2. LA LEY Y LOS PROFETAS

INTRODUCCIÓN

La función de los profetas de Israel era hablar por Dios en términos de la ley, y, bajo inspiración, también predecir específicamente las maldiciones y bendiciones de la ley que ocurrirían en la historia de la nación. La carga de la palabra profética la resume Isaías de esta manera:
¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido (Is 8: 20).
Ningún otro recurso monarcas, ejércitos, hechiceros, aliados extranjeros u otros dioses servía de nada. El fiel podía decir a todas las naciones enemigas: «Tomad consejo, y será anulado; proferid palabra, y no será firme, porque Dios está con nosotros» (Is 8: 10).
Al analizar Isaías 8:20, es triste notar que el muy capaz Edward J. Young no enlazó firmemente «ley» con la ley mosaica. Plumptre incluso lo negó todo excepto una remota conexión con la ley mosaica: «“¡A la ley y al testimonio!” obviamente están allí, como en el versículo 16, la “palabra de Jehová”, dicha al mismo profeta, la revelación que le había llegado con tal intensidad de poder». Tal opinión destruye la unidad de las Escrituras y niega todo el propósito de la profecía.
Alexander, antes de su día, dijo el significado de manera sencilla y clara:
En lugar de recurrir a estas fuentes inútiles y prohibidas, a los discípulos de Jehová se les instruye que recurran a la ley y al testimonio (o sea, a la revelación divina, considerada como un sistema de creencias y como regla de deber), si no hablan (o sea, si alguien no habla) conforme a esta palabra (otro nombre de la voluntad revelada de Dios), es para él que no hay amanecer ni mañana (es decir, ningún alivio de la noche oscura de la calamidad).
Alexander debía haber añadido que, en tanto que toda la Escritura es la Palabra y Ley de Dios, la esencia de esa ley es la Ley mosaica.
Cuando Israel rechazó a Dios como Rey y escogió a un hombre para que fuera rey, Dios declaró que era un rechazo de Él mismo: «A mí me han desechado, para que no reine sobre ellos» (1ª S 8: 7). A causa de la decisión de ellos, Dios profetizó su destino (1ª S 8: 9-18; 12: 6-25). Debido a que ellos se apartaron de Dios el Rey, y de la ley de ese Rey, ciertas consecuencias seguirían. La profecía de Dios en el epílogo de la ley es el cuerpo de la ley, y por medio de Samuel, nos da la condición formal y el contenido básico de la profecía subsiguiente.
La nueva monarquía, no menos que la antigua comunidad, tenía la responsabilidad de obedecer a Dios y su ley, y a Saúl en concordancia se le juzgó según la ley (1ª S 15: 22-35). David fue llamado a ser fiel, fue bendecido por su fidelidad y severamente castigado por su infracción de la ley (1ª S 12: 9-14). El reinado de Salomón, de modo similar, registra bendiciones y penas según su obediencia y desobediencia, y lo mismo se aplica a todos los siguientes reyes de Judá y de Israel.
Las reformas llamaban a los hombres a volver a la ley; la apostasía significaba un desprecio y abandono de la ley, y al Dios de la ley. El cautiverio a Babilonia se muestra como un cumplimiento de las maldiciones de la ley. Jeremías, en términos de la ley, había pronunciado su maldición sobre Judá, y vino el cautiverio en Babilonia «para que se cumpliese la palabra de Jehová por boca de Jeremías, hasta que la tierra hubo gozado de reposo; porque todo el tiempo de su asolamiento reposó, hasta que los setenta años fueron cumplidos» (2ª Cr 36: 21).
Separar la profecía de la ley es inutilizarlas a ambas. La ley y los profetas hacen referencia a un hecho básico: el reino de Dios, el gobierno de Dios en toda la tierra mediante la ley. Como Edersheim observó en las Conferencias Warburton de 1880-1884:
La idea contundente y persistente del Antiguo Testamento es el reinado real de Dios sobre la tierra. Casi mil años antes de Cristo surge el anhelo del futuro reino de Dios un reino que va a conquistar y ganar a todas las naciones, y a plantar en Israel justicia, conocimiento, paz y bendición ese reino de Dios en el cual Dios, o su Viceregente, el Mesías, debe ser Rey sobre toda la tierra, y todas las generaciones deben acercarse y adorar al Señor de los ejércitos.
Los defensores del premilenarismo tienen razón en un punto: la meta de la historia bíblica es el reino de Dios. Han errado al hacerlo puramente escatológico, más allá del alcance de la historia presente, y han negado en la práctica al reino al negar la validez de su ley hoy. Con su doctrina de un paréntesis entre el reino del Antiguo
Testamento y el futuro reino ostensible milenario, han negado la ley, los profetas y el reinado de Cristo. Si negamos la ley del Rey, negamos al Rey. Al hacer separación entre el reino y la era cristiana, se niega el gobierno de Dios, y se entrega el mundo a Satanás. No es de sorprender que los que siguen la escuela dispensacionalista de Scofield declaren que esta era presente está bajo el gobierno de Satanás.
En todo el Antiguo Testamento, cuando los profetas acusaban a la nación de haberse olvidado del pacto, tema de casi todos los profetas (1ª R 19: 10, etc.), estaban acusando a la nación de haber abandonado a Dios el Rey y su ley del pacto.
Sin un pacto, no hay ley; un pacto requiere una ley. Renovar el pacto, como se hace repetidas veces en el Antiguo Testamento, y supremamente por Cristo en la Última Cena, era renovar la ley del pacto. Toda renovación del pacto era una renovación de la ley del pacto. Esto fue cierto en la reforma de Josías, y de todas las demás reformas en la historia bíblica.
Y poniéndose el rey en pie junto a la columna, hizo pacto delante de Jehová, de que irían en pos de Jehová, y guardarían sus mandamientos, sus testimonios y sus estatutos, con todo el corazón y con toda el alma, y que cumplirían las palabras del pacto que estaban escritas en aquel libro. Y todo el pueblo confirmó el pacto (2ª R 23:3).
El texto de Crónicas también recalca el mismo hecho, a la vez que deja en claro que el deseo de reforma procedía del rey y se le había impuesto al pueblo:
Y estando el rey en pie en su sitio, hizo delante de Jehová pacto de caminar en pos de Jehová y de guardar sus mandamientos, sus testimonios y sus estatutos, con todo su corazón y con toda su alma, poniendo por obra las palabras del pacto que estaban escritas en aquel libro. E hizo que se obligaran a ello todos los que estaban en Jerusalén y en Benjamín; y los moradores de Jerusalén hicieron conforme al pacto de Dios, del Dios de sus padres (2ª Cr 34: 31-32).
Esta ley del pacto declara que Dios es el Señor Soberano, que «marcha en la tempestad y el torbellino, y las nubes son el polvo de sus pies» (Nah 1:3). La tempestad y la peste son sus herramientas para tratar con un ámbito rebelde.
Esto aparece con fuerza especial en el reto que Dios les presentó por medio de Elías a los profetas de Baal. Dios ordenó una aterradora sequía en Israel. El relato de Ellison del conflicto es excelente:
Como las excavaciones de Ugarit han mostrado, Baal estaba por encima de todos los dioses de las lluvias de invierno. Pero dejen que Jezabel, sus sacerdotes y profetas aúllen a Baal todo lo que quieran, no habría lluvia en Israel; no, ni siquiera rocío, hasta que Jehová lo diera, y Él anunciaría de antemano por medio de su siervo Elías que lo daría, para que nadie le diera gloria a otros.
No hay ni sugerencia de que la hambruna fuera castigo, aunque castigo lo fue al mismo tiempo; fue por encima de todo una prueba innegable del poder de Jehová y la impotencia de Baal precisamente en ese reino que se consideraba especialidad de Baal.
Él permitió que la lección calara por completo. Tres inviernos pasaron sin lluvia y tres veranos sin cosecha (1ª R 18: 1). Fácilmente podemos imaginarnos cómo los adoradores, profetas y sacerdotes de Baal quedaron reducidos a la desesperanza. Solo entonces Dios le dijo que saliera de su escondrijo y le dijera a Acab que Jehová tendría misericordia de una tierra que debía haber estado cerca de su último suspiro.
No fue suficiente, sin embargo, dar lluvia a nombre de Jehová. La guerra tenía que realizarse en el campo del enemigo. Esto hizo Elías al presentarle el reto a Baal en su propia tierra. El territorio desde el Carmelo hasta el mar no solo estaba ocupado por Fenicia, sino que se consideraba especialmente sagrado para Baal.
Allí, en el propio terreno de Baal, se le presentó el reto de que enviara sus relámpagos del cielo para que sus adoradores lo miraran a él como el que controlaba la tormenta. Cuán exitoso fue Elías en su propósito se puede ver al traducir el clamor del pueblo literalmente: «¡Jehová, Él es el poderoso!; ¡Jehová, Él es el poderoso!» (1ª R 18: 39).
La oración de Elías se basó en Deuteronomio 28:23, donde Dios declara que el cielo sería como bronce (sin lluvia), y la tierra como hierro (al no producir cosechas), si el pueblo de Dios desobedecía su ley.
Elías oró según la ley de Dios, por la maldición de Dios sobre un pueblo sin ley. Es requisito de la verdadera oración estar dentro del marco de la ley.
Podemos orar que los pecadores se conviertan, pero no que sean bendecidos en su iniquidad. Podemos orar por la bendición de Dios sobre nuestra obediencia, pero no una bendición por la desobediencia. La oración no puede ser antinomiana.
Orar por gracia para un pecador es orar dentro de la ley, porque el hecho básico en cuanto a la gracia es que no es antinomiana. El pecador acepta el dictamen legal de Dios sobre su pecado cuando acepta la gracia de Dios, y la gracia es inseparable de ese juicio.
La oración de Elías fue efectiva porque fue una oración de un justo dentro del contexto de la ley de Dios.
La oración de Elías por una sequía fue una oración para promover el reino de Dios; Santiago la cita como el tipo de una verdadera oración (Stg 5: 16-18). La meta de esa oración efectiva era romper el poder de las falsas autoridades y establecer el reino de Dios en medio de sus enemigos.

EL TEMA DE LA LEY Y LOS PROFETAS ERA EL REINO DE DIOS.

Los jueces eran en un sentido reyes bajo Dios. Como Ellison ha señalado: «La palabra que en el Antiguo Testamento traducimos como juez (shofet) era entre los fenicios el título de su rey. El hecho del gobierno nunca fue contrario a la voluntad de Dios». Fue el rechazo del reinado de Dios que llevó al establecimiento de la monarquía de Saúl lo que Dios condenó.
Todo lo que dice 1 Samuel 8 es que sus reyes humanos les darían una ley hecha por el hombre, junto con todos sus males e injusticias. Las acusaciones de los profetas son historiales de delitos particulares contra la ley de Dios y castigos según esa misma ley. No se puede hacer separación entre la ley y los profetas, así como no se puede hacer separación entre la humedad y el agua, porque entonces ya no sería agua, sino otra cosa.
Pero eso no es todo. A la ley no se le puede separar de Dios sin destruirla. Demasiado a menudo en nuestros tiempos se hace abstracción entre la ley y Dios y se le ve en aislamiento. Para citar un ejemplo específico, de manera muy común en nuestro día los conservadores promueven fuertemente la propiedad privada sin al mismo tiempo darle más que servicio de dientes para afuera a Dios y ninguna atención a la ley del diezmo.
Pero las Escrituras dejan en claro que la tierra es del Señor, y por consiguiente sujeta a su Ley, y a su impuesto, el diezmo. La propiedad privada separada de su Ley está maldita. Cada hombre acaba en una isla solitaria de su propiedad, rodeada por un mundo sin ley, extraño, de hombres de rapiña. La alternativa no es mejor: una sociedad comunista en la que los hombres tienen la tierra en común, pero la vida es hostilidad silenciosa y suspicacia.
Por supuesto, ninguna regla de la propiedad puede suplir la pérdida de Dios y de su poder regenerador. Por otro lado, diferentes órdenes económicos pueden prevalecer con éxito entre los regenerados.
Los huteritas, secta de cristianos orientados a la comunidad que tienen todas las cosas en común, son capaces de competir y superar a sus vecinos en los Estados Unidos de América que viven en haciendas de propiedad privada. La razón es que la fuerza motivadora no es la propiedad privada, sino la fe. Está claro que la Biblia establece la propiedad privada como una forma ordenada por Dios para la tenencia de tierra, pero está igual de claro que ella no identifica la repartición de las tierras como fuente de bendición.
Todavía más, puesto que la comunidad huterita es un orden voluntario que descansa en la fe, no es comunistoide, y por consiguiente no viola el concepto de propiedad privada, como tampoco lo violan las sociedades mercantiles, la membrecía en un club campestre o acciones en una empresa porque tengan múltiples dueños. La propiedad múltiple no es socialismo estatal.
La propiedad múltiple, no obstante, no tiene más éxito que la propiedad única si se deja a Dios afuera. En nuestras ciudades y pueblos, el dueño único de una propiedad se ve cada vez más bajo amenaza de fuerzas impías, pero también el propietario de un condominio.
De hecho, el condominio puede incluir y cada vez más incluye hombres inicuos; el guardia en la puerta no puede dejar fuera al enemigo que está adentro. De modo similar, las peores amenazas a muchos dueños únicos están en sus familias: los hijos inicuos.

Claramente, no se puede hacer separación entre la ley y Dios sin destruirla. La ley no tiene entonces raíces y pronto estará muerta. Los profetas nunca presentaron una ley sin raíz, sino siempre al Dios viviente y su voluntad soberana, la ley.