LA LEY DE DIOS

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INTRODUCCIÓN

Dios gobierna a su universo por la ley. La propia naturaleza funciona bajo su gobierno providencial. Las así denominadas leyes de la naturaleza son simples descripciones de la manera normal que Dios tiene de ordenar su universo. Estas "leyes" son expresiones de su voluntad soberana.
Dios no le rinde cuentas a ninguna ley fuera de sí mismo. No existen normas cósmicas independientes que obliguen a Dios a obedecerlas. Por el contrario, Dios es su propia ley. Esto decir que Dios actúa de acuerdo con su propio carácter moral. Sin propio carácter no es solo moralmente perfecto, sino que es el patrón estándar de la perfección. Sus acciones son perfectas porque su naturaleza es perfecta, y Él siempre actúa de acuerdo con su naturaleza. Por lo tanto, Dios nunca es arbitrario, caprichoso o antojadizo. Siempre hace lo que es correcto.
Como criaturas de Dios, a nosotros también se nos exige que hagamos lo que es correcto. Dios nos exige que vivamos una vida de acuerdo a su ley moral, la cual nos ha revelado en la Biblia. La ley de Dios es el estándar de justicia y la norma suprema para juzgar el bien y el mal. Dios tiene la autoridad para imponernos obligaciones, para exigir nuestra obediencia, y exigir el compromiso de nuestras conciencias, porque Él es nuestro soberano.
También tiene el poder y el derecho para castigar la desobediencia cuando violamos su ley. (El pecado puede ser definido como la desobediencia a la ley de Dios.)
Algunas leyes de la Biblia están directamente basadas en el carácter de Dios. Estas leyes reflejan los elementos transculturales y permanentes de las relaciones, tanto divinas como humanas.
Otras leyes obedecieron a condiciones pasajeras de la sociedad. Esto significa que algunas leyes son absolutas y eternas, mientras que otras pueden ser anuladas por Dios por razones históricas, como las leyes ceremoniales y de dieta de Israel. Solo Dios puede abolir dichas leyes. Los seres humanos nunca tienen la autoridad para abolir la ley de Dios.
No somos autónomos. Es decir, no se nos permite vivir de acuerdo con nuestra propia ley. La condición moral de la humanidad es la de heteronomía: vivimos bajo la ley de otro. La forma específica de heteronomía bajo la cual vivimos es la teonomía, o la ley de Dios.
RESUMEN
1. Dios gobierna al universo por leyes. La gravedad es un ejemplo de las leyes de Dios para la naturaleza. La ley moral de Dios está en los Diez Mandamientos.
2. Dios tiene la autoridad para imponer obligaciones a sus criaturas.
3. Dios actúa de acuerdo a la ley de su propio carácter.
4. Dios nos revela su ley moral a nuestras conciencias y en la Escritura.
5. Solo Dios tiene la autoridad para abolir sus leyes.
PASAJES BÍBLICOS PARA LA REFLEXIÓN 
Éxodo 20:1-17, Salmo 115:3, Mateo 5:17-20, Romanos 7:7-25, Gálatas 3:23-29. 

EL ANTINOMIANISMO

En inglés hay un pequeño poema que se constituye en el canto temático del antinomianismo. Dice: "Libre de la ley, bendita condición; pecar puedo todo lo que quiero, igual tengo la remisión".
El antinomianismo significa literalmente "anti-legalismo". Niega y le otorga un papel inferior a la importancia de la ley de Dios en la vida del creyente. Es la contraparte de su herejía gemela, el legalismo.
Los anti-nomianos adquieren este fastidio por la ley de diversas maneras. Algunos creen que ya no están obligados a guardar la ley moral de Dios porque Jesús los ha librado de esta obligación.
Insisten en que la gracia no solamente nos libra de la maldición de la ley de Dios sino que nos libra de cualquier obligación a obedecer la ley de Dios. La gracia se convierte así en una licencia para desobedecer.
Lo sorprendente es que estas personas sostienen este punto de vista a pesar de la enseñanza vigorosa de Pablo contra ella.
Pablo, más que ningún otro escritor del Nuevo Testamento subrayó las diferencias entre la ley y la gracia. Se glorió en el Nuevo Pacto. Sin embargo, fue también el más explícito con respecto a su condena al antinomianismo. En Romanos 3:31 escribe: "¿Luego por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley".
Martín Lutero, al expresar la doctrina de la justificación solo por la fe, fue acusado de antinomianismo. Sin embargo, afirmó Junto con Santiago que "la fe sin obras es muerta". Lutero discutió con su estudiante Juan Agrícola sobre este punto. Agrícola negaba que la ley tuviera algún propósito en la vida del creyente. Hasta negó que la ley sirviera para preparar al pecador para la gracia.
Lutero le respondió a Agrícola con su obra Contra el Antinomianismo en 1539. Agrícola luego se retractó de sus enseñanzas antinominianas, pero el debate continuó.
Subsiguientes teólogos luteranos confirmaron el punto de vista de Lutero sobre la ley. En la Fórmula de la Concordia (1577), la última de las afirmaciones de fe luterana clásicas, determinaron tres usos para la ley:
(1) El revelar el pecado;
(2) El establecer reglas de decencia general para la sociedad en su conjunto; y:
(3) El proveer una regla de vida para quienes han sido regenerados por la fe en Cristo.
El error principal del antinomianismo es el confundir la justificación con la santificación. Somos justificados solo por la fe, sin intervención de las obras. Sin embargo, todos los creyentes deben crecer en la fe guardando los santos mandamientos de Dios, no para ganar el favor de Dios, sino en gratitud por la gracia que les ha sido dada por la obra de Cristo.
Es un error grave el suponer que el Antiguo Testamento fue un pacto de la ley y que el Nuevo Testamento es un pacto de la gracia. El Antiguo Testamento es un testimonio monumental de la asombrosa gracia de Dios hacia su pueblo. Del mismo modo, el Nuevo Testamento está literalmente repleto de mandamientos.
No somos salvados por la ley, pero debemos mostrar nuestro amor a Cristo obedeciendo sus mandamientos. "Si me amáis, guardad mis mandamientos" (Juan 14:15) dijo Jesús.
Con frecuencia oímos esta afirmación: "El cristianismo no es un montón de reglas, hay que hacer esto, esto y aquello y no hay que hacer esto, esto y aquello". Hay algo de verdad en esta conclusión, ya que el cristianismo es mucho más que una mera recolección de reglas. Es una relación personal con Cristo mismo.
Sin embargo, el cristianismo también no es nada menos que reglas. El Nuevo Testamento incluye varias cosas que hay que hacer y otras que no hay que hacer. El cristianismo no es una religión que sanciona la idea que cualquiera tiene el derecho a hacer lo que le parezca bien. Por el contrario, el cristianismo nunca le da a nadie el "derecho" a hacer lo que está mal.
RESUMEN
1. El antinomianismo es la herejía que dice que los cristianos no tienen ninguna obligación de obedecer las leyes de Dios.
2. La ley nos revela el pecado, es un fundamento para la decencia en la sociedad, y es una guía para la vida cristiana.
3. El antinomianismo confunde la justificación con la santificación.
4. La ley y la gracia se encuentran tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
5. Aunque el obedecer la ley de Dios no es una causa meritoria para nuestra justificación, se espera que una persona justificada busque ardientemente obedecer los mandamientos de Dios.
PASAJES BÍBLICOS PARA LA REFLEXIÓN
Juan 14:15, Romanos 3:27-31, Romanos 6:1-2, 1 Juan 2:3-6, 1 Juan 5: 1-3.

19. EL LEGALISMO

El legalismo es la herejía opuesta del antinomianismo. Mientras que el antinomianismo niega la importancia de la ley, el legalismo exalta la ley por encima de la gracia. Los legalistas en los días de Jesús eran los fariseos, y Jesús se reservó su crítica más severa para ellos. La distorsión fundamental del legalismo es la creencia en que una persona puede ganarse su lugar en el reino de los cielos.
Los fariseos creían que debido a su posición como hijos de Abraham, y a su cumplimiento estricto de la ley, eran hijos de Dios. En realidad, esto constituía una negación del evangelio.
Un artículo corolario del legalismo es el adherirse a la letra de la ley y no al espíritu de la ley. Para que los fariseos pudiesen creer que podían cumplir la ley, primero tenían que reducirla a su interpretación más estrecha y grosera. El relato del joven rico es una ilustración de este punto. El joven rico le preguntó a Jesús cómo podía hacer para heredar la vida eterna. Jesús le dijo que debía "guardar los mandamientos". El joven rico creía que los había guardado todos. Pero entonces Jesús le reveló cuál era el "dios" que había servido antes de servir al verdadero Dios su "dios" eran sus riquezas. "Anda, vende lo que tienes, y dala a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo" (Mateo 19:21). El joven rico se fue, entristecido.
Los fariseos eran culpables de otra forma de legalismo. Le habían agregado sus propias leyes a la ley de Dios. Sus "tradiciones" habían sido elevadas al mismo nivel que la ley de Dios. Le habían robado a la gente su libertad y la habían encadenado, allí donde Dios las había liberado. Este tipo de legalismo no acabó con los fariseos. También ha plagado a la iglesia durante todas sus generaciones.
El legalismo suele surgir como reacción desmedida al antinomianismo. Para asegurarnos de no deslizarnos en la laxitud moral del antinomianismo, tendemos a hacer reglas más estrictas que las que Dios mismo nos ha impuesto. Cuando esto tiene lugar, el legalismo introduce una tiranía sobre el pueblo de Dios.
De la misma manera, las diversas formas de antinomianismo suelen surgir como reacción desmedida al legalismo. Su grito de batalla suele ser el de la libertad de toda opresión. Es la búsqueda por la libertad moral que se ha desbocado. Los cristianos, cuando defiendan su libertad, deberán cuidarse de no confundir la libertad con el libertinaje.
Otra forma de legalismo es el hacer hincapié sobre lo menos importante. Jesús reprendió a los fariseos por haber descuidado los asuntos más importantes de la ley mientras que escrupulosamente obedecían los asuntos menos importantes (Mateo 23:23-24).
Esta tendencia continúa siendo una amenaza constante para la iglesia. Tenemos la tendencia a exaltar a un nivel supremo de piedad cualquier virtud que tengamos y restarle importancia a cualquiera de nuestros vicios. Por ejemplo, puedo considerar que es de mucha espiritualidad el no bailar, mientras que considero mi lascivia un asunto menor.
El único antídoto para el legalismo y el antinomianismo es el estudio diligente de la Palabra de Dios. Solo entonces podremos instruirnos adecuadamente sobre lo que le agrada y lo que le desagrada a Dios.
RESUMEN
1. El legalismo distorsiona la ley de Dios en dirección opuesta al antinomianismo.
2. El legalismo eleva las tradiciones humanas al mismo nivel que la ley divina.
3. El legalismo compromete al pueblo de Dios allí donde Dios le ha dado libertad.
4. El legalismo le da valor a lo menos importante, y le resta valor a lo más importante.
PASAJES BÍBLICOS PARA LA REFLEXIÓN
Mateo 15:1-20, Mateo 23:22-29, Hechos 15:1-29, Romanos 3:19-26, Gálatas 3:10-14. 

LA CREACIÓN (GN. 1 2)

En el Antiguo Testamento no existe una doctrina de la creación con entidad propia. Casi siempre la acción creadora de Dios aparece relacionada con su obra redentora (Comp. Sal. 74:12-17; 89:10-19; 65:8; Is. 51:9-11; 27:1-13). Este hecho puede observarse en el conjunto de los capítulos iniciales del Génesis. Sin embargo, esta narración destaca la reciedumbre doctrinal del cuadro que sobre la creación nos ofrece.
Desde el primer momento, con las primeras palabras, aparece claramente el sentido teológico del relato bíblico. «En el principio Dios creó los cielos y la tierra.» El universo no es eterno; tuvo un comienzo. Tampoco surge, como afirmaban algunas cosmogonías, de un conflicto entre dos grandes poderes míticos opuestos entre sí, sino de la voluntad de un Dios único, soberano. Ni es una emanación de la divinidad con la que mantiene una relación de consubstancialidad panteísta, de modo tal que Dios lo sea todo y todo forme parte de Dios. El relato bíblico de la creación afirma con gran rotundidad la trascendencia de Dios, quien es el «completamente Otro», del todo diferente de la creación e infinitamente superior a ella.
No aparecen fuerzas o seres inferiores intermedios entre el Creador y el universo. Todo es hecho por la fuerza de la voluntad divina expresada mediante la palabra. «Dijo Dios... », y lo que dijo se realizó. A la luz del Nuevo Testamento, aprendemos que todo tiene lugar mediante la acción del Verbo (Jn. 1:3; Col. 1:16; He. 1:2). Sin embargo, la acción directa de Dios en la creación no excluye necesariamente el uso por su parte de causas secundarias en el desarrollo de la misma.
El texto sugiere que en tres momentos especiales hubo una acción claramente creativa, directa, como resultado de la cual surgió algo completamente nuevo: la creación original de cielos y tierra (v. 1), la de los animales (v. 21) y la del hombre (v. 27). En los tres casos se usa el verbo hebreo bará, que primordialmente significa la operación de un poder infinito por el que surge a la existencia algo maravillosa, antes inexistente. Pero aparte de estos tres casos, se usan otros verbos (hacer, producir), los cuales podrían sugerir la posibilidad de que en el proceso de la creación actuaran fuerzas secundarias y se usaran materiales ya existentes.
Es de destacar el lugar que en el relato bíblico ocupan los grandes astros. Estos, en la concepción que del universo tenían muchos pueblos antiguos, poseían rango divino y actuaban fatídicamente como fuerzas determinantes del destino humano. Pero en el Génesis el sol, la luna y las estrellas son despojados de todo signo divino y de sus misterios astrológicos. Como observa von Rad, «la voz "lumbreras" es voluntariamente prosaica y degradante.
Cuidadosamente se ha evitado dar los nombres "sol" y "luna" a fin de evitar toda tentación: la palabra semita para decir "sol" era también un nombre divino»,' Los astros son obras de Dios e instrumentos en sus manos para la realización de propósitos determinados: ser simples luminarias, fijar ser aradamente el día y la noche y señalar las estaciones (vv. 14-18 .
De modo análogo, la sexualidad aparece con las características que objetivamente le corresponden. Es medio de comunión a nivel profundo entre un hombre y una mujer y de procreación. Pero la relación sexual carece por completo de las connotaciones religiosas que tenía, por ejemplo, entre los cananeos, quienes la asociaban con el culto tributado a sus divinidades, convencidos de que regulaban la fertilidad en todo el ámbito de la naturaleza.
Una comparación del texto del Génesis con las ideas religiosas predominantes en torno a Israel nos muestran claramente la incomparable singularidad del testimonio bíblico, así como su indubitable superioridad.
En cuanto a la forma en que la narración es presentada, hemos de tener presente la peculiaridad de los hechos descritos. No hubo testigo humano que los presenciara e ignoramos el modo como Dios pudo revelar lo acontecido.
Y si lo importante era no la exposición «científica» de los hechos sino el mensaje que proclamaba la grandeza del Creador, no debe sorprender que los primeros capítulos del Génesis, más que un cuadro narrativo completo, nos ofrezcan unas pinceladas maestras mediante las cuales se destaca lo esencial de la obra creadora de Dios.
La descripción del proceso creativo es más bien pictórica. Desde el punto de vista literario, el capítulo 1 del Génesis se asemeja más a un cántico majestuoso que a un relato. Esto no anula la historicidad de su contenido; pero debe prevenirnos contra las posturas hermenéuticas excesivamente literalistas.
Los «días» de la creación no necesariamente han de interpretarse como periodos de 24 horas. En opinión de muchos comentaristas conservadores, pudieron ser espacios de tiempo de miles o cientos de miles de años, lo cual estaría en consonancia con los descubrimientos geológicos. Y el orden de lo acaecido en cada uno de los días no ha de ser imprescindiblemente cronológico. Algunos autores han hecho notar la correspondencia existente entre el primer día y el cuarto, entre el segundo y el quinto, entre el tercero y el sexto:
1. Luz                              4. Astros
2. Mar y atmósfera       5. Animales marinos y aves
3. Tierra fértil               6. Criaturas terrestres
Ello puede dar una perspectiva de los hechos diferente de la rigurosamente cronológica.
La creación del hombre se narra en dos relatos diferentes (Gn. 1:26-30 y 2:7-25) que se complementan admirablemente. En el primero aparece el ser humano como una parte más, aunque la más grande, entre las restantes de la creación. En el segundo, el hombre se convierte en el centro de la narración.
Cuestión especial relativa a la forma del texto bíblico es la suscitada por algunos autores respecto a las coincidencias observables al compararla con narraciones mesopotámicas de la creación, de la caída y del diluvio. Los primeros capítulos del Génesis ¿son una adaptación de tales narraciones, debidamente depuradas de sus elementos paganos y ajustadas a la teología yahvehísta?
Algunos de sus elementos ¿no son claramente mitológicos? En respuesta a tales preguntas, podemos decir que más sobresalientes que los puntos de analogía son las diferencias y, como afirma Harrison. «a la luz de este principio se desprende que una comparación no ofrece paralelos reales entre los relatos del Génesis sobre la creación y el Enuma Elish», poema épico mesopotámico de la creación.
El propio Harrison hace referencia a G. E. Wright, quien de modo convincente demostró lo inadecuado del mito como forma descriptiva de la verdad bíblica, destacando la diferencia entre el material de la Escritura y las antiguas composiciones politeístas del Oriente Medio."
Nada hay en la cosmogonía bíblica que hoy resulte ridículo, como sucede con otras cosmogonías. No hallamos en el Génesis ninguna descripción de la tierra comparable a la de las antiguas tribus indias que representaban nuestro planeta como un gigantesco platel sostenido por tres elefantes, los cuales, a su vez, se apoyaban sobre la concha de una enorme tortuga; ningún relato fantástico como el del clamor de Apsu ante Tiamat porque antes de la creación de los astros no puede descansar de día ni dormir de noche (Enuma Elish); ninguna concepción semejante a la común a las mitologías egipcia, fenicia, india e iraní, según la cual el mundo era resultado de la incubación de un huevo; ninguna afirmación parecida al mito hitita de Ullikummi (el cielo fue desgajado de la tierra por un tajo de una gran cuchilla): nada que pueda sugerir la concepción mítica del origen del mundo como fruto de la unión sexual de los dioses padres: el cielo y la tierra (mitologías egipcia, india y china).
En el relato bíblico, todo se mantiene en un plano tan elevado de sobriedad, tan exento de fantasías absurdas, que aun hoy sigue inspirando respeto a sus lectores, cualquiera que sea su posición religiosa o científica.
No sería, sin embargo, motivo de asombro que, a pesar de la ausencia del mito en las narraciones bíblicas, aparecieran en sus textos expresiones propias del lenguaje mitológico. No podemos olvidar que determinados conceptos y términos formaban parte del bagaje cultural de los israelitas, y entre ellos haya algunos evidentemente emparentados con la literatura mitológica. A tal efecto, podemos recordar las alusiones a Rahab, monstruo del caos en la mitología babilónica, en textos como Job 9: 13; 26: 12; Sal. 89: 10 e Is. 51:9; o las referencias al Leviatán y al dragón (Job. 3:8; 41:1-14; Sal. 104:26; Is. 27:1; 51:9; Jer. 51:34).
Pero independientemente de cualquier posible coinciden<;ia entre la terminología del texto bíblico y algunas de las expresiones comunes a la literatura de otros pueblos, parece obvio que en el texto hay componentes simbólicos a los que no sería prudente acercarse con una actitud extremadamente literalista.
Esta observación ha de ser tenida en cuenta cuando se interpretan algunos detalles de Gn. 2 y 3, tales como el polvo o arcilla de la tierra con que Dios hizo al hombre, el soplo divino en la nariz de éste, el huerto del Edén, los árboles de la vida y de la ciencia del bien y del mal o la costilla de Adán de la que fue formada la mujer, si algunos de estos elementos reaparecen .en otros lugares de la Biblia con un significado claramente simbólico (Ec., 3:20; 12:7; Is. 51:3; 1 Co. 15:47; Ap. 2:7; 22:2, .14), no parece lógico pensar que en los textos del Génesis sólo la interpretación rigurosamente literal es válida. En ellos lo esencial es el contenido rea~ de los hechos narrados. Y ese contenido no se altera SI se admite la Posibilidad de un lenguaje pictórico, no científico, en el que cabe legítimamente el recurso del símbolo.
Lo que nunca debe suceder es que las conclusiones hermenéuticas en cuanto a la forma desfiguren o niegan la realidad del contenido. Este podría resumirse en las siguientes proposiciones:
1. Todo cuanto existe tuvo su origen en Dios. El universo no es eterno. Sólo el Creador lo es. .
2. Dios es único y soberano. No hay otros seres o fuerzas divinizadas que puedan rivalizar con El.
3. La creación de la tierra es la preparación de un escenario en el que Dios pondrá al hombre como corona de la creación.
4. El ser humano es resultado de un acto creador especial de Dios. Independientemente del método usado por el, Todopoderoso para tal creación en el aspecto físico, el hombre solo fue hombre cuando recibió el «hálito» de Dios, cuando quedó plasmada .en el la imagen de su Creador, cuando -como alguien ha sugerido dejó de ser «algo» para ser «alguien»:
5. Existe básicamente una plena Identidad física, psíquica y espiritual entre el hombre y la mujer. La monogamia distingue al matrimonio según el plan divino.
6. Propósito inicial de Dios para con el hombre fue que este actuase como virrey suyo en el mundo, administrando sus maravillosos dones con un señorío digno, benéfico, sobre los demás seres y en armonía con el conjunto de la creación.
7. La raza humana constituye un todo orgánico, una unidad por su origen de un tronco común, por la identidad de características físicas y psíquicas y por la relación de solidaridad moral entre todos sus miembros. Este hecho es de capital Importancia para entender tanto los efectos universales de la caída de Adán como los de la obra redentora de Cristo (l Cr. 1:1; Job 15:7; Os. 6:7; Lc. 3: 38; He. 17: 26; Ro. 5: 14; 1 Co. 15: 22-45; 1 Ti. 2:13-14).

LA CAÍDA (GN. 3)

En este punto ha de aplicarse de modo concreto cuanto llevamos dicho con carácter general. Por un lado debe tomarse en consideración la forma del lenguaje, en la que no conviene descartar de plano la posibilidad de elementos simbólicos. Por otro lado ha de preservarse la historicidad del relato, salvando las ambigüedades de algunos teólogos que, prescindiendo de ella o negándola abiertamente, han visto en el texto bíblico una mera ilustración de la experiencia humana del pecado. No es, según ellos, el factor histórico lo que cuenta, sino el supratemporal, el existencial, la vivencia de la caída en la experiencia de cada individuo.
Este punto de vista, como se desprende de los textos arriba citados en apoyo de la unidad corporativa de la raza humana, no es coherente con una sana teología bíblica. Haciendo nuestra una afirmación de R. K. Harrison, «relegar la caída a la región sombría de una Geschichte (historia) o Urgeschichte (prehistoria) supratemporal es adoptar una posición no realista hacia uno de los rasgos más compulsivos y característicos del horno sapiens y eliminar todo fundamento sustancial para una doctrina del hombre que haga justicia a las narraciones del Antiguo Testamento»."
El relato bíblico de la caída, con las características literarias que ya hemos mencionado, se centra en los aspectos básicos de esa funesta calamidad. No pretende contestar la pregunta relativa al origen del mal; y, por supuesto, nada hay en él que sugiera el dualismo, la existencia de dos fuerzas eternas, el bien y el mal, siempre presentes en todo el ámbito del universo. El pecado no es inherente al hombre, salido de las manos de Dios como una obra perfecta. El hombre, originalmente, no lleva dentro de sí el bien y el mal, sino solamente el bien. Pero su capacidad de decisión propia de un ser libre conlleva la posibilidad de caer en el mal.
La caída se inicia con la incitación de la «serpiente» y se consuma cuando la mujer secundada después por el hombre cede a la codicia fatal de querer alcanzar rango divino.
EL CREADOR HABÍA COLMADO A LA PRIMERA PAREJA DE DONES INESTIMABLES.
EL SER HUMANO ERA LA MÁS PRIVILEGIADA DE LAS CRIATURAS.
Pero tenía sus limitaciones. Le estaba vedado el árbol de la «ciencia del bien y del mal». Von Rad hace notar que, «según el uso del idioma hebreo, el narrador entiende con estas palabras un proceso que no se limita al ámbito meramente intelectual. El verbo yada' (saber) indica a la vez el conocimiento y el dominio de todas las cosas y de sus secretos, pues aquí no debemos entender el bien y el mal en su sentido moral, sino en el significado de "todo"».
La posesión de tal conocimiento y dominio era algo privativo de Dios. Y a alcanzarlo fue incitada Eva. La desobediencia de la mujer era una acusación contra la bondad y la veracidad de Dios; constituía un acto de rebeldía contra su autoridad.
Las consecuencias no podían ser más patéticas. Con la caída se ponía en funcionamiento todo el mecanismo de la «muerte» del hombre anunciada previamente por Dios (Gn. 2: 17). Automáticamente nace el sentimiento, de culpa, de vergüenza, de temor, y el lógico intento de huir de El (3:7, 8). El camino de acceso a la comunión con el Creador ha quedado bloqueado. Ahora se abre el camino de la frustración, del resentimiento, de las falsas excusas y de las inculpaciones injustas (3: 12, 13). El juicio divino recae con perfecta justicia sobre cada uno de los protagonistas de la caída.
La humanidad queda sometida al yugo de la existencia penosa, al final de la cual sobreviene la muerte física (3:14-19). El pecado acababa de irrumpir en el mundo con toda su horrible carga de sufrimiento y tragedia. En su irrupción lo invadiría todo y todo lo marcaría con sus zarpazos. La personalidad del hombre, su relación con Dios, el matrimonio, la convivencia social, la relación con la naturaleza, todo sufriría los efectos del desgarramiento, del conflicto, de la degradación.
Pero en medio de este cuadro tenebroso resplandece la primera promesa de Dios al hombre caído, el llamado protoevangelio (3:15). El conflicto humano con la «serpiente» se resolvería con el triunfo de la «simiente» de la mujer. En el cumplimiento del tiempo, Cristo, nacido de mujer (Gá. 4:4), vendría a deshacer las obras del diablo (l Jn. 3:8) y así poder levantar al hombre caído a las alturas de una nueva humanidad.
TRANSCURRIRÁN MUCHOS SIGLOS ANTES DE QUE LA PROMESA SE CUMPLA.
En el transcurso de la historia se escribirán páginas muy negras, testimonio de la creciente degeneración de los descendientes de Adán. Pero el propósito de Dios se mantendrá. La promesa no será invalidada. Los rigores de la justicia divina serán atemperados por la misericordia. Fue Dios mismo quien, al final del drama del Edén, «hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles y los vistió» (3:21).13
EL HOMBRE TENDRÍA QUE SER EXCLUIDO DEL PARAÍSO.
En su nuevo estado moral y espiritual, la mayor desgracia para la humanidad habría sido tener acceso al «árbol de la vida» y así perpetuar su miserable condición. Era mejor. que los querubines y la espada flamígera se lo impidieran (3:22-24). En el fondo, a pesar de la apariencia negativa, era una prueba más del amor de Dios. Inevitablemente la humanidad tendría que gemir con el resto de la creación también afectada por el pecado- bajo la servidumbre de corrupción; pero los gemidos no excluirían de modo absoluto la esperanza.
En los planes divinos el último capítulo de la historia humana es la liberación para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Ro. 8: 19-25). Cuando esos planes se cumplan, las ruinas causadas por el pecado habrán desaparecido para dar lugar a una nueva creación. Ésta es la perspectiva que empieza a perfilarse en Génesis 3. El exegeta deberá tenerla en cuenta en el momento de proceder a la interpretación de ese capítulo.
NOTA: Algunos Comentaristas Han Visto En Este Texto Una Referencia Al Primer Sacrificio De Animales Para La Expiación Simbólica Del Pecado Y El Ulterior Revestimiento Del Pecador Con La Túnica De La Justificación Divina. Pero En Opinión De Otros Tal Referencia Es Una Alegorización Excesiva.

LA MULTIPLICACIÓN DEL PECADO (GN. 4:1-11:9)

La ruptura que la caída había producido en la relación del hombre con Dios pronto tuvo como consecuencia el deterioro de la relación del hombre con su hermano. Se puso de manifiesto que el Pecado nunca se detiene afectando únicamente la dimensión vertical del comportamiento humano. Se extiende también en su dimensión horizontal.
El hombre enemistado con Dios está en el camino de la enemistad con los demás hombres. Adán, el rebelde, engendra a Caín, el fratricida. A la soberbia del primer pecado, siguen la desvirtuación del culto, la envidia, el resentimiento, la violencia, el primer asesinato. Apenas se ha extinguido el eco de la primera pregunta de Dios, «¿Dónde estás tú?» (3:9), cuando se oye un segundo interrogante, tanto o más estremecedor: «¿Dónde está tu hermano?» (4:9).
Con un estilo llano, sencillo, la narración pone ante nuestros ojos el principio de los grandes males sociales que ha conocido la historia: el egocentrismo, la irresponsabilidad respecto a los demás, el escaso o nulo aprecio de la vida del prójimo. Pero también nos muestra algunos de los sufrimientos impuestos por esos males: el miedo, la soledad, la tortura del sentimiento de culpa (4:12-14). Pese a todo, Dios no abandona completamente a Caín.
Pone sobre él una marca protectora (4:15). Este hecho es el principio de una acción divina que tiene por objeto levantar diques providenciales para impedir el desbordamiento de la maldad en el mundo.
Tales diques, sin embargo, no impedirían la aparición de nuevas manifestaciones de pecado cada vez más alarmantes. y Dios tendría que combinar su acción protectora con sus juicios. La siembra de Caín produciría una abundante cosecha en la vida de Lamec (4: 18-24). A estas alturas de la narración bíblica, se observa un notable progreso cultural, pero también un incremento de la soberbia y de las actitudes violentas.
La cultura nunca ha sido panacea para remediar los males de la sociedad. El hombre ha ido dominando más y más la naturaleza y sus fuerzas, pero no ha podido domeñar sus propias tendencias al mal. Frecuentemente el avance de la cultura ha coincidido con el retroceso moral.
Es interesante notar la aparición de Set en el relato bíblico (4:25, 26). Nos es presentado como el principio de una nueva línea,
no sólo genealógica, sino espiritual. La estirpe cainita parecía irremisiblemente orientada hacia la impiedad y la injusticia.
La de Set sería la de los hombres que «comenzaron a invocar el nombre de Yahvéh» (4:26), con figuras tan notables como la de Enoc (5:18-24). Esta línea seguiría manteniéndose en el correr de los siglos, no tanto a través de los descendientes naturales como de los sucesores espirituales (Comp. Ro. 4:16; 9:8).
En el avance del pecado sobre la tierra, sobresale un hecho narrado de forma críptica (6:1, 2). El texto ha sido interpretado de diferentes modos. Los «hijos de Dios», en opinión de algunos, eran los descendientes de Seto A juicio de otros eran ángeles caídos, posiblemente encarnados.
En apoyo de esta segunda interpretación se invoca el uso de la expresión «hijos de Dios» en otros pasajes del Antiguo Testamento para referirse a seres angélicos (Job. 1:6; 2: 1; 38:7; Dn. 3:25); se alude al deseo de los demonios de alojarse en cuerpos humanos (posesión demoníaca) y se cita 2 P. 2:4 y Jud. 6:7.
Ninguno de estos pasajes parece concluyente; pero tampoco existe base suficiente para rechazar de plano la interpretación mencionada, la cual, por otro lado, quizá explicaría mejor la naturaleza de los Nefilim o gigantes de 6:4, la aparición de lo que von Rad ha denominado una «superhumanidad» diabólica 14 con todo lo que de sugerente tiene respecto a la humanidad de épocas posteriores. Pese a lo oscuro del texto, una cosa aparece clara: la mistificación de las dos estirpes (hijos de Dios e hijos de los hombres) marca un punto culminante en la multiplicación de la maldad sobre la tierra.
Por otro lado, la presencia y la influencia de la línea se tita prácticamente se ha extinguido; quizá como consecuencia de la mistificación. Sólo queda un hombre justo. La reacción dolorida de Dios es inevitable (6:6, 7). Un nuevo juicio divino va a recaer sobre la humanidad. Pero una vez más será un juicio con misericordia. Al final, predominará la promesa, el pacto, la voluntad salvífica de Dios.
EL DILUVIO SOBREVIENE CON SUS EFECTOS EXTERMINADORES.
La catástrofe quedaría bien grabada en el recuerdo de los supervivientes.
Así parece desprenderse de las tradiciones conservadas con profusión de detalles en pueblos tan diversos como los asirios, caldeos (poema épico de Gilgames), los chinos y los indios precolombinos.
La historicidad del relato es confirmada en otros pasajes bíblicos (Is. 54: 9; 1 P. 3: 20; 2 P. 2: 5; 3: 3-7). Jesús mismo se refirió a él con la misma objetividad histórica con que aludía a la situación moral del mundo en el tiempo de su segunda venida (Mt. 24:36, 37).
En cuanto a la universalidad del diluvio, no parece necesario interpretarla en el sentido de que sus aguas cubrieran toda la superficie sólida del planeta. Bastaba con que alcanzara la parte del  mundo habitada por los protagonistas de la historia primitiva registrada en los capítulos anteriores.
Concluido el diluvio, se establece un nuevo hito en la historia de la salvación. No sólo se confirma Gn. 3:15, sino que Dios da un paso de acercamiento a la humanidad que tendría carácter definitivo, irrevocable. A pesar de la proclividad. hU1?ana al ,mal, ninguna nueva maldición comparable a la del diluvio pesara sobre la tierra a causa del hombre, ninguna destrucción global (8:21). La benéfica providencia divina en el ámbito de la naturaleza no cesará (8:22).
La capacidad de supremacía del hombre sobre los demás seres creados se mantendrá (9: 1-3). Tan favorable disposición por parte de Dios se expresa .en forma de pacto solemne, incondicional, en favor de toda la tierra y de cuantos seres la pueblan (9:8-11). El arco-iris sería la señal recordatoria de tal pacto (9:13-17).
En este marco, impresiona el relieve que sigue dándose al valor sagrado de la vida humana. Pese al horrible deterioro moral causado por el pecado, el hombre todavía conserva la imagen de Dios (9:5-6). Por ello todo homicidio, además de crimen graves un sacrilegio. Hay en este hecho una verdad de profundo significado que irá patentizándose a medida que progrese la revelación: el hombre, por grave que sea el estado de degeneración a que pueda llegar siempre es un ser salvable. A hacer efectiva su salvación irá encaminada la acción de Dios a lo largo de la historia.
Los descendientes de los hijos de Noé se multiplican. Se forman pueblos y naciones que se extienden por las diversas partes del mundo. La mayoría de los nombres consignados en la lista de Gn. 10 (y 11: 10-30), convertidos en utilidades colectivas, han sido identificados mediante fuentes históricas extrabíblicas, Pero este capítulo no tiene por objeto iniciarnos. en el estudio de la etnografía.
Como el resto del material narrativo, tiene una finalidad teológica. La historia de la salvación no va a tener ninguna figura notable después de Noé hasta Abraham. El autor del Génesis por ha haber pasado directamente del uno al otro. Pero la vocación de Abraham y la posterior formación de Israel ni le producen en el vacío ni constituyen un fin en SI mismas. Están estrechamente vinculadas a los propósitos que Dios tenía para todos los pueblos.
«En ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn. 12:3) fue dicho a Abraham. Las naciones estaban en el plan redentor de Dios. Era lógico, pues, que su enumeración tuviese un lugar en el texto precedente a Gn. 12.
Pero el hecho de que Dios tuviese en mente a todas las naciones no implica que éstas, a medida que iban formándose y creciendo se elevaran a la altura de los designios divinos. La realidad fue todo lo contrario, como se ilustra dramáticamente en el relato de la torre de Babel. Aparece la narración insertada en la lista de descendientes de Sem (10:22 y ss.; 11: 10 y ss.) y es como un botón de muestra de la arrogancia humana, la cual crecía a medida que los pueblos se desarrollaban.
Babel es el símbolo por excelencia de la autoafirmación del hombre frente a Dios, y también de su locura espiritual. Los constructores pensaban probablemente en «Bab-ill» (puerta de Dios) pero Dios convirtió su obra en balal (confusión). La diversidad lingüística no tiene aquí su origen (véase Gn. 10:5). Pero las lenguas confundidas en Babel son resultado de un juicio divino local, la humillación correspondiente a quienes se ensalzaban impíamente.
Ala luz de Gn. 11:9, podemos ahondar en el significado de la dispersión de hombres y pueblos. No es sólo el resultado de una expansión natural; es, sobre todo, consecuencia de la imposibilidad de que los hombres sin Dios convivan juntos en relación de fraternal armonía. El pecado, que alejó al hombre de Dios, le aleja también de sus semejantes. Desde la más remota antigüedad, la humanidad ha sido incapaz de librarse del fatídico dilema: o separación o confrontación. Un fruto más de la triste cosecha recogida por un mundo en rebeldía contra su Creador.
«El pecado entró en el mundo» (Ro. 5: 12) y se extendió devastadoramente sobre todos los pueblos acarreando consigo secuelas de caos y frustración, de injusticia, de sangre y lágrimas, de pavor.
La luz de la gracia redentora de Dios, que brilla desde el momento mismo que sigue a la caída, no atenúa -más bien la contrasta la negrura de la pecaminosidad humana. Ese es uno de los puntos capitales del mensaje contenido en la prehistoria bíblica y una de las claves para la interpretación de sus narraciones.

B) NARRACIONES HISTÓRICAS

PERIODO PATRIARCAL (GN. 12-50)

Tal como hicimos al estudiar el periodo anterior, hemos de subrayar la historicidad del material del Génesis relativo a los patriarcas.
El término mismo, el hebreo abot, significa «antecesores», pero no unos antecesores simbólicos, sino seres humanos reales. La opinión de J. Wellhausen de que no es posible obtener conocimiento histórico de los datos bíblicos, ya que éstos son más bien producto de una reflexión teológica efectuada bastantes siglos más tarde, ha sido desvirtuada y casi abandonada como resultado de los descubrimientos arqueológicos llevados a cabo a lo largo del siglo xx.
Hay numerosos puntos de contacto y analogía, que no se dieron en épocas anteriores, entre los relatos bíblicos y los textos extrabíblicos hallados en las excavaciones relativos al estilo de vida en Mesopotamia y Egipto o a prácticas de los amorreos
Y de los jurritas, contemporáneos de los patriarcas. Hoy puede asegurarse que el texto del Génesis refleja fielmente la época a que se refiere, es decir, el mundo semítico occidental durante los años 2000-1500 a. de C. Tan abrumador y convincente es el testimonio arqueológico que la mayoría de los comentaristas modernos más acreditados, tales como O. Proksch, H. Junker y R. de Vaux admiten la historicidad sustancial de los acontecimientos narrados en el primer libro de la Biblia.
Pero una vez confirmada la historicidad de los relatos patriarcales, lo más importante desde el punto de vista hermenéutico descartar el significado de su contenido. Para ello es necesario partir de hecho de que las narraciones no son biografías redactadas con objeto de satisfacer la curiosidad histórica de los lectores.
Su propósito es referir unos hechos reveladores de los grandes propósitos de Dios. Estos propósitos van cumpliéndose en un escenario humano, muy humano, en el que la sabiduría, la justicia, el amor y la soberanía de Dios se entrelazan con la fe y los defectos de los patriarcas.
Los capítulos 10 y 11 nos dejan frente a las naciones en su diversidad, en su expansión creciente; y también en su creciente impiedad.
¿Hacia dónde avanzan esas naciones? ¿Cuál es el rumbo de la humanidad? ¿A qué meta conduce el curso de la historia? ¿Se desarrolla ésta bajo el signo del azar? ¿O estará sometida a un hado maléfico inescapable? La respuesta empieza en Gn. 12. El mundo y la historia seguirán bajo el control divino y en ellos se llevará a cabo, de modo gradual y progresivo, la acción salvífica de Dios.
La historia se inicia súbitamente en un aparente despego de Dios respecto al conjunto de los pueblos. Todo el interés se centra en una persona y en su descendencia: Abraham, Isaac, Jacob y sus hijos. Pero esta drástica reducción entrañaba un plan vastísimo.
A la larga, como ya hemos hecho notar, en Abraham serían benditas «todas las familias de la tierra» (Gn. 12:3). Con Abraham se inicia la formación de un pueblo llamado a ser depositario de la revelación divina con miras a irradiar la luz de la salvación hasta los últimos confines del mundo.
A semejanza de lo acaecido en la creación del universo, la creación de este pueblo especial se efectúa por el poder de la palabra de Dios. En el momento oportuno, Dios llama a Abraham.
En la palabra divina hay una triple promesa: la posesión de una nueva tierra, una descendencia incontable y una relación especial del patriarca y su estirpe con Dios, quien les guardaría y guiaría (Gn. 12:1-3, 7; 15:1-5; 17:1-8). Aquí vemos ya con un relieve considerable dos de los puntos más sobresalientes de la teología del Antiguo Testamento: la elección y la promesa, que llega a tener forma de pacto (17:1-14). En todo ello se destaca la soberana iniciativa de Dios. Y todo se mantendrá por voluntad de Dios.
ABRAHAM ES SIMPLEMENTE EL RECEPTOR DEL FAVOR DIVINO.
Pero la soberanía de Dios en el plan de la salvación nunca excluye la actitud correspondiente por parte del hombre. Esta actitud es la de la fe. He ahí otro de los elementos más prominentes en el mensaje de los relatos patriarcales. El escogido y llamado ha de responder con una confianza plena que el que llama y con una entrega sin reservas a dejarse guiar por El. Creer significa apoyarse en Dios.
Este fue el camino abierto a Abraham. Su vocación no significaba solamente una ruptura con los conceptos y prácticas de la idólatra humanidad posdiluviana. Era asimismo el inicio de un nuevo estilo de vida determinado por la obediencia de la fe.
Día a día la existencia dependería de Dios y en Él hallaría su sentido. Sometiéndose a Dios, Abraham salió de Ur para ir a Canaán.
La dinámica de la fe siempre ha tenido ese doble aspecto: la «salida de» y la «entrada en» por la doble vía de la confianza y la obediencia. En este plano de la fe el patriarca fue, además de un pionero, un ejemplo que el resto de la Escritura recoge cuidadosamente.
La frecuente invocación del Dios de Abraham en el Antiguo Testamento a menudo es una expresión de confianza viva heroica (Comp., por ejemplo, 1 R. 18:36; Neh. 9:7). Y en el Nuevo Testamento Abraham nos es presentado como el «padre de todos los creyentes» (Ro. 4: 11).
Característica de la fe es que debe actuar con una visión constantemente renovada de lo sobrenatural, en pugna con la tendencia innata del hombre a pensar, juzgar y decidir de acuerdo con su propia razón y experiencia naturales. A Abraham le ha prometido Dios una descendencia; pero el hijo no nace.
La promesa tarda tanto en cumplirse que humanamente parece irrealizable. A Sara se le ocurre el recurso a la práctica legal común en sus días: asegurar la «simiente» de su marido por la vía natural de la cohabitación con Agar, la sierva. Pero éste no era el plan de Dios. El hijo naciera sobrenaturalmente, por la acción de recursos muy superiores a lo humanamente imaginable. El padre de los creyentes había de aprender que en el diccionario divino no existe la palabra «imposible»; ni siquiera el término «difícil» (Gn. 18:14), y que la intervención divina no es aleatoria, como lo era la supuesta acción de los baales, sino siempre fielmente ajustada a lo prometido.
Tan importante es que la fe se mantenga en ese plano elevado de lo sobrenatural, en el que todo es posible, que Dios somete a prueba a Abraham una y otra vez para mostrarle reiteradamente lo inagotable de sus posibilidades para cumplir las necesidades y resolver los problemas humanos. Parece que Abraham llegó a comprender la lección. En la hora de la prueba suprema, no vaciló. Pese a lo incomprensible de la orden de Dios, se dispuso a sacrificar a Isaac, el amado hijo de la promesa, convencido de que «Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos» (He. 11: 19).
La figura de Abraham tiene su prolongación en Isaac, quien aparece en el relato bíblico, sin demasiadas características propias, como el hijo del primer patriarca y como padre de Jacob.
Este, en cambio, adquiere notable relieve desde el momento mismo de su nacimiento. En él reaparece el énfasis de la elección divina, al margen de todo merecimiento natural, y en la promesa, que se mantendrá a pesar de las debilidades humanas. La conducta de Jacob es una maraña de ambiciones, de intrigas, de engaños y perfidias.
Si algún personaje bíblico puede ser presentado como prototipo del hombre natural, caído, ése es Jacob. Sin embargo, Dios no rompe con el; no anula la promesa. Sus intervenciones se suceden hasta que el suplantador, tras las experiencias de Betel y Peniel, se convierte en Israel, recipiente ya indiscutible de la bendición (Gn. 32:28-29). A lo largo de toda la narración, se pondrá de manifiesto la maravillosa gracia de Dios hacia el hombre pecador y lo invulnerable de su fidelidad en contraposición con la fragilidad humana de sus escogidos.
Con José se hará patente otro aspecto importante de la acción de Dios: su providencia. En un contexto circunstancial en el que las notas más destacadas son la envidia, el odio, la ingratitud, la lascivia y la difamación, sobresale la integridad de este hijo de Jacob.
Los sueños de José eran revelaciones. Pero la revelación pronto chocó con el curso de los hechos. Una vez más sobrevino la oscuridad de unos acontecimientos inexplicables. Pero en medio de la tenebrosidad que a menudo envuelve la actuación de Dios con los patriarcas, resplandecen la sabiduría y la bondad divinas. Aun los mayores males son «encaminados a bien» (Gn. 50:20). Esta alentadora verdad seguiría evidenciándose en el curso subsiguiente de la historia.

DEL ÉXODO A LA ENTRADA EN CANAÁN

La salida de Israel de Egipto y sus experiencias hasta su establecimiento en la tierra prometida constituyen hechos capitales en la historia de la salvación. A ellos se volverán una y otra vez los pensamientos de los israelitas de todos los tiempos posteriores y ellos serán objeto de muy frecuentes referencias por parte de los escritores sagrados.
El éxodo y los acontecimientos sucesivos se convierten en núcleo de la confesión de fe de Israel, pues eran exponente elocuentísimo de los actos poderosos de Dios en favor de sus escogidos. La promesa hecha a los patriarcas no podía ser invalidada. Y una vez más, ahora de modo dramático, se patentiza la soberanía de Dios en el cumplimiento de sus designios.
Instrumento admirable para la realización de tales designios fue Moisés, cuya persona y obra no pueden pasarse por alto si hemos de llegar a una comprensión adecuada de este periodo de la historia de Israel. Su figura no es idealizada desmesuradamente.
Cuanto de él nos dice la Escritura se caracteriza por la sobriedad y el realismo. El hombre aparece con todos los rasgos de su humanidad, con sus virtudes, pero también con sus defectos y debilidades.
Su liderazgo entre los israelitas tampoco es presentado con triunfalismo. Más bien sobresalen sus amarguras, sus decepciones, sus fracasos en relación con el pueblo que tantas veces se le opuso impelido por la incredulidad y el materialismo. Nada hay en el relato bíblico que induzca al culto a la personalidad.
A pesar de todo ello, Moisés es un hombre excepcional. Favorecido como pocos por las revelaciones que Dios le concedió, sostenido y guiado siempre por El, ocupa un lugar único en la historia bíblica. Mediador entre el Dios del pacto y la comunidad del pacto llegó a ser también el prototipo de los profetas (Dt. 18:18), como Abraham lo había sido de los creyentes. Tal magnitud llegaron a alcanzar su persona y su ministerio que la totalidad del Pentateuco se expresa con su nombre (Le, 16:29; 24:27; Jn. 5:45).
No es de extrañar que, juntamente con Elías, apareciera en presencia de Jesús sobre el monte de la transfiguración y que el tema de su conversación fuese el «éxodo del Señor» (Le, 9:28-31).
En las narraciones que hallamos en el libro del Éxodo, tres hechos sobresalen con el máximo relieve: la liberación de la esclavitud en Egipto, el pacto Sinaítico y la construcción del tabernáculo. Su importancia nos obliga a algunas observaciones.
LA REDENCIÓN DE LOS ISRAELITAS.
No sólo desde el punto de vista histórico, sino también por su significación religiosa este acontecimiento revestía una trascendencia singular. La situación de los descendientes de Jacob había llegado a límites insospechados de humillación y sufrimiento. Sobre ellos pesaba la amenaza de exterminio total y nada podían hacer para cambiar aquel estado de cosas. Impotentes humanamente, se hallaban por completo a merced de sus opresores. En estas circunstancias de máxima angustia, interviene Dios. «He visto -dice-la aflicción de mi pueblo que está, en Egipto y he oído el clamor que le arrancan sus opresores» (Ex. 3:7). Y, por mediación de Moisés, obliga a Faraón a. dejar libre a Israel para que salga y vaya a la tierra de su destino.
La salida no se efectúa fácilmente. La obstinada oposición del Faraón y las pretensiones de Moisés desata las plagas con que Dios le castiga. Mediante ellas, no sólo se domeñaría la voluntad faraónica; significarían también un golpe irónico contra las creencias egipcias. Objetos sagrados como el Nilo, adorado por las gentes de aquella tierra; las ranas, relacionadas con el dios Apis y la diosa Heqt (símbolo de la fertilidad); las reses de ganado (Apis era representado por un buey); el sol (dios Re), aparecen sometidos a la acción judicial del Dios de Israel.
De este modo, el pueblo escogido podría ser liberado no sólo de la esclavitud física, sino también de la ignorancia, de la superstición y del temor a las fuerzas naturales, pues, como pudieron comprobar, todo estaba bajo el control de la voluntad de Dios. Esta instrucción era de vital importancia en los inicios de Israel como nación.
NO MENOS IMPORTANTE HABÍA DE SER LA CELEBRACIÓN DE LA PASCUA.
La inmolación del cordero y el rociamiento de los dinteles de las puertas israelitas con la sangre del animal sería un testimonio que iría rememorándose anualmente a lo largo de los siglos. Sin duda, cada vez que las familias de Israel cumplieran este rito, se haría patente el gran mensaje de la noche inolvidable: «El Dios que juzga y abate a los soberbios es vuestro Redentor.»
De la acción liberadora de Dios se derivaba una consecuencia de honda significación. El pueblo redimido se convertía en el pueblo adquirido por Yahvéh (Ex. 15:16), propiedad particular para la manifestación de su gloria (Comp. Is. 43: 1).
Ello, por un lado, aseguraba la protección divina en favor de la nación, como se demostró a lo largo de la historia; ni los ríos anegaron jamás por completo a Israel, ni las llamas lo consumieron (Is. 43:2).
Pero, por otro lado, el derecho divino de propiedad sobre el pueblo obligaba a éste al reconocimiento del señorío de Yahvéh, al ordenamiento dela vida en todos sus aspectos de acuerdo con las leyes dadas por El. Esta doble implicación de la redención es bellamente resumida en Ex. 19:5,6: «Si dais oído a mi voz y guardáis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos y me seréis un reino de sacerdotes y gente santa.» Esto nos lleva al segundo de los hechos culminantes de este periodo.

EL PACTO SINAÍTICO.

La alianza establecida con los patriarcas seguía vigente para Dios (Ex. 2:24; 6:4). Ahora iba a ser ratificada de modo tal que los israelitas no viesen en ella un simple episodio histórico del pasado, sino una realidad presente que mantuviera viva en ellos la conciencia de que eran pueblo de Yahvéh (Ex. 6:6-8; Dt. 5:2, 3; Comp. Dt. 29:9-15).
Este pacto, establecido en el Sinaí, es inseparable de la ley divina que Israel estaba obligado a guardar; pero no debe deducirse de este hecho que la alianza introducía un régimen legalista en la relación entre Yahvéh y el pueblo. Nada más lejos de la verdad.
A la promulgación de la ley precede la liberación de aquellos a quienes es dada. El pueblo llamado a obedecer es un pueblo redimido.
Su sumisión a las ordenanzas divinas no es una obligación onerosa sin contexto existencial; es una consecuencia lógica de su salvación. Israel no había sido librado de la esclavitud de Egipto para caer en la esclavitud de una ley opresora, sino para vivir en el plano de dignidad humana que correspondía a su nueva situación de pueblo libre, altamente favorecido por Dios. Esta situación no estaría determinada por la relación con unas normas, sino por la relación con Yahvéh.
Si ésta era correcta, presidida por la fe y la gratitud, la ley sería cumplida sin esfuerzo, como algo normal y deseable. El pueblo sería santo, porque Dios es santo (Lv. 19:2) y a Dios adoraría gozosamente. En palabras de B. Ramm: «El hombre redimido es llamado a la moralidad; el hombre moral es llamado al culto.»
Pese al énfasis en la obediencia del pueblo, no descansa sobre ésta la efectividad de la alianza mosaica. Como en el pacto Abrahámico, y como en todos los pactos concertados por Dios con los hombres, la solidez de la alianza depende de la iniciativa incondicional, soberana, de Dios.
De hecho, el pacto mosaico fue concluido por Dios antes de que fueran dados los mandamientos. Es al Israel que ya ha «venido a ser pueblo de Yahvéh» a quien se dice: «Oirás, pues, la voz de Yahvéh tu Dios y cumplirás sus mandamientos y sus estatutos que yo te ordeno hoy» (Dt. 27:9-10). El hombre debe obedecer. Si deja de hacerlo, acarreará sobre sí las consecuencias de su rebeldía; experimentará el juicio divino; pero no frustrará el inmutable consejo de Dios ni cegará la fuente de su gracia.
Así se ha evidenciado en la historia de Israel. Sin embargo, la misma historia, en consonancia con el conjunto de la Escritura, muestra que la soberanía divina no anula la responsabilidad humana. Ambos polos han de ser tomados en consideración cuando tratamos de interpretar la relación de Dios con su pueblo, es decir, el sentido y las características de los pactos. En este plano, las promesas y las exigencias de Dios son inseparables; la Heilsgeschichte (historia de la salvación) y la Heilsgeset: (ley de la salvación), lejos de ser incompatibles, constituyen dos aspectos de una misma realidad en la que ninguna dicotomía es válida.
En cuanto a la ley promulgada en el Sinaí, conviene destacar las peculiaridades del decálogo. Revela el derecho divino sobre todas las esferas del comportamiento humano. No sólo orienta las actividades culticas; también regula las relaciones familiares y las responsabilidades sociales. Y lo hace con majestuosa sobriedad.
Nada de pormenores adecuados a las múltiples contingencias jurídicas. En diez frases lapidarias queda dicho todo. Predominan las de forma negativa, porque su finalidad no es tanto dar normas concretas de lo que Israel debe hacer como fijar los límites de su conducta. Los detalles positivos se darían posteriormente pero el decálogo sería el fundamento. Si los israelitas lo cumplían, quedaban asegurados el beneplácito y la bendición de Dios.
La totalidad de la ley cubría tres grandes áreas: la moral, la Civil y la ceremonial. En la primera se regulaba la conducta de acuerdo con los principios alterables de la, Justicia, el respeto a la dignidad humana, la equidad, la compasión y la generosidad.
Cabe señalar que en este terreno las prescripciones Mosaicas superaban notablemente a las leyes de otros pueblos contemporáneos, lo que se tradujo en una normativa civil también superior.
Lógicamente, las leyes civiles tenían que ajustarse a las circunstancias de aquella época y no todas podrían usarse en todo lugar yen todos los tiempos; pero el espíritu que las inspiró, impregnado de los elevados conceptos morales de la revelación, sí tiene carácter perenne. El intérprete hará bien si en su estudio de la legislación contenida en el Pentateuco ahonda hasta descubrir ese espíritu.
La ley ceremonial tuvo como objeto regular el culto y mantener vivo en el pueblo el concepto de pureza indispensable para la comunión con Dios. Es verdad que la limpieza se refería a menudo a aspectos físicos y probablemente no pocos israelitas cayeron en el error de prestar atención únicamente a lo externo; pero, sin duda, los dotados de mediana sensibilidad espiritual se percataron de que la pureza ceremonial era inseparable de la moral.
DE LOS ASPECTOS CULTICOS DE LA LEY NOS OCUPAREMOS EN EL PUNTO SIGUIENTE.

EL TABERNÁCULO.

Esta gran tienda, con su diverso contenido, era riquísima en significado. Estaba destinada a comunicar las verdades básicas relativas a la presencia de Yahvéh en medio del pueblo. Patentizaba el deseo de Dios de habitar entre los hijos de Israel. Sería esencialmente el «tabernáculo de reunión», el lugar de encuentro de Dios con el pueblo, el punto en el que Dios hablaría y donde manifestaría su gloria (Ex. 29:42-46; 33:7-11). La presencia de Yahvéh garantizaba su bendición.
Si Dios estaba con Israel, nada tenía éste que temer; quedaba asegurada su protección, así como el cumplimiento del glorioso propósito con que había sido liberado.
Pero el mantenimiento de la presencia de un Dios santo en medio de un pueblo pecador planteaba -como ha planteado siempre un problema que se debía resolver. La solución radicaba, aunque de modo simbólico, en las prescripciones culticas, particularmente en la institución del sacerdocio y en el sistema de sacrificios.
El israelita había de tener conciencia clara del pecado, el gran obstáculo para la comunión con Dios. Escrupulosamente debía guardarse de no transgredir las normas sagradas para no acarrear sobre sí la cólera divina. Había de entender que el pecado (yerro, transgresión, rebelión) no sólo afectaba a quien lo cometía, sino que comprometía a la comunidad y deshonraba a Yahvéh. Cuando pecaba, no podía ser ajeno a un sentimiento de culpa y a la necesidad de una reparación.
A causa de la indignidad que conlleva el pecado, el pecador -individuo o comunidad- no podía acercarse directamente a Dios. Era necesaria la mediación del sacerdote sobre la base de la expiación mediante el sacrificio. No todos los sacrificios tenían una intencionalidad expiatoria.
Algunos eran expresión de gratitud, de renovada entrega a Yahvéh, de alabanza gozosa, e incluían un banquete festivo. Pero todos guardaban relación entre sí y todos tenían por objeto preservar la comunión con su Dios y así seguir disfrutando los beneficios de su alianza.
La importancia que sacerdocio y sacrificios tienen a lo largo de todo e Antiguo Testamento hace aconsejable que el intérprete ahonde en el estudio de los mismos. En ellos encontrará, además de abundante material para elaborar una teología del Antiguo Testamento, numerosas claves para la exégesis de no pocos textos.
Y, por supuesto, aun manteniendo la objetividad ante los datos veterotestamentarios, no podrá perder de vista la culminación de la revelación en Cristo, el cumplimiento en El y en su obra de cuanto en el culto israelita era tipo o símbolo. Por algo Cristo fue el «tabernáculo» por excelencia en el que Dios, de modo incomparable, manifestó la gloria de su presencia (Jn. 1:14).
En su conjunto, la ley mosaica aparece como una gran bendición para Israel. Verdadero don salvífica, constituía la garantía de la elección divina. Su finalidad era altamente benéfica: asegurar el bienestar del pueblo en el sentido más amplio (Dt. 10: 13). Por eso el israelita consciente de este regalo divino no veía en la ley un motivo de frustración o de queja, sino de alegría y alabanza (Sal. 19:8 y ss. y 119).
Sabía discernir sus riquezas, así como las razones que exigían su cumplimiento (01. 4:6-8). Estaba en condiciones de entender que Dios demanda obediencia, pero que también quiere que los hombres comprendan la bondad de sus mandatos. Además sentía el poderoso incentivo de la gratitud (Dt. 6:10-12; 8:11-20).

LA CONQUISTA DE CANAÁN.

Tras largos años de peregrinación, Israel se instala en Palestina. Se cumplía la promesa divina (D1. 6:23). Y se ponían de manifiesto unas realidades que el pueblo habría de tener siempre presentes.
Entre esas realidades, sobresale la bondad de la tierra preparada por Dios. Era «tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales, que brotan en vegas y montes; tierra de trigo y cebada, de vides, higueras y granados; tierra de olivos, de aceite y de miel» (D1. 8:7-8), totalmente adecuada para asegurar la prosperidad del pueblo. Sólo el pecado podía convertir la abundancia en miseria.
Asimismo se hace ostensible el poder de Yahvéh. No era la fuerza de Israel la que sumó victorias en la conquista de Canaán, sino la intervención divina (Dt. 6:10-11; 7:22-24; 8:17-18; Jos. 23:3, 5; 24:8, 13, 18). Por sí solos, los israelitas no habrían hecho otra cosa que multiplicar desaciertos y fracasos, como se puso de manifiesto en la derrota sufrida en Ai (Jos. 7:3-5) y en la facilidad con que fueron engañados por los gabaonitas (Jos. 9). No había lugar para la jactancia del pueblo (Dt. 9:4-6), sino para la gratitud y la lealtad. Este hecho ilustra una de las constantes en la relación entre Dios y sus redimidos.
En el texto últimamente citado (Dt. 9:5), hallamos la clave para aclarar una de las cuestione que más han preocupado ha muchos lectores de la Biblia: el exterminio -generalmente parcial- de los pueblos que habitaban la tierra ocupada por Israel.
A primera vista plantea un serio problema moral. Independientemente del modo violento como la conquista se llevó a cabo, ¿era justo que Dios instalara a su pueblo en Canaán a costa de la destrucción de otros pueblos? La respuesta es que el fin trágico de aquellas gentes fue resultado de un merecido juicio divino. «Por la impiedad de estas naciones Yahvéh tu Dios las arroja de delante de ti» (Comp. Gn. 15:16).
Que Israel actuase como brazo ejecutor de la sentencia divina podía ahondar en su conciencia el sentimiento de santo temor a Dios. Y que la coexistencia con gentes idólatras, moralmente depravadas, podía tener consecuencias funestas para Israel se demostró hasta la saciedad en el curso de los siglos que siguieron a la conquista. Lógicamente, para la mentalidad del siglo xx, iluminada por más que muchos traten de ignorado por los sublimes principios morales del Evangelio, resulta inconcebible una «guerra santa» sancionada por Dios.
Pero una vez más hemos de situarnos en el momento histórico de los hechos, en las costumbres de la época y en la circunstancia de que la revelación divina aún no había desplegado los requerimientos éticos que un día serían proclamados por el mensaje de Cristo.
Otro factor a considerar es el carácter sagrado de la tierra conquistada. Canaán era la «heredad de Yahvéh» que Él entregaba a los israelitas para que se la repartiesen y la disfrutasen (Ex. 6:8; ~5:17; Dt. 15:4; 32:49; etc.). El verdadero propietario era Dios; los Israelitas tendrían la tierra en usufructo y de acuerdo con una normativa justa .que aseguraba el derecho inalienable de toda familia a seguir disfrutando de la posesión de la heredad que por suerte le hubiese correspondido.
La propiedad divina de la tierra Impedía que ésta pudiera venderse a perpetuidad (Lv. 25:23), y cualquier enajenación a causa de circunstancias adversas quedaba anulada el año del Jubileo, cuando todos los desposeídos recobraban la tierra perdida (Lv. 25:28), ley agraria que aun hoy causa admiración. En el pueblo de Dios no debía tener cabida m la especulación ni la opresión del desafortunado. Ese pueblo no había de ser una suma de individuos, sino una  comunidad bajo el señorío de Yahvéh, desarrollada según principios de justicia y solidaridad.
Finalmente, la entrada de Israel en Canaán marcaba el inicio del descanso (Jos. 1:13). Las promesas hechas a los padres quedaban plenamente cumplidas (Jos. 23-45). Ahora se abrían ante el pueblo todas las posibilidades de bienestar físico, moral y espiritual que Dios deseaba otorgaría. Pero también se perfilaban. Las calamidades que le sobrevendrán SI se apartaba de la obediencia.
Como Dios había cumplido sus promesas, así cumpliría sus amenazas (Jos. 23:11-16). Evidentemente Israel se hallaba al final de su formación como nación y al principio de su plenitud histórica.
Los recuerdos del pasado y el avance hacia el futuro aportarían un mismo testimonio: el Dios del pacto, justo y misericordioso, es Señor. Él rige el curso de la historia.

LA MONARQUÍA ISRAELITA

Después de haberse instalado las doce tribus en Palestina, se inicia un periodo de transición, el de los «jueces». Desaparecida la generación de Josué, ocupa la tierra «otra generación que no conocía a Yahvéh ni la obra que El había hecho por Israel» (Jue. 2:10). Y el pueblo sucumbe a las influencias paganas de su entorno. Baal y Astarot ocupan en el culto el lugar que sólo a Yahvéh correspondía.
Con la idolatría, se introduce en Israel de forma cruda todo tipo de prácticas inmorales. Ello tiene efectos debilitantes y los israelitas han de cosechar humillaciones, derrotas y opresión bajo la supremacía alterna de los diversos pueblos que habían quedado compartiendo el suelo de Canaán. Cuando la situación alcanzaba límites de angustia, Israel clamaba a Dios y Dios levantaba a un hombre (e juez»), carismáticamente dotado, por medio del cual guiaba al pueblo a la liberación.
A la experiencia redentora seguía una nueva caída en los mismos pecados anteriores, lo que a su vez acarreaba nuevos sufrimientos, seguidos de arrepentimiento, invocación a Yahvéh, salvación. El ciclo se repite una y otra vez, sin que se vea el modo de alcanzar una solución definitiva.
La situación religiosa, moral y política se hace cada. vez más oscura. Esta época registra algunos de los episodios más nefandos de la historia bíblica. La autoridad de los jueces es limitada, pasajera, a veces empañada por las pasiones humanas más primarias y, en todo caso, insuficiente para acabar con la anarquía que prevalecía en Israel (Jue. 17:6; 18:1; 19:1; 21:25).
¿ADÓNDE IRÍA A PARAR EL PUEBLO ESCOGIDO?
En amplios sectores de Israel parece prevalecer la idea de que la única solución a su problema es el establecimiento de una monarquía al estilo de los demás pueblos (l S. 8:5). La instauración de la monarquía pudo entrar en los propósitos de Dios; pero la forma en que se produjo evidenciaba una grave actitud de desconfianza respecto al régimen teocrático.
Los israelitas aprovechan el ocaso de Samuel y las sombrías perspectivas que los hijos de éste ofrecían para pedir formalmente un rey; pero en el fondo se palpaba un afán incontenible de gobernarse a sí mismos de acuerdo con los principios de una política mundana. Su aspiración llevaba implícito un rechazo del gobierno de Dios. La interpretación divina del hecho es dada a Samuel de modo inequívoco: «No te han desechado a ti, sino a mí para que no reine sobre ellos» (l S. 8:7).
Pero el deseo de Israel se cumple. Como tantas otras veces en el curso de la historia, Dios escribiría rectamente sobre los renglones torcidos de los hombres.
El primer rey de Israel, Saúl, es una figura impresionante, grávida de contrastes que invitan a serias reflexiones. Inicialmente humilde, cae presa de la impaciencia, la vanagloria y la injusticia.
Disfruta del carisma profético, pero incurre en la desobediencia. Su destino es sellado con la tragedia. Es el escogido de Dios y el rechazado por Dios.
Muerto Saúl, ocupa el primer lugar en el escenario histórico David, el rey «conforme al corazón de Dios» (l S. 13:14). Su reinado no sólo determina la consolidación de la monarquía; constituye uno de los hitos más importantes en la historia de la salvación.
Los hagiógrafos no colocan sobre él un halo de gloria sobrehumana. Todo lo contrario. Lo presentan en toda su humanidad, con sus rasgos nobles, hermosos, pero también con sus torpezas y sus pecados escandalosos. La grandeza de su figura en la historia bíblica no se debe tanto a sus proezas como al especial lugar que ocupa en la realización progresiva de los propósitos de Dios.
Sin duda, lo más destacable es el denominado pacto davídico en virtud del cual quedaba garantizada la permanencia perpetúa de su trono (2 S. 7:12-16). Ese pacto será, a partir del momento de su establecimiento, punto de obligada referencia no sólo en los textos narrativos, sino también en no pocos pasajes proféticos y de los salmos.
El intérprete no podrá echarlo en olvido, pues sin él perdería una de las claves indispensables para comprender el curso de la historia posterior a David. La promesa parece totalmente incondicional. Pase lo que pase, sea cual sea el comportamiento de los descendientes de David, la promesa quedará en pie.
No habrá rechazamiento como en el caso de Saúl (2 S. 7:15). «Tu trono será estable eternamente» (7:16). Pero ¿cómo se compagina esta palabra con las catástrofes de los años 721 (caída. de samaria) y 587 (caída de Jerusalén) a d. C., cuando el hilo histórico de la nación israelita parecía irremisible y definitivamente cortado?
La única explicación se halla en la proyección mesiánica del pacto davídico. El trono sería ocupado un día por un «hijo de David» que al mismo tiempo sería «hijo de Dios» en un sentido único, sin parangón (Ro. 1:3-4).
Es precisamente esta trascendencia mesiánica del remado de David lo que configura idealmente la función regia en Israel. Sus rasgos esenciales nunca caracterizaron de modo perfecto a los reyes de la nación; pero distinguieron admirablemente a Jesucristo.
El hecho de que el rey ideal no apareciera en Israel era un factor que debía avivar la esperanza en el Ungido por excelencia. Sin embargo, el cuadro del rey «conforme al corazón de Dios», independientemente de sus connotaciones mesiánicas, era claramente normativo para todos los monarcas israelitas:
A) El rey ha de ser el siervo de Yahvéh (2. S. 3:18; 7:5, .8,.1~, 20, 21,25-29). No es un ser mitológico descendiente de la divinidad, como creían los egipcios. Es un simple hombre, con to.das las limitaciones de su humanidad. Su autoridad proviene de Dios, ante quien es siempre responsable. Es guardián del derecho divino y el mismo, el monarca, es el primero que ha de someterse al orden moral y jurídico establecido en el pacto Sinaítico (Comp. Dt. 17:18-20; 1 R. 11: 11). El mejor rey es el que con más honda convicción dice al pueblo: «¡Tu Dios reina!» De que el rey acate o no la soberanía divina depende el veredicto que sobre él pronunciará Dios.
Al pensar en Cristo, quien es mucho más que «descendiente» de la divinidad por ser igual a Dios, resulta maravilloso que su realeza estuviera unida a su condición de siervo (Fil. 2:7, 8) sometido en todo a la voluntad del Padre (Jn. 5:30; 6:38).
B) El rey ha de ser un pastor para su pueblo (Sal. 78:70-72). Este es uno de los títulos de Jesús. También David, que había sido pastor de ovejas, había de pastorear a su pueblo con ternura y solicitud.
La misma función debía desempeñar sus sucesores en el trono. Estos, por desgracia, más que cuidar del rebaño que les había sido encomendado, generalmente se pastorearon a sí mismos, y sus sórdidas ambiciones, sumadas a su rebeldía contra Yahvéh, contribuyeron a acelerarla ruina de la nación (Is. 56: 1; Jer. 12: 10; 23:1-2l. 23:1-2).
E) El Espíritu de Dios había de manifestarse en la experiencia del rey. Aunque sólo una vez se menciona explícitamente la inspiración del Espíritu recibida por David (2 S. 23:2), el factor carismático había aparecido ya en los jueces y se había puesto e relieve en Saúl, el primer rey (l S. 10:6-12). Es verdad que, con los años, el peso institucional de la monarquía debilitaría la fuerza del carisma hasta su práctica anulación. De ahí la necesidad de los profetas. Pero, desde el punto de vista ideal, la investidura con el Espíritu de Yahvéh era una credencial regia. Así se revelaría, y de modo admirable, en el Mesías (Is. 11: 1 y ss.).
Otro lado importante para la comprensión histórico-teológica de la monarquía es el templo y el culto en Jerusalén. Las tribus del Norte, a raíz de la escisión del reino, establecerían sus propios centros y formas de adoración. Pero la línea de su comportamiento religioso fue una desviación que, bajo influencias cananeas, llevaría a la postre a la apostasía. Estas experiencias eran una anomalía y un pecado.
Si Israel había de alcanzar su gran destino, había de mantenerse espiritualmente fuerte y unido. Por eso el templo de Jerusalén ocupa un lugar central en los libros de Reyes y aún más en los de Crónicas. Además, su construcción (año 968 a. de C.) se halla en el centro del tiempo, ya que, «al decir de Vischer, el calendario judío cuenta 480 años desde la vocación de Abraham hasta el Éxodo y otros 480 años desde el Éxodo hasta la construcción del templo; y, luego, 480 años hasta la reconstrucción del templo después del destierro, y otros 480 años hasta el nacimiento de Cristo.
Cuatro períodos de 12 generaciones de 40 años (el tiempo de la marcha en el desierto, el tiempo del reinado de Saúl, de David, etc.) constituyen la perfecta simetría de una teología de la historia bien equilibrada en su simbolismo matemático».
Poco de la verdadera grandeza de sus privilegios y de su misión histórica entendieron los reyes del pueblo escogido. La pasión erótica de Salomón abre las puertas a la idolatría. La torpeza y la soberbia de Roboam provocan la escisión del reino. La astucia política de Jeroboam, divorciada de la fe propia de un buen israelita, levanta la piedra de tropiezo que haría caer a las tribus del norte en abismos cada vez más profundos para no volver a levantarse.
El final del reino del norte sería la catástrofe bajo el poder destructor de Asiria.
Las cosas en el reino del sur no irían mucho mejor. Judá tendría algunos monarcas nobles y piadosos como Ezequías y Josías, entre otros; pero el debilitamiento de la fe yahvehísta y la adopción de prácticas idolátricas, las preocupaciones políticas enfocadas desde un punto de vista meramente humano y el auge de graves males sociales, todo ello en abierta oposición a los mensajes de los profetas, determinaría el fin decidido por Dios: la destrucción de Jerusalén y la deportación de la mayoría de los judíos a Babilonia.
Las narraciones del Antiguo Testamento se cierran con los libros de Crónicas, Esdras y Nehemías. Son producto de la situación posexílica. El momento histórico en que son escritos está teñido de tonos tristes. Pero subsiste la conciencia de la fidelidad de Dios. Así, pese al sufrimiento y a la oscuridad, esos libros anudan el pasado con sus glorias y sus desastres- con el presente, en la esperanza de un futuro en el que resplandecerían de nuevo tanto la soberanía como la gracia del Señor.
En el estudio de las narraciones bíblicas correspondientes a la monarquía el intérprete deberá prestar especial atención al mensaje que contienen. SI, como se ha dicho, la historia es magistral Vitae (maestra de la vida), debe encontrarse la lección que la historia de los reyes de Israel y Judá entraña: el, pueblo escogido se perdió, porque no acepto la realeza de. Yahvéh. En sus experiencias nacionales se puso de relieve lo ineludible de la ley de la siembra y la cosecha. Los polos obediencia-desobediencia llevan aparejados los de bendición-juicio, paralelamente a los misteriosos de elección-rechazamiento (l S. 12:24-25).

Pero, por encima de rodas las contingencias históricas, destaca la silueta gloriosa del Ungido cuyo advenimiento tendría lugar «en el cumplimiento del tiempo». El gran «Hijo de David» sería el Rey de reyes. En Él y por Él, ya no prevalecerían las miserias y los fracasos de los hombres, sino la gloria y el triunfo de Dios.