beneficios recibidos, antes que considerar los sacrificios del contribuyente.
Los economistas del día presente parecen preferir la idea de igualdad de sacrificio. Un vistazo a las dos teorías económicas principales de los impuestos muestra la distinción entre la igualdad basada en contribución proporcional y la igualdad de sacrificio.
Gray negó la teoría de «beneficios» de impuestos; si los que más se benefician pagan más impuestos, los pobres y débiles pagarían más, y los ricos y fuertes menos. Según Gray, es claro por qué la enmienda del impuesto a la renta llegó a existir; fue «necesaria» en términos de las presuposiciones existentes.
Pero la consecuencia de la teoría de Gray es que se nivela a la gente, se le despoja de poder, para producir un estado que no es «igual» a la gente sino muy superior y capaz de aplastarlas:
El poder del estado, que actúa mediante sus agencias gubernamentales para imponer impuestos a sus ciudadanos, es absoluto e ilimitado en cuanto a personas y propiedad. Toda persona dentro de la jurisdicción del estado, sea ciudadano o no, está sujeta a su poder; toda forma de propiedad (tangible o intangible, estacionaria o transitoria), todo privilegio, derecho, o ingreso que existe dentro de la jurisdicción, puede ser alcanzado y tomado para sostenimiento del estado.

ESTA DOCTRINA ESTÁ INCLUIDA EN LA TEORÍA GENERAL DEL ESTADO.

El estado existe para que haya ley, orden y justicia; la institución de la propiedad, la preservación y seguridad de la vida, la libertad y la propiedad dependen de la existencia del estado. Puesto que la propiedad privada supone la existencia del estado, el estado puede agotar todos los recursos de la propiedad privada en el sostenimiento y preservación de esa existencia; como todos los privilegios y libertades derivan su valor de la protección del estado, este puede tomar cualquier porción del valor de esos privilegios y franquicias por su respaldo, incluso hasta la totalidad de su valor.
El estado, por tanto, se vuelve la institución total, abarcando la vida y propiedad del hombre. El estado puede confiscar todas las cosas para asegurar su existencia, porque el estado implícitamente se ha vuelto el valor básico.
En los Estados Unidos de América, el impuesto a la propiedad se desarrolló en Nueva Inglaterra en el siglo XVII, pero al principio era limitado en su alcance. El Sur se resistió por un tiempo. La transición a un concepto humanística del estado fue gradual y continua. En el siglo XX, los impuestos empezaron a servir como instrumento de cambio social y económico. Por eso, los impuestos ya no sirven solo para sostener al gobierno civil, sino también para reorganizar la sociedad en términos de conceptos de nivelación e igualdad.
En este concepto más nuevo de impuestos, la religión recientemente establecida en los Estados Unidos, el humanismo, salió a relucir. Al negar a Dios como fuente de la ley, la ley se ha movido sin cesar para reforzar un principio totalitario e igualitario.
En la ley bíblica, ni el igualitarismo ni la oligarquía tienen base alguna. Dios como la fuente de la ley estableció el pacto como principio de ciudadanía. Solo los que están dentro del pacto son ciudadanos. El pacto es restrictivo en términos de la ley de Dios; también es restrictivo en términos de una exclusión de membrecía, que aparece específicamente y menciona a ciertas clases o grupos de personas.
Por lo general se soslaya este aspecto de la ley, porque es bochornoso para el hombre moderno. Necesita, por consiguiente, atención especial. En Deuteronomio 23: 1-8 se excluye de la ciudadanía a los eunucos; los bastardos quedan excluidos hasta la décima generación. Los amonitas y moabitas o están excluidos hasta la décima generación, o excluidos en forma total, según se lea el texto. Los edomitas y egipcios eran elegibles para ciudadanía «en su tercera generación»; la implicación es que son elegibles después de tres generaciones de fe, después de demostrar por tres generaciones que han creído en el pacto de Dios y se han sujetado a su ley.
Con el arca en el tabernáculo como trono, y el tabernáculo siendo también el lugar central de expiación, la membrecía en la nación-civil y en la nación-eclesiástica era una y la misma. La ciudadanía dependía de la fe. La apostasía era traición. El extranjero que creía tenía algún acceso al santuario (2ª Cr 6: 32-33), por lo menos para la oración, pero esto no le daba ciudadanía.
El extranjero (egipcio, babilónico, etíope, filisteo, fenicio y los demás) podían ser ciudadanos de la Sión verdadera y celestial, la ciudad de Dios (Sal 87), pero la Sión local, Israel, no debía admitir a los grupos excluidos excepto en los términos que Dios estableció. La entrada era posible al casarse con un israelita varón (Rut 4:6), pero no directamente; la mujer asumía el estatus de su esposo. Ahora, en todo esto, una cosa es por cierto absolutamente clara: no hay nada de igualitarismo aquí. Hay una discriminación y distinción obvia que ningún esfuerzo puede eliminar. Al mismo tiempo, el requisito de una ley en Éxodo 12: 49 deja en claro el requisito absoluto de justicia para todos sin acepción de personas.
De este modo, parecería por la evidencia de la ley que, primero, una membrecía o ciudadanía restringida era parte de la práctica de Israel por ley. Hay evidencia de un estándar similar en la iglesia del Nuevo Testamento; en lugar de obligarlos a la uniformidad rígida, a los gentiles y judíos se les dio libertad de establecer congregaciones separadas y mantener su carácter distintivo.
Es más, según Hechos 15, el concilio de Jerusalén deja en claro que las diferencias en herencia cultural y etapas de crecimiento moral y espiritual hacían posibles grandes conflictos en caso de membrecía uniforme. Como resultado, se autorizaron congregaciones separadas. Por otro lado, los judíos no estaban excluidos de las congregaciones gentiles, de modo que los grupos restrictivos eran válidos, pero los grupos integrados no eran inválidos.
Segundo, el hecho predominante de Israel era una ley para todos, independientemente de la fe u origen nacional; es decir, existía el requisito absoluto de justicia para todos sin acepción de personas. De manera similar, en la iglesia del Nuevo Testamento había «un Señor, una fe, un bautismo» (Ef 4: 5) en la verdadera iglesia y el verdadero reino de Dios.
La membrecía limitada local era válida, pero el dominio universal del reino y la ciudadanía común de todos los creyentes son el hecho básico y gobernante. La realidad de las distinciones locales no puede, sin embargo, eliminarse por la unidad última y esencial que no se debe confundir con uniformidad.
El igualitarismo es un concepto político religioso moderno; no existía en el mundo bíblico, y no se puede en verdad embutirlo en la ley bíblica.
El igualitarismo es producto de la filosofía humanística, de la adoración de un nuevo ídolo, el hombre, y una nueva imagen tallada por la imaginación del hombre.
Como estándar en la religión, la política y la economía es producto de la era moderna; leerla en la ley bíblica es hacer violencia a las Escrituras y ser culpable de falta de integridad.
Las personas que se excluyen según Deuteronomio 23: 1-8, son de interés: a los bastardos se les excluye hasta la décima generación. A los eunucos se les excluye, sean eunucos por accidente o por acción del hombre. Debido a que los eunucos no tenían posteridad, no tienen interés ni parte en el futuro, y por consiguiente no tienen ciudadanía.
Las personas de cultura moral baja, tales como los amonitas y moabitas, también estaban excluidos. El propósito de la exclusión era la preservación del pacto en manos de un liderazgo responsable. La limitación de membrecía de edomitas y egipcios era por lo mismo.
En la antigüedad, se utilizaban eunucos para los cargos civiles, y, en Bizancio, eran el servicio civil; precisamente porque no tenían carta ni parte en el futuro, a los eunucos se les confiaba cargos que exigían lealtad presente. El eunuco, como tipo de mentalidad existencialista, estaba cercenado del pasado y del futuro y atado al presente; por consiguiente se le prefería por sobre el hombre de familia.
En la Nueva Inglaterra colonial, se aplicaba el concepto de pacto de la iglesia y del estado. Toda persona iba a la iglesia, pero solo un número limitado tenía derecho de voto en la iglesia y por consiguiente en el estado, porque había una coincidencia de membrecía en la iglesia y ciudadanía.
Los demás no eran menos creyentes, pero la creencia era que solo a los responsables se les debía dar responsabilidad.

Una fe, una ley, y un estándar de justicia no quieren decir democracia. La herejía de la democracia desde entonces ha desatado el caos en la iglesia y el estado, y ha servido para reducir a la sociedad a la anarquía.