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INTRODUCCIÓN
Dios
gobierna a su universo por la ley. La propia naturaleza funciona bajo su
gobierno providencial. Las así denominadas leyes de la naturaleza son simples
descripciones de la manera normal que Dios tiene de ordenar su universo. Estas
"leyes" son expresiones de su voluntad soberana.
Dios
no le rinde cuentas a ninguna ley fuera de sí mismo. No existen normas cósmicas
independientes que obliguen a Dios a obedecerlas. Por el contrario, Dios es su
propia ley. Esto decir que Dios actúa de acuerdo con su propio carácter
moral. Sin propio carácter no es solo moralmente perfecto, sino que es
el patrón estándar de la perfección. Sus acciones son perfectas porque su
naturaleza es perfecta, y Él siempre actúa de acuerdo con su naturaleza. Por lo
tanto, Dios nunca es arbitrario, caprichoso o antojadizo. Siempre hace lo que
es correcto.
Como
criaturas de Dios, a nosotros también se nos exige que hagamos lo que es
correcto. Dios nos exige que vivamos una vida de acuerdo a su ley moral, la
cual nos ha revelado en la Biblia. La ley de Dios es el estándar de justicia y
la norma suprema para juzgar el bien y el mal. Dios tiene la autoridad para
imponernos obligaciones, para exigir nuestra obediencia, y exigir el compromiso
de nuestras conciencias, porque Él es nuestro soberano.
También
tiene el poder y el derecho para castigar la desobediencia cuando violamos su
ley. (El pecado puede ser definido como la desobediencia a la ley de Dios.)
Algunas
leyes de la Biblia están directamente basadas en el carácter de Dios. Estas
leyes reflejan los elementos transculturales y permanentes de las relaciones,
tanto divinas como humanas.
Otras
leyes obedecieron a condiciones pasajeras de la sociedad. Esto significa que
algunas leyes son absolutas y eternas, mientras que otras pueden ser anuladas
por Dios por razones históricas, como las leyes ceremoniales y de
dieta de Israel. Solo Dios puede abolir dichas leyes. Los seres humanos nunca
tienen la autoridad para abolir la ley de Dios.
No
somos autónomos. Es decir, no se nos permite vivir de acuerdo con nuestra
propia ley. La condición moral de la humanidad es la de heteronomía: vivimos
bajo la ley de otro. La forma específica de heteronomía bajo la cual vivimos es
la teonomía, o la ley de Dios.
RESUMEN
1.
Dios gobierna al universo por leyes. La gravedad es un ejemplo de las leyes de
Dios para la naturaleza. La ley moral
de Dios está en los Diez Mandamientos.
2.
Dios tiene la autoridad para imponer obligaciones a sus criaturas.
3.
Dios actúa de acuerdo a la ley de su propio carácter.
4.
Dios nos revela su ley moral a nuestras
conciencias y en la Escritura.
5.
Solo Dios tiene la autoridad para abolir sus leyes.
PASAJES BÍBLICOS PARA LA REFLEXIÓN
Éxodo
20:1-17, Salmo 115:3, Mateo 5:17-20, Romanos 7:7-25, Gálatas 3:23-29.
EL ANTINOMIANISMO
En inglés hay un pequeño poema que se constituye en el
canto temático del antinomianismo. Dice: "Libre de la ley, bendita condición;
pecar puedo todo lo que quiero, igual tengo la remisión".
El antinomianismo
significa literalmente "anti-legalismo". Niega y le otorga un
papel inferior a la importancia de la ley de Dios en la vida del creyente. Es
la contraparte de su herejía gemela, el legalismo.
Los anti-nomianos adquieren este fastidio por la ley de
diversas maneras. Algunos creen que ya no están obligados a guardar la ley
moral de Dios porque Jesús los ha librado de esta obligación.
Insisten en que la gracia no solamente nos libra de la
maldición de la ley de Dios sino que nos libra de cualquier obligación a obedecer
la ley de Dios. La gracia se convierte así en una licencia para desobedecer.
Lo sorprendente es que estas personas sostienen este punto
de vista a pesar de la enseñanza vigorosa de Pablo contra ella.
Pablo, más que ningún otro escritor del Nuevo Testamento subrayó
las diferencias entre la ley y la gracia. Se glorió en el Nuevo Pacto. Sin
embargo, fue también el más explícito con respecto a su condena al antinomianismo.
En Romanos 3:31 escribe: "¿Luego por la fe invalidamos la ley? En ninguna
manera, sino que confirmamos la ley".
Martín Lutero, al expresar la doctrina de la
justificación solo por la fe, fue acusado de antinomianismo.
Sin embargo, afirmó Junto con Santiago que "la fe sin obras es
muerta". Lutero discutió con su estudiante Juan Agrícola sobre este punto.
Agrícola negaba que la ley tuviera algún propósito en la vida del creyente.
Hasta negó que la ley sirviera para preparar al pecador para la gracia.
Lutero le respondió a Agrícola con su obra Contra el Antinomianismo en 1539.
Agrícola luego se retractó de sus enseñanzas antinominianas, pero el debate continuó.
Subsiguientes teólogos luteranos confirmaron el punto de
vista de Lutero sobre la ley. En la Fórmula
de la Concordia (1577), la última de las afirmaciones de fe luterana
clásicas, determinaron tres usos para la ley:
(1) El revelar el pecado;
(2) El establecer reglas de decencia general para la
sociedad en su conjunto; y:
(3) El proveer una regla de vida para quienes han sido regenerados
por la fe en Cristo.
El error principal del antinomianismo es el confundir la justificación
con la santificación. Somos justificados solo por la fe, sin intervención de
las obras. Sin embargo, todos los creyentes deben crecer en la fe guardando los
santos mandamientos de Dios, no para ganar el favor de Dios, sino en gratitud
por la gracia que les ha sido dada por la obra de Cristo.
Es un error grave el suponer que el Antiguo Testamento
fue un pacto de la ley y que el Nuevo Testamento es un pacto de la gracia. El
Antiguo Testamento es un testimonio monumental de la asombrosa gracia de Dios hacia
su pueblo. Del mismo modo, el Nuevo Testamento está literalmente repleto de
mandamientos.
No somos salvados por la ley, pero debemos mostrar
nuestro amor a Cristo obedeciendo sus mandamientos. "Si me amáis, guardad mis
mandamientos" (Juan 14:15) dijo Jesús.
Con frecuencia oímos esta afirmación: "El
cristianismo no es un montón de reglas, hay que hacer esto, esto y aquello y no
hay que hacer esto, esto y aquello". Hay algo de verdad en esta conclusión,
ya que el cristianismo es mucho más que una mera recolección de reglas. Es una
relación personal con Cristo mismo.
Sin embargo, el cristianismo también no es nada menos que
reglas. El Nuevo Testamento incluye varias cosas que hay que hacer y otras que
no hay que hacer. El cristianismo no es una religión que sanciona la idea que
cualquiera tiene el derecho a hacer lo que le parezca bien. Por el contrario,
el cristianismo nunca le da a nadie el "derecho" a hacer lo que está
mal.
RESUMEN
1. El antinomianismo es la herejía que dice que los
cristianos no tienen ninguna obligación de obedecer las leyes de Dios.
2. La ley nos revela el pecado, es un fundamento para la
decencia en la sociedad, y es una guía para la vida cristiana.
3. El antinomianismo confunde la justificación con la
santificación.
4. La ley y la gracia se encuentran tanto en el Antiguo
como en el Nuevo Testamento.
5. Aunque el obedecer la ley de Dios no es una causa meritoria
para nuestra justificación, se espera que una persona justificada busque
ardientemente obedecer los mandamientos de Dios.
PASAJES BÍBLICOS PARA LA REFLEXIÓN
Juan 14:15, Romanos 3:27-31, Romanos 6:1-2, 1 Juan 2:3-6,
1 Juan 5: 1-3.
19. EL LEGALISMO
El legalismo es la herejía opuesta del antinomianismo.
Mientras que el antinomianismo niega la importancia de la ley, el legalismo exalta
la ley por encima de la gracia. Los legalistas en los días de Jesús eran los
fariseos, y Jesús se reservó su crítica más severa para ellos. La distorsión
fundamental del legalismo es la creencia en que una persona puede ganarse su
lugar en el reino de los cielos.
Los fariseos creían que debido a su posición como hijos
de Abraham, y a su cumplimiento estricto de la ley, eran hijos de Dios. En
realidad, esto constituía una negación del evangelio.
Un artículo corolario del legalismo es el adherirse a la
letra de la ley y no al espíritu de la ley. Para que los fariseos pudiesen creer
que podían cumplir la ley, primero tenían que reducirla a su interpretación más
estrecha y grosera. El relato del joven rico es una ilustración de este punto.
El joven rico le preguntó a Jesús cómo podía hacer para heredar la vida eterna.
Jesús le dijo que debía "guardar los mandamientos". El joven rico
creía que los había guardado todos. Pero entonces Jesús le reveló cuál era el "dios"
que había servido antes de servir al verdadero Dios su "dios" eran
sus riquezas. "Anda, vende lo que tienes, y dala a los pobres, y tendrás
tesoro en el cielo" (Mateo 19:21). El joven rico se fue, entristecido.
Los fariseos eran culpables de otra forma de legalismo.
Le habían agregado sus propias leyes a la ley de Dios. Sus
"tradiciones" habían sido elevadas al mismo nivel que la ley de Dios.
Le habían robado a la gente su libertad y la habían encadenado, allí donde Dios
las había liberado. Este tipo de legalismo no acabó con los fariseos. También
ha plagado a la iglesia durante todas sus generaciones.
El legalismo suele surgir como reacción desmedida al
antinomianismo. Para asegurarnos de no deslizarnos en la laxitud moral del
antinomianismo, tendemos a hacer reglas más estrictas que las que Dios mismo
nos ha impuesto. Cuando esto tiene lugar, el legalismo introduce una tiranía
sobre el pueblo de Dios.
De la misma manera, las diversas formas de antinomianismo
suelen surgir como reacción desmedida al legalismo. Su grito de batalla suele
ser el de la libertad de toda opresión. Es la búsqueda por la libertad moral
que se ha desbocado. Los cristianos, cuando defiendan su libertad, deberán
cuidarse de no confundir la libertad con el libertinaje.
Otra forma de legalismo es el hacer hincapié sobre lo
menos importante. Jesús reprendió a los fariseos por haber descuidado los
asuntos más importantes de la ley mientras que escrupulosamente obedecían los
asuntos menos importantes (Mateo 23:23-24).
Esta tendencia continúa siendo una amenaza constante para
la iglesia. Tenemos la tendencia a exaltar a un nivel supremo de piedad cualquier
virtud que tengamos y restarle importancia a cualquiera de nuestros vicios. Por
ejemplo, puedo considerar que es de mucha espiritualidad el no bailar, mientras
que considero mi lascivia un asunto menor.
El único antídoto para el legalismo y el antinomianismo
es el estudio diligente de la Palabra de Dios. Solo entonces podremos instruirnos
adecuadamente sobre lo que le agrada y lo que le desagrada a Dios.
RESUMEN
1. El legalismo distorsiona la ley de Dios en dirección
opuesta al antinomianismo.
2. El legalismo eleva las tradiciones
humanas al mismo nivel que la ley divina.
3. El legalismo compromete al pueblo de Dios allí donde
Dios le ha dado libertad.
4. El legalismo le da valor a lo menos importante, y le
resta valor a lo más importante.
PASAJES BÍBLICOS PARA LA REFLEXIÓN
Mateo 15:1-20, Mateo 23:22-29, Hechos 15:1-29, Romanos
3:19-26, Gálatas 3:10-14.
LA CREACIÓN (GN. 1 Y 2)
En
el Antiguo Testamento no existe una doctrina de la creación con entidad propia.
Casi siempre la acción creadora de Dios aparece relacionada con su obra
redentora (Comp. Sal. 74:12-17; 89:10-19; 65:8; Is. 51:9-11; 27:1-13). Este
hecho puede observarse en el conjunto de los capítulos iniciales del Génesis.
Sin embargo, esta narración destaca la reciedumbre doctrinal del cuadro que sobre
la creación nos ofrece.
Desde
el primer momento, con las primeras palabras, aparece claramente el sentido
teológico del relato bíblico. «En el principio Dios creó los cielos y la
tierra.» El universo no es eterno; tuvo un comienzo. Tampoco surge, como
afirmaban algunas cosmogonías, de un conflicto entre dos grandes poderes
míticos opuestos entre sí, sino de la voluntad de un Dios único, soberano. Ni
es una emanación de la divinidad con la que mantiene una relación de consubstancialidad
panteísta, de modo tal que Dios lo sea todo y todo forme parte de Dios. El
relato bíblico de la creación afirma con gran rotundidad la trascendencia de
Dios, quien es el «completamente Otro», del todo diferente de la creación e
infinitamente superior a ella.
No
aparecen fuerzas o seres inferiores intermedios entre el Creador y el universo.
Todo es hecho por la fuerza de la voluntad divina expresada mediante la
palabra. «Dijo Dios... », y lo que dijo se realizó. A la luz del Nuevo Testamento,
aprendemos que todo tiene lugar mediante la acción del Verbo (Jn. 1:3; Col.
1:16; He. 1:2). Sin embargo, la acción directa de Dios en la creación no excluye
necesariamente el uso por su parte de causas secundarias en el desarrollo de la
misma.
El
texto sugiere que en tres momentos especiales hubo una acción claramente
creativa, directa, como resultado de la cual surgió algo completamente nuevo:
la creación original de cielos y tierra (v. 1), la de los animales (v. 21) y la
del hombre (v. 27). En los tres casos se usa el verbo hebreo bará, que primordialmente significa
la operación de un poder infinito por el que surge a la existencia algo
maravillosa, antes inexistente. Pero aparte de estos tres casos, se usan otros
verbos (hacer, producir), los cuales podrían sugerir la posibilidad de que en
el proceso de la creación actuaran fuerzas secundarias y se usaran materiales ya
existentes.
Es
de destacar el lugar que en el relato bíblico ocupan los grandes astros. Estos,
en la concepción que del universo tenían muchos pueblos antiguos, poseían rango
divino y actuaban fatídicamente como fuerzas determinantes del destino humano.
Pero en el Génesis el sol, la luna y las estrellas son despojados de todo signo
divino y de sus misterios astrológicos. Como observa von Rad, «la voz
"lumbreras" es voluntariamente prosaica y degradante.
Cuidadosamente
se ha evitado dar los nombres "sol" y "luna" a fin de
evitar toda tentación: la palabra semita para decir "sol" era también
un nombre divino»,' Los astros son obras de Dios e instrumentos en sus manos
para la realización de propósitos determinados: ser simples luminarias, fijar
ser aradamente el día y la noche y señalar las estaciones (vv. 14-18 .
De
modo análogo, la sexualidad aparece con las características que objetivamente
le corresponden. Es medio de comunión a nivel profundo entre un hombre y una
mujer y de procreación. Pero la
relación sexual carece por completo de las connotaciones religiosas que tenía,
por ejemplo, entre los cananeos, quienes la asociaban con el culto tributado a
sus divinidades, convencidos de que regulaban la fertilidad en todo el ámbito
de la naturaleza.
Una
comparación del texto del Génesis con las ideas religiosas predominantes en
torno a Israel nos muestran claramente la incomparable singularidad del
testimonio bíblico, así como su indubitable superioridad.
En
cuanto a la forma en que la narración es presentada, hemos de tener presente la
peculiaridad de los hechos descritos. No hubo testigo humano que los
presenciara e ignoramos el modo como Dios pudo revelar lo
acontecido.
Y
si lo
importante era no la exposición «científica» de los hechos sino el mensaje que
proclamaba la grandeza del Creador, no debe sorprender que los primeros capítulos
del Génesis, más que un cuadro narrativo completo, nos ofrezcan unas pinceladas
maestras mediante las cuales se destaca lo esencial de la obra creadora de Dios.
La
descripción del proceso creativo es más bien pictórica. Desde el punto de vista
literario, el capítulo 1 del Génesis se asemeja más a un cántico majestuoso que
a un relato. Esto no anula la historicidad de su contenido; pero debe
prevenirnos contra las posturas hermenéuticas excesivamente literalistas.
Los
«días» de la creación no necesariamente han de interpretarse como periodos de
24 horas. En opinión de muchos comentaristas conservadores, pudieron ser
espacios de tiempo de miles o cientos de miles de años, lo cual estaría en
consonancia con los descubrimientos geológicos. Y el orden de lo acaecido en
cada uno de los días no ha de ser imprescindiblemente cronológico. Algunos
autores han hecho notar la correspondencia existente entre el primer día y el
cuarto, entre el segundo y el quinto, entre el tercero y el sexto:
1.
Luz 4. Astros
2.
Mar y atmósfera 5. Animales marinos y aves
3.
Tierra fértil 6. Criaturas terrestres
Ello
puede dar una perspectiva de los hechos diferente de la rigurosamente cronológica.
La
creación del hombre se narra en dos relatos diferentes (Gn. 1:26-30 y 2:7-25)
que se complementan admirablemente. En el primero aparece el ser humano como
una parte más, aunque la más grande, entre las restantes de la creación. En el
segundo, el hombre se convierte en el centro de la narración.
Cuestión
especial relativa a la forma del texto bíblico es la suscitada por algunos
autores respecto a las coincidencias observables al compararla con narraciones
mesopotámicas de la creación, de la caída y del diluvio. Los primeros capítulos
del Génesis ¿son una adaptación de tales narraciones, debidamente depuradas de
sus elementos paganos y ajustadas a la teología yahvehísta?
Algunos
de sus elementos ¿no son claramente mitológicos? En respuesta a tales
preguntas, podemos decir que más sobresalientes que los puntos de analogía son
las diferencias y, como afirma Harrison. «a la luz de este principio se
desprende que una comparación no ofrece paralelos reales entre los relatos del
Génesis sobre la creación y el Enuma
Elish», poema épico mesopotámico de la creación.
El
propio Harrison hace referencia a G. E. Wright, quien de modo convincente
demostró lo inadecuado del mito como forma descriptiva de la verdad bíblica,
destacando la diferencia entre el material de la Escritura y las antiguas
composiciones politeístas del Oriente Medio."
Nada
hay en la cosmogonía bíblica que hoy resulte ridículo, como sucede con otras
cosmogonías. No hallamos en el Génesis ninguna descripción de la tierra
comparable a la de las antiguas tribus indias que representaban nuestro planeta
como un gigantesco platel sostenido por tres elefantes, los cuales, a su vez,
se apoyaban sobre la concha de una enorme tortuga; ningún relato fantástico como
el del clamor de Apsu ante Tiamat porque antes de la creación de los astros no
puede descansar de día ni dormir de noche (Enuma Elish); ninguna concepción
semejante a la común a las mitologías egipcia, fenicia, india e iraní, según la
cual el mundo era resultado de la incubación de un huevo; ninguna afirmación parecida al
mito hitita de
Ullikummi (el cielo fue desgajado de la tierra por un tajo de una gran
cuchilla): nada que pueda sugerir la concepción mítica del origen del mundo
como fruto de la unión sexual de los dioses padres: el cielo y la tierra
(mitologías egipcia, india y china).
En
el relato bíblico, todo se mantiene en un plano tan elevado de sobriedad, tan
exento de fantasías absurdas, que aun hoy sigue inspirando respeto a sus
lectores, cualquiera que sea su posición religiosa o científica.
No
sería, sin embargo, motivo de asombro que, a pesar de la ausencia del mito en
las narraciones bíblicas, aparecieran en sus textos expresiones propias del
lenguaje mitológico. No podemos olvidar que determinados conceptos y términos
formaban parte del bagaje cultural de los israelitas, y entre ellos haya algunos
evidentemente emparentados con la literatura mitológica. A tal efecto, podemos
recordar las alusiones a Rahab, monstruo del caos en la mitología babilónica,
en textos como Job 9: 13; 26: 12; Sal. 89: 10 e Is. 51:9; o las referencias al
Leviatán y al dragón (Job. 3:8; 41:1-14; Sal. 104:26; Is. 27:1; 51:9; Jer.
51:34).
Pero
independientemente de cualquier posible coinciden<;ia entre la terminología
del texto bíblico y algunas de las expresiones comunes a la literatura de otros
pueblos, parece obvio que en el texto hay componentes simbólicos a los que no
sería prudente acercarse con una actitud extremadamente literalista.
Esta
observación ha de ser tenida en cuenta cuando se interpretan algunos detalles
de Gn. 2 y 3, tales como el polvo o arcilla de la tierra con que Dios hizo al
hombre, el soplo divino en la nariz de éste, el huerto del Edén, los árboles de
la vida y de la ciencia del bien y del mal o la costilla de Adán de la que fue
formada la mujer, si
algunos de estos elementos reaparecen .en otros lugares
de la Biblia con un significado claramente simbólico (Ec., 3:20; 12:7;
Is. 51:3; 1 Co. 15:47; Ap. 2:7; 22:2, .14), no parece lógico
pensar que en los textos del Génesis sólo la interpretación rigurosamente literal
es válida. En ellos lo esencial es el contenido rea~ de
los hechos narrados. Y ese contenido no se altera SI se admite la Posibilidad de
un lenguaje pictórico, no científico, en el que cabe legítimamente el recurso
del símbolo.
Lo
que nunca debe suceder es que las conclusiones hermenéuticas en cuanto a la
forma desfiguren o niegan
la realidad del contenido. Este podría resumirse en las siguientes
proposiciones:
1.
Todo cuanto existe tuvo su origen en Dios. El universo no es eterno. Sólo el
Creador lo es. .
2.
Dios es único y soberano. No hay otros seres o fuerzas divinizadas que puedan
rivalizar con El.
3.
La creación de la tierra es la preparación de un escenario en
el que Dios pondrá al hombre como corona de la creación.
4.
El ser humano es resultado de un acto creador especial de Dios.
Independientemente del método usado por el, Todopoderoso para tal creación en
el aspecto físico, el hombre solo fue hombre
cuando recibió el «hálito» de Dios, cuando quedó plasmada .en el la imagen de
su Creador, cuando -como alguien ha sugerido dejó de ser «algo» para ser «alguien»:
5.
Existe básicamente una plena Identidad física, psíquica y espiritual entre el
hombre y la mujer. La monogamia distingue al matrimonio según el plan divino.
6.
Propósito inicial de Dios para con el hombre fue que este actuase como virrey
suyo en el mundo, administrando
sus maravillosos
dones con un señorío digno, benéfico, sobre los demás seres y en armonía con el
conjunto de
la creación.
7.
La raza humana constituye un todo orgánico, una unidad por su origen de un
tronco común, por la
identidad de características físicas y psíquicas y por la
relación de solidaridad moral entre todos sus miembros. Este hecho es de
capital Importancia para entender tanto los efectos universales de la caída de
Adán como los de la obra redentora de Cristo (l Cr.
1:1; Job 15:7; Os. 6:7; Lc. 3: 38; He. 17: 26; Ro. 5: 14; 1 Co. 15: 22-45; 1
Ti. 2:13-14).
LA CAÍDA (GN. 3)
En
este punto ha de aplicarse de modo concreto cuanto llevamos dicho con carácter
general. Por un lado debe tomarse en consideración la forma del lenguaje, en la
que no conviene descartar de plano la posibilidad de elementos simbólicos. Por otro lado ha de preservarse la
historicidad del relato, salvando las ambigüedades de algunos teólogos que,
prescindiendo de ella o negándola abiertamente, han visto en el texto bíblico
una mera ilustración de la experiencia humana del pecado. No es, según ellos,
el factor histórico lo que cuenta, sino el supratemporal, el existencial, la vivencia
de la caída en la experiencia de cada individuo.
Este
punto de vista, como se desprende de los textos arriba citados en apoyo de la
unidad corporativa de la raza humana, no es coherente con una sana teología
bíblica. Haciendo nuestra una afirmación de R. K. Harrison, «relegar la caída a
la región sombría de una Geschichte (historia)
o Urgeschichte (prehistoria)
supratemporal es adoptar una posición no realista hacia uno de los rasgos más
compulsivos y característicos del horno
sapiens y eliminar todo fundamento sustancial para una doctrina del
hombre que haga justicia a las narraciones del Antiguo Testamento»."
El
relato bíblico de la caída, con las características literarias que ya hemos
mencionado, se centra en los aspectos básicos de esa funesta calamidad. No
pretende contestar la pregunta relativa al origen del mal; y, por supuesto,
nada hay en él que sugiera el dualismo, la existencia de dos fuerzas eternas,
el bien y el mal, siempre presentes en todo el ámbito del universo. El pecado
no es inherente al hombre, salido de las manos de Dios como una obra perfecta.
El hombre, originalmente, no lleva dentro de sí el bien y el mal, sino
solamente el bien. Pero su capacidad de decisión propia de un ser libre
conlleva la posibilidad de caer en el mal.
La
caída se inicia con la incitación de la «serpiente» y se consuma cuando la
mujer secundada después por el hombre cede a la codicia fatal de querer
alcanzar rango divino.
EL CREADOR HABÍA COLMADO A LA PRIMERA PAREJA DE DONES
INESTIMABLES.
EL SER HUMANO ERA LA MÁS
PRIVILEGIADA DE LAS CRIATURAS.
Pero
tenía sus limitaciones. Le estaba vedado el árbol de la «ciencia del bien y del
mal». Von Rad hace notar que, «según el uso del idioma hebreo, el narrador
entiende con estas palabras un proceso que no se limita al ámbito meramente
intelectual. El verbo yada' (saber)
indica a la vez el conocimiento y el dominio de todas las cosas y de sus
secretos, pues aquí no debemos entender el bien y el
mal en su sentido moral, sino en el significado de "todo"».
La
posesión de tal conocimiento y dominio era algo privativo de Dios. Y a
alcanzarlo fue incitada Eva. La desobediencia de la mujer era una acusación
contra la bondad y la veracidad de Dios; constituía un acto de rebeldía contra
su autoridad.
Las
consecuencias no podían ser más patéticas. Con la caída se ponía en
funcionamiento todo el mecanismo de la «muerte» del hombre anunciada
previamente por Dios (Gn. 2: 17). Automáticamente nace el sentimiento, de
culpa, de vergüenza, de temor, y el lógico intento de huir de El (3:7, 8). El
camino de acceso a la comunión con el Creador ha quedado bloqueado. Ahora se
abre el camino de la frustración, del resentimiento, de las falsas excusas y de
las inculpaciones injustas (3: 12, 13). El juicio divino recae con perfecta
justicia sobre cada uno de los protagonistas de la caída.
La
humanidad queda sometida al yugo de la existencia penosa, al final de la cual
sobreviene la muerte física (3:14-19). El pecado acababa de irrumpir en el
mundo con toda su horrible carga de sufrimiento y tragedia. En su irrupción lo
invadiría todo y todo lo marcaría con sus zarpazos. La personalidad del hombre,
su relación con Dios, el matrimonio, la convivencia social, la relación con la
naturaleza, todo sufriría los efectos del desgarramiento, del conflicto, de la
degradación.
Pero
en medio de este cuadro tenebroso resplandece la primera promesa de Dios al
hombre caído, el llamado protoevangelio (3:15). El conflicto humano con la
«serpiente» se resolvería con el triunfo de la «simiente» de la mujer. En el
cumplimiento del tiempo, Cristo, nacido de mujer (Gá. 4:4), vendría a deshacer
las obras del diablo (l Jn.
3:8) y así poder levantar al hombre caído a las alturas de una nueva humanidad.
TRANSCURRIRÁN MUCHOS SIGLOS ANTES DE QUE LA PROMESA SE
CUMPLA.
En
el transcurso de la historia se escribirán páginas muy negras, testimonio de la
creciente degeneración de los descendientes de Adán. Pero el propósito de Dios
se mantendrá. La promesa no será invalidada. Los rigores de la justicia divina
serán atemperados por la misericordia. Fue Dios mismo quien, al final del drama
del Edén, «hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles y los
vistió» (3:21).13
EL HOMBRE TENDRÍA QUE SER EXCLUIDO DEL PARAÍSO.
En
su nuevo estado moral y espiritual, la mayor desgracia para la humanidad habría
sido tener acceso al «árbol de la vida» y así perpetuar su miserable condición.
Era mejor. que los querubines y la
espada flamígera se lo impidieran (3:22-24). En el fondo, a pesar de la
apariencia negativa, era una prueba más del amor de Dios. Inevitablemente la
humanidad tendría que gemir con el resto de la creación también afectada por el
pecado- bajo la servidumbre de corrupción; pero los gemidos no excluirían de
modo absoluto la esperanza.
En
los planes divinos el último capítulo de la historia humana es la liberación
para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Ro. 8: 19-25).
Cuando esos planes se cumplan, las ruinas causadas por el pecado habrán
desaparecido para dar lugar a una nueva creación. Ésta es la perspectiva que
empieza a perfilarse en Génesis 3. El exegeta deberá tenerla en cuenta en el momento
de proceder a la interpretación de ese capítulo.
NOTA: Algunos Comentaristas Han Visto En Este Texto
Una Referencia Al Primer Sacrificio De Animales Para La Expiación
Simbólica Del Pecado Y El
Ulterior Revestimiento Del Pecador Con La Túnica De La Justificación Divina. Pero
En Opinión De Otros Tal Referencia Es Una Alegorización Excesiva.
LA MULTIPLICACIÓN DEL PECADO (GN. 4:1-11:9)
La
ruptura que la caída había producido en la relación del hombre con Dios pronto
tuvo como consecuencia el deterioro de la relación del hombre con su hermano.
Se puso de manifiesto que el Pecado nunca se detiene afectando
únicamente
la dimensión
vertical del comportamiento humano. Se extiende también en su dimensión
horizontal.
El
hombre enemistado con Dios está en el camino de la enemistad con los demás
hombres. Adán, el rebelde, engendra a Caín, el fratricida. A la soberbia del
primer pecado, siguen la desvirtuación del culto, la envidia, el resentimiento,
la violencia, el primer asesinato. Apenas se ha extinguido el eco de la primera
pregunta de Dios, «¿Dónde estás tú?» (3:9), cuando se oye un segundo interrogante, tanto o más estremecedor: «¿Dónde
está tu hermano?» (4:9).
Con
un estilo llano, sencillo, la narración pone ante nuestros ojos el principio de
los grandes males sociales que ha conocido la historia: el egocentrismo, la
irresponsabilidad respecto a los demás, el escaso o nulo aprecio de la vida del
prójimo. Pero también nos muestra algunos de los sufrimientos impuestos por
esos males: el miedo, la soledad, la tortura del sentimiento de culpa (4:12-14).
Pese a todo, Dios no abandona completamente a Caín.
Pone
sobre él una marca protectora (4:15). Este hecho es el principio de una acción
divina que tiene por objeto levantar diques providenciales para impedir el
desbordamiento de la maldad en el mundo.
Tales
diques, sin embargo, no impedirían la aparición de nuevas manifestaciones de
pecado cada vez más alarmantes. y Dios
tendría que combinar su acción protectora con sus juicios. La siembra de Caín
produciría una abundante cosecha en la vida de Lamec (4: 18-24). A estas
alturas de la narración bíblica, se observa un notable progreso cultural, pero también un incremento de la
soberbia y de las actitudes violentas.
La
cultura nunca ha sido panacea para remediar los males de la sociedad. El hombre
ha ido dominando más y más la naturaleza y sus
fuerzas, pero no ha podido domeñar sus propias tendencias al mal.
Frecuentemente el avance de la cultura ha coincidido con el retroceso moral.
Es
interesante notar la aparición de Set en el relato bíblico (4:25, 26). Nos es
presentado como el principio de una nueva línea,
no
sólo genealógica, sino espiritual. La estirpe cainita parecía irremisiblemente
orientada hacia la impiedad y la injusticia.
La
de Set sería la de los hombres que «comenzaron a invocar el nombre de Yahvéh»
(4:26), con figuras tan notables como la de Enoc (5:18-24). Esta línea seguiría
manteniéndose en el correr de los siglos, no tanto a través de los
descendientes naturales como de los sucesores espirituales (Comp. Ro. 4:16;
9:8).
En
el avance del pecado sobre la tierra, sobresale un hecho narrado de forma
críptica (6:1, 2). El texto ha sido interpretado de diferentes modos. Los
«hijos de Dios», en opinión de algunos, eran los descendientes de Seto A juicio
de otros eran ángeles caídos, posiblemente encarnados.
En
apoyo de esta segunda interpretación se invoca el uso de la expresión «hijos de
Dios» en otros pasajes del Antiguo Testamento para referirse a seres angélicos
(Job. 1:6; 2: 1; 38:7; Dn. 3:25); se alude al deseo de los demonios de alojarse
en cuerpos humanos (posesión demoníaca) y se cita 2 P. 2:4 y Jud. 6:7.
Ninguno
de estos pasajes parece concluyente; pero tampoco existe base suficiente para
rechazar de plano la interpretación mencionada, la cual, por otro lado, quizá
explicaría mejor la naturaleza de los Nefilim
o gigantes de 6:4, la aparición de lo que von Rad ha denominado una
«superhumanidad» diabólica 14 con todo lo que de sugerente tiene respecto a la
humanidad de épocas posteriores. Pese a lo oscuro del texto, una cosa aparece
clara: la mistificación de las dos estirpes (hijos de Dios e hijos de los
hombres) marca un punto culminante en la multiplicación de la maldad sobre la
tierra.
Por
otro lado, la presencia y la influencia de la línea se tita prácticamente se ha
extinguido; quizá como consecuencia de la mistificación. Sólo queda un hombre
justo. La reacción dolorida de Dios es inevitable (6:6, 7). Un nuevo juicio
divino va a recaer sobre la humanidad. Pero una vez más será un juicio con
misericordia. Al final, predominará la promesa, el pacto, la voluntad salvífica
de Dios.
EL DILUVIO SOBREVIENE CON SUS EFECTOS EXTERMINADORES.
La
catástrofe quedaría bien grabada en el recuerdo de los supervivientes.
Así
parece desprenderse de las tradiciones conservadas con profusión de detalles en
pueblos tan diversos como los asirios, caldeos (poema épico de Gilgames), los
chinos y los indios precolombinos.
La
historicidad del relato es confirmada en otros pasajes bíblicos (Is. 54: 9; 1
P. 3: 20; 2 P. 2: 5; 3: 3-7). Jesús mismo se refirió a él con la misma
objetividad histórica con que aludía a la situación moral del mundo en el
tiempo de su segunda venida (Mt. 24:36, 37).
En
cuanto a la universalidad del diluvio, no parece necesario interpretarla en el
sentido de que sus aguas cubrieran toda la superficie sólida del planeta.
Bastaba con que alcanzara la parte del mundo
habitada por los protagonistas de la historia primitiva registrada en los
capítulos anteriores.
Concluido
el diluvio, se establece un nuevo hito en la historia de la salvación. No sólo
se confirma Gn. 3:15, sino que Dios da un paso de acercamiento a la humanidad que tendría carácter definitivo,
irrevocable. A pesar de la proclividad. hU1?ana al ,mal, ninguna nueva
maldición comparable a la del diluvio
pesara sobre la tierra a causa del hombre, ninguna
destrucción global (8:21). La benéfica providencia divina en el ámbito de la
naturaleza no cesará (8:22).
La
capacidad de supremacía del hombre sobre los demás seres creados se mantendrá
(9: 1-3). Tan favorable disposición por parte de Dios se expresa .en forma de
pacto solemne, incondicional, en favor de toda la tierra y de cuantos seres la
pueblan (9:8-11). El arco-iris sería la señal recordatoria de tal pacto
(9:13-17).
En
este marco, impresiona el relieve que sigue dándose
al valor sagrado de la vida humana. Pese al horrible deterioro moral causado
por el pecado, el hombre todavía conserva la imagen de Dios (9:5-6). Por ello
todo homicidio, además de crimen graves
un sacrilegio. Hay en este hecho una verdad de profundo significado
que irá patentizándose a medida que progrese la revelación: el hombre, por
grave que sea el estado de degeneración
a que pueda
llegar siempre es un ser salvable. A hacer efectiva su salvación irá encaminada
la acción de Dios a lo largo de la historia.
Los
descendientes de los hijos de Noé se multiplican. Se forman pueblos y naciones
que se extienden por las diversas partes del mundo. La mayoría de los nombres
consignados en la lista de Gn. 10 (y 11: 10-30), convertidos
en utilidades
colectivas,
han sido identificados mediante fuentes históricas
extrabíblicas, Pero este capítulo no tiene por objeto iniciarnos. en el estudio
de la etnografía.
Como
el resto del material narrativo, tiene una finalidad teológica. La historia de
la salvación no va a tener ninguna figura notable después de Noé hasta Abraham.
El autor del Génesis por
ha haber pasado directamente del uno al otro. Pero la vocación
de Abraham y la posterior formación
de Israel ni le
producen en el vacío ni constituyen un fin en SI mismas. Están
estrechamente vinculadas a los propósitos que Dios tenía para todos los
pueblos.
«En
ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn. 12:3)
fue dicho a Abraham. Las naciones estaban en el plan redentor de Dios. Era
lógico, pues, que su enumeración tuviese un lugar en el texto precedente a Gn.
12.
Pero
el hecho de que Dios tuviese en mente a todas las naciones no implica que
éstas, a medida que iban
formándose y creciendo
se elevaran a la altura de los designios divinos. La realidad fue todo
lo contrario, como se ilustra dramáticamente en el relato de la torre de Babel.
Aparece la narración insertada en la lista de descendientes de Sem (10:22 y ss.;
11: 10 y ss.) y es como un botón de muestra de la arrogancia humana, la cual
crecía a medida que los pueblos se desarrollaban.
Babel
es el símbolo por excelencia de la autoafirmación del hombre frente a Dios, y
también de su locura espiritual. Los constructores pensaban probablemente en
«Bab-ill» (puerta de Dios) pero Dios convirtió su obra en balal (confusión). La diversidad
lingüística no tiene aquí su origen (véase Gn. 10:5). Pero las lenguas
confundidas en Babel son resultado de un juicio divino local, la humillación
correspondiente a quienes se ensalzaban impíamente.
Ala
luz de Gn. 11:9, podemos ahondar en el significado de la dispersión de hombres
y pueblos. No es sólo el resultado de una expansión natural; es, sobre todo,
consecuencia de la imposibilidad de que los hombres sin Dios convivan juntos en
relación de fraternal armonía. El pecado, que alejó al hombre de Dios, le aleja
también de sus semejantes. Desde la más remota antigüedad, la humanidad ha sido
incapaz de librarse del fatídico dilema: o separación o confrontación. Un fruto
más de la triste cosecha recogida por un mundo en rebeldía contra su Creador.
«El
pecado entró en el mundo» (Ro. 5: 12) y se extendió devastadoramente sobre
todos los pueblos acarreando consigo secuelas de caos y frustración, de
injusticia, de sangre y lágrimas, de pavor.
La
luz de la gracia redentora de Dios, que brilla desde el momento mismo que sigue
a la caída, no atenúa -más bien la contrasta la negrura de la pecaminosidad
humana. Ese es uno de los puntos capitales del mensaje contenido en la
prehistoria bíblica y una de las claves para la interpretación de sus
narraciones.
B) NARRACIONES HISTÓRICAS
PERIODO PATRIARCAL (GN. 12-50)
Tal
como hicimos al estudiar el periodo anterior, hemos de subrayar la historicidad
del material del Génesis relativo a los patriarcas.
El
término mismo, el hebreo abot, significa
«antecesores», pero no unos antecesores simbólicos, sino seres humanos reales.
La opinión de J. Wellhausen de que no es posible obtener conocimiento histórico
de los datos bíblicos, ya que éstos son más bien producto de una reflexión
teológica efectuada bastantes siglos más tarde, ha sido desvirtuada y casi
abandonada como resultado de los descubrimientos arqueológicos llevados a cabo
a lo largo del siglo xx.
Hay
numerosos puntos de contacto y analogía, que no se dieron en épocas anteriores,
entre los relatos bíblicos y
los textos extrabíblicos hallados en las excavaciones relativos al estilo de
vida en Mesopotamia y Egipto o a prácticas de los amorreos
Y
de los jurritas, contemporáneos de los patriarcas. Hoy puede asegurarse que el
texto del Génesis refleja fielmente la época a que se refiere, es decir, el
mundo semítico occidental durante los años 2000-1500 a. de C. Tan
abrumador y convincente es el testimonio arqueológico que la mayoría de los
comentaristas modernos más acreditados, tales como O. Proksch, H. Junker y R.
de Vaux admiten la historicidad sustancial de los acontecimientos narrados en
el primer libro de la Biblia.
Pero
una vez confirmada la historicidad de los relatos patriarcales, lo más
importante desde el punto de vista hermenéutico descartar el significado de su
contenido. Para ello es necesario partir de hecho de que las narraciones no son
biografías redactadas con objeto de satisfacer la curiosidad histórica de los
lectores.
Su
propósito es referir unos hechos reveladores de los grandes propósitos de Dios.
Estos propósitos van cumpliéndose en un escenario humano, muy humano, en el que
la sabiduría, la justicia, el amor y la soberanía de Dios se entrelazan con la
fe y los defectos de los patriarcas.
Los
capítulos 10 y 11 nos dejan frente a las naciones en su diversidad, en su
expansión creciente; y también en su creciente impiedad.
¿Hacia
dónde avanzan esas naciones? ¿Cuál es el rumbo de la humanidad? ¿A qué meta
conduce el curso de la historia? ¿Se desarrolla ésta bajo el signo del azar? ¿O
estará sometida a un hado maléfico inescapable? La respuesta empieza en Gn. 12.
El mundo y la historia seguirán bajo el control divino y en
ellos se llevará a cabo, de modo gradual y progresivo, la acción salvífica de
Dios.
La
historia se inicia súbitamente en un aparente despego de Dios respecto al
conjunto de los pueblos. Todo el interés se centra en una persona y en su
descendencia: Abraham, Isaac, Jacob y sus hijos. Pero esta drástica reducción
entrañaba un plan vastísimo.
A
la larga, como ya hemos hecho notar, en Abraham serían benditas «todas las
familias de la tierra» (Gn. 12:3). Con Abraham se inicia la formación de un
pueblo llamado a ser depositario de la revelación divina con miras a irradiar
la luz de la salvación hasta los últimos confines del mundo.
A
semejanza de lo acaecido en la creación del universo, la creación de este
pueblo especial se efectúa por el poder de la palabra de Dios. En el momento
oportuno, Dios llama a Abraham.
En
la palabra divina hay una triple promesa: la posesión de una nueva tierra, una
descendencia incontable y una relación especial del patriarca y su estirpe con
Dios, quien les guardaría y guiaría (Gn. 12:1-3, 7; 15:1-5; 17:1-8). Aquí vemos
ya con un relieve considerable dos de los puntos más sobresalientes de la
teología del Antiguo Testamento: la elección y la promesa, que llega a tener forma
de pacto (17:1-14). En todo ello se destaca la soberana iniciativa de Dios. Y
todo se mantendrá por voluntad de Dios.
ABRAHAM ES SIMPLEMENTE EL RECEPTOR DEL FAVOR DIVINO.
Pero
la soberanía de Dios en el plan de la salvación nunca excluye la actitud
correspondiente por parte del hombre. Esta actitud es la de la fe. He ahí otro
de los elementos más prominentes en el mensaje de los relatos patriarcales. El
escogido y llamado ha de responder con una confianza plena que el que llama y
con una entrega sin reservas a dejarse guiar por El. Creer significa apoyarse en
Dios.
Este
fue el camino abierto a Abraham. Su vocación no significaba solamente una
ruptura con los conceptos y prácticas de la idólatra humanidad posdiluviana.
Era asimismo el inicio de un nuevo estilo de vida determinado por la obediencia
de la fe.
Día
a día la existencia dependería de Dios y en Él hallaría su sentido. Sometiéndose
a Dios, Abraham salió de Ur
para ir a Canaán.
La
dinámica de la fe siempre ha tenido ese doble aspecto: la «salida de» y la
«entrada en» por la doble vía de la confianza y la obediencia. En este plano de
la fe el patriarca fue, además de un pionero, un ejemplo que el resto de la
Escritura recoge cuidadosamente.
La
frecuente invocación del Dios de Abraham en el Antiguo Testamento a menudo es
una expresión de confianza viva heroica (Comp., por ejemplo, 1 R. 18:36; Neh.
9:7). Y en el Nuevo
Testamento Abraham nos es presentado como el «padre de todos los creyentes»
(Ro. 4: 11).
Característica
de la fe es que debe actuar con una visión constantemente renovada de lo
sobrenatural, en pugna con la tendencia innata del hombre a pensar, juzgar y
decidir de acuerdo con su propia razón y experiencia naturales. A Abraham le ha
prometido Dios una descendencia; pero el hijo no nace.
La
promesa tarda tanto en cumplirse que humanamente parece irrealizable. A Sara se
le ocurre el recurso a la práctica legal común en sus días: asegurar la
«simiente» de su marido por la vía natural de la cohabitación con Agar,
la sierva. Pero éste no era el plan de Dios. El hijo naciera sobrenaturalmente,
por la acción de recursos muy superiores a lo humanamente imaginable. El padre
de los creyentes había de aprender que en el diccionario divino no existe la
palabra «imposible»; ni siquiera el término «difícil» (Gn. 18:14), y que la
intervención divina no es aleatoria, como lo era la supuesta acción de
los baales, sino siempre fielmente ajustada a lo prometido.
Tan
importante es que la fe se mantenga en ese plano elevado de lo sobrenatural, en
el que todo es posible, que Dios somete a prueba a Abraham una y otra vez para
mostrarle reiteradamente lo inagotable de sus posibilidades para cumplir las
necesidades y resolver los problemas humanos. Parece que Abraham llegó a comprender
la lección. En la hora de la prueba suprema, no vaciló. Pese a lo
incomprensible de la orden de Dios, se dispuso a sacrificar a Isaac, el amado
hijo de la promesa, convencido de que «Dios es poderoso para levantar aun de
entre los muertos» (He. 11: 19).
La
figura de Abraham tiene su prolongación en Isaac, quien aparece en el relato bíblico,
sin demasiadas características propias, como el hijo del primer patriarca y
como padre de Jacob.
Este,
en cambio, adquiere notable relieve desde el momento mismo de su nacimiento. En
él reaparece el énfasis de la elección divina, al margen de todo merecimiento
natural, y en la promesa, que se mantendrá a pesar de las debilidades humanas.
La conducta de Jacob es una maraña de ambiciones, de intrigas, de engaños y
perfidias.
Si
algún personaje bíblico puede ser presentado como prototipo del
hombre natural,
caído, ése es Jacob. Sin embargo, Dios no rompe con el; no anula la promesa.
Sus intervenciones se suceden hasta que el suplantador, tras las experiencias
de Betel y Peniel, se convierte en Israel, recipiente ya indiscutible de la
bendición (Gn. 32:28-29). A lo largo de toda la narración, se pondrá de
manifiesto la maravillosa gracia de Dios hacia el hombre pecador y lo
invulnerable de su fidelidad en contraposición con la fragilidad humana de sus
escogidos.
Con
José se hará patente otro aspecto importante de la acción de Dios: su
providencia. En un contexto circunstancial en el que las notas más destacadas
son la envidia, el odio, la ingratitud, la lascivia y la difamación, sobresale
la integridad de este hijo de Jacob.
Los
sueños de José eran revelaciones. Pero la revelación pronto chocó con el curso
de los hechos. Una vez más sobrevino la oscuridad de unos acontecimientos
inexplicables. Pero en medio de la tenebrosidad que a menudo envuelve la
actuación de Dios con los patriarcas, resplandecen la sabiduría y la bondad
divinas. Aun los mayores males son «encaminados a bien» (Gn. 50:20). Esta alentadora
verdad seguiría evidenciándose en el curso subsiguiente de la historia.
DEL ÉXODO A LA ENTRADA EN CANAÁN
La
salida de Israel de Egipto y sus experiencias hasta su establecimiento en la
tierra prometida constituyen hechos capitales en la historia de la salvación. A
ellos se volverán una y otra vez
los pensamientos de los israelitas de todos los tiempos
posteriores y ellos serán objeto de muy frecuentes referencias por parte de los
escritores sagrados.
El
éxodo y los acontecimientos sucesivos se convierten en núcleo de la confesión
de fe de Israel, pues eran exponente elocuentísimo de los actos poderosos de
Dios en favor de sus escogidos. La promesa hecha a los patriarcas no podía ser
invalidada. Y una vez más, ahora de modo dramático, se patentiza la soberanía
de Dios en el cumplimiento de sus designios.
Instrumento
admirable para la realización de tales designios fue Moisés, cuya persona y
obra no pueden pasarse por alto si hemos de llegar a una comprensión adecuada
de este periodo de la historia de Israel. Su figura no es idealizada
desmesuradamente.
Cuanto
de él nos dice la Escritura se caracteriza por la sobriedad y el realismo. El
hombre aparece con todos los rasgos de su humanidad, con sus virtudes, pero
también con sus defectos y debilidades.
Su
liderazgo entre los israelitas tampoco es presentado con triunfalismo. Más bien
sobresalen sus amarguras, sus decepciones, sus fracasos en relación con el
pueblo que tantas veces se le opuso impelido por la incredulidad y el
materialismo. Nada hay en el relato bíblico que induzca al culto a la
personalidad.
A
pesar de todo ello, Moisés es un hombre excepcional. Favorecido como pocos por
las revelaciones que Dios le concedió, sostenido y guiado siempre por El, ocupa
un lugar único en la historia bíblica. Mediador entre el Dios del pacto y la comunidad del pacto llegó
a ser también el prototipo de los profetas (Dt. 18:18), como Abraham lo había
sido de los creyentes. Tal magnitud llegaron a alcanzar su persona y su
ministerio que la totalidad del Pentateuco se expresa con su nombre (Le, 16:29;
24:27; Jn. 5:45).
No
es de extrañar que, juntamente con Elías, apareciera en presencia de Jesús
sobre el monte de la transfiguración y que el tema de su conversación fuese el
«éxodo del Señor» (Le, 9:28-31).
En
las narraciones que hallamos en el libro del Éxodo, tres hechos sobresalen con
el máximo relieve: la liberación de la esclavitud en Egipto, el pacto Sinaítico
y la construcción del tabernáculo. Su importancia nos obliga a algunas
observaciones.
LA REDENCIÓN DE LOS ISRAELITAS.
No
sólo desde el punto de vista histórico, sino también por su significación
religiosa este acontecimiento revestía una trascendencia singular. La situación
de los descendientes de Jacob había llegado a límites insospechados de humillación
y sufrimiento. Sobre ellos pesaba la amenaza de exterminio total y nada podían
hacer para cambiar aquel estado de cosas. Impotentes humanamente, se hallaban
por completo a merced de sus opresores. En estas circunstancias de máxima angustia,
interviene Dios. «He visto -dice-la aflicción de mi pueblo que está, en Egipto
y he oído el clamor que le arrancan sus opresores» (Ex.
3:7). Y, por mediación de Moisés, obliga a Faraón a. dejar libre a Israel para
que salga y vaya a la tierra de su destino.
La
salida no se efectúa fácilmente. La obstinada oposición del Faraón
y las
pretensiones de Moisés desata las plagas con que Dios le castiga. Mediante
ellas, no sólo se domeñaría la voluntad faraónica; significarían también un
golpe irónico contra las creencias egipcias. Objetos sagrados como el Nilo,
adorado por las gentes de aquella tierra; las ranas, relacionadas con el dios
Apis y la diosa Heqt (símbolo de la fertilidad); las reses de ganado (Apis era representado
por un buey); el sol (dios Re), aparecen sometidos a la acción judicial del
Dios de Israel.
De
este modo, el pueblo escogido podría ser liberado no sólo de la esclavitud
física, sino también de la ignorancia, de la superstición y del temor a las fuerzas
naturales, pues, como pudieron comprobar, todo estaba bajo el control de la
voluntad de Dios. Esta instrucción era de vital importancia en los inicios de
Israel como nación.
NO MENOS IMPORTANTE HABÍA DE SER LA CELEBRACIÓN DE LA PASCUA.
La
inmolación del cordero y el rociamiento de los dinteles de las puertas
israelitas con la sangre del animal sería un testimonio que iría rememorándose
anualmente a lo largo de los siglos. Sin duda, cada vez que las familias de
Israel cumplieran este rito, se haría patente el gran mensaje de la noche
inolvidable: «El Dios que juzga y abate a los soberbios es vuestro Redentor.»
De
la acción liberadora de Dios se derivaba una consecuencia de honda
significación. El pueblo redimido se convertía en el pueblo adquirido por
Yahvéh (Ex. 15:16), propiedad particular para la manifestación de su gloria (Comp.
Is. 43: 1).
Ello,
por un lado, aseguraba la protección divina en favor de la nación, como se
demostró a lo largo de la historia; ni los ríos anegaron jamás por completo a
Israel, ni las llamas lo consumieron (Is. 43:2).
Pero,
por otro lado, el derecho divino de propiedad sobre el pueblo obligaba a éste al reconocimiento del señorío de Yahvéh,
al ordenamiento dela vida en todos sus aspectos de acuerdo con las leyes dadas
por El. Esta doble implicación de la redención es bellamente resumida en Ex.
19:5,6: «Si dais oído a mi voz y guardáis mi pacto, vosotros seréis mi especial
tesoro sobre todos los pueblos y me seréis un reino de sacerdotes y gente
santa.» Esto nos lleva al segundo de los hechos culminantes de este periodo.
EL PACTO SINAÍTICO.
La
alianza establecida con los patriarcas seguía vigente para Dios (Ex. 2:24;
6:4). Ahora iba a ser ratificada de modo tal que los israelitas no viesen en
ella un simple episodio histórico del pasado, sino una realidad presente que mantuviera
viva en ellos la conciencia de que eran pueblo de Yahvéh (Ex. 6:6-8; Dt. 5:2,
3; Comp. Dt. 29:9-15).
Este
pacto, establecido en el Sinaí, es inseparable de la ley divina que Israel estaba
obligado a guardar; pero no debe deducirse de este hecho que la alianza
introducía un régimen legalista en la relación entre Yahvéh y el pueblo. Nada
más lejos de la verdad.
A
la promulgación de la ley precede la liberación de aquellos a quienes es
dada. El pueblo llamado a obedecer es un pueblo redimido.
Su
sumisión a las ordenanzas divinas no es una obligación onerosa sin contexto
existencial; es una consecuencia lógica de su salvación. Israel no había sido
librado de la esclavitud de Egipto para caer en la esclavitud de una ley
opresora, sino para vivir en el plano de dignidad humana que correspondía a su
nueva situación de pueblo libre, altamente favorecido por Dios. Esta situación no
estaría determinada por la relación con unas normas, sino por la relación con
Yahvéh.
Si
ésta era correcta, presidida por la fe y la gratitud, la ley sería cumplida sin
esfuerzo, como algo normal y deseable. El pueblo sería santo, porque Dios es
santo (Lv. 19:2) y a Dios adoraría gozosamente. En palabras de B. Ramm: «El
hombre redimido es llamado a la moralidad; el hombre moral es llamado al
culto.»
Pese
al énfasis en la obediencia del pueblo, no descansa sobre ésta la efectividad
de la alianza mosaica. Como en el pacto Abrahámico, y como en todos los pactos
concertados por Dios con los hombres, la solidez de la alianza depende de la
iniciativa incondicional, soberana, de Dios.
De
hecho, el pacto mosaico fue concluido por Dios antes de que fueran dados los
mandamientos. Es al Israel que ya ha «venido a ser pueblo de Yahvéh» a quien se
dice: «Oirás, pues, la voz de Yahvéh tu Dios y cumplirás sus mandamientos y sus
estatutos que yo te ordeno hoy» (Dt. 27:9-10). El hombre debe obedecer. Si deja
de hacerlo, acarreará sobre sí las consecuencias de su rebeldía; experimentará
el juicio divino; pero no frustrará el inmutable consejo de Dios ni cegará la
fuente de su gracia.
Así
se ha evidenciado en la historia de Israel. Sin embargo, la misma historia, en
consonancia con el conjunto de la Escritura, muestra que la soberanía divina no
anula la responsabilidad humana. Ambos polos han de ser tomados en
consideración cuando tratamos de interpretar la relación de Dios con su pueblo,
es decir, el sentido y las características de los pactos. En este plano, las
promesas y las exigencias de Dios son inseparables; la Heilsgeschichte (historia de la salvación) y la Heilsgeset: (ley de la salvación),
lejos de ser incompatibles, constituyen dos aspectos de una misma realidad en la
que ninguna dicotomía es válida.
En
cuanto a la ley promulgada en el Sinaí, conviene destacar las peculiaridades
del decálogo. Revela el derecho divino sobre todas las esferas del
comportamiento humano. No sólo orienta las actividades culticas; también regula
las relaciones familiares y las responsabilidades sociales. Y lo hace con
majestuosa sobriedad.
Nada
de pormenores adecuados a las múltiples contingencias jurídicas.
En diez frases lapidarias queda dicho todo. Predominan las de
forma negativa, porque su finalidad no es tanto dar normas
concretas de lo que Israel debe hacer como fijar los límites de su conducta.
Los detalles positivos se darían posteriormente pero el decálogo sería el
fundamento. Si los israelitas lo cumplían, quedaban
asegurados el beneplácito y la bendición de Dios.
La
totalidad de la ley cubría tres grandes áreas: la moral, la Civil y la
ceremonial. En la primera se regulaba la conducta de acuerdo con los principios
alterables de la, Justicia, el respeto
a la dignidad humana, la equidad, la compasión y
la generosidad.
Cabe
señalar que en este terreno las prescripciones Mosaicas superaban notablemente
a las leyes de otros pueblos contemporáneos, lo que se tradujo en una normativa
civil también superior.
Lógicamente,
las leyes civiles tenían que ajustarse a las circunstancias de aquella época y
no todas podrían usarse en todo lugar yen todos los tiempos; pero el espíritu
que las inspiró, impregnado de los elevados conceptos morales de la revelación,
sí tiene carácter perenne. El intérprete hará bien si en su estudio de la
legislación contenida en el Pentateuco ahonda hasta descubrir ese espíritu.
La
ley ceremonial tuvo como objeto regular el culto y mantener vivo en el pueblo
el concepto de pureza indispensable para la comunión con Dios. Es verdad que la
limpieza se refería a menudo a aspectos físicos y probablemente no pocos
israelitas cayeron
en el error de prestar atención únicamente a lo externo; pero, sin duda, los
dotados de mediana sensibilidad espiritual se percataron de que la pureza ceremonial
era inseparable de la moral.
DE LOS ASPECTOS CULTICOS
DE LA LEY NOS OCUPAREMOS EN EL PUNTO SIGUIENTE.
EL TABERNÁCULO.
Esta
gran tienda, con su diverso contenido, era riquísima en significado. Estaba
destinada a comunicar las verdades básicas relativas a la presencia de Yahvéh
en medio del pueblo. Patentizaba el deseo de Dios de habitar entre los hijos de
Israel. Sería esencialmente el «tabernáculo de reunión», el lugar de encuentro
de Dios con el pueblo, el punto en el que Dios hablaría y donde manifestaría su
gloria (Ex. 29:42-46; 33:7-11). La presencia de Yahvéh garantizaba su
bendición.
Si
Dios estaba con Israel, nada tenía éste que temer; quedaba asegurada su
protección, así como el cumplimiento del glorioso propósito con que había sido
liberado.
Pero
el mantenimiento de la presencia de un Dios santo en medio de un pueblo pecador
planteaba -como ha planteado siempre un problema que se debía resolver. La
solución radicaba, aunque de modo simbólico, en las prescripciones culticas, particularmente
en la institución del sacerdocio y en el sistema de sacrificios.
El
israelita había de tener conciencia clara del pecado, el gran obstáculo para la
comunión con Dios. Escrupulosamente debía guardarse de no transgredir las
normas sagradas para no acarrear sobre sí la cólera divina. Había de entender
que el pecado (yerro, transgresión, rebelión) no sólo afectaba a quien lo
cometía, sino que comprometía a la comunidad y deshonraba a Yahvéh. Cuando pecaba,
no podía ser ajeno a un sentimiento de culpa y a la necesidad de una
reparación.
A
causa de la indignidad que conlleva el pecado, el pecador -individuo o
comunidad- no podía acercarse directamente a Dios. Era necesaria la mediación
del sacerdote sobre la base de la expiación mediante el sacrificio. No todos los
sacrificios tenían una intencionalidad expiatoria.
Algunos
eran expresión de gratitud, de renovada entrega a Yahvéh, de alabanza gozosa, e
incluían un banquete festivo. Pero todos guardaban relación entre sí y todos
tenían por objeto preservar la comunión con su Dios y así seguir disfrutando
los beneficios de su alianza.
La
importancia que sacerdocio y sacrificios tienen a lo largo de todo e Antiguo
Testamento hace aconsejable que el intérprete ahonde en el estudio de los
mismos. En ellos encontrará, además de abundante material para elaborar una
teología del Antiguo Testamento, numerosas claves para la exégesis de no pocos
textos.
Y,
por supuesto, aun manteniendo la objetividad ante los datos veterotestamentarios,
no podrá perder de vista la culminación de la revelación en Cristo, el
cumplimiento en El y en su obra de cuanto en el culto israelita era tipo o
símbolo. Por algo Cristo fue el «tabernáculo» por excelencia en el que Dios, de
modo incomparable, manifestó la gloria de su presencia (Jn. 1:14).
En
su conjunto, la ley mosaica aparece como una gran bendición para Israel.
Verdadero don salvífica, constituía la garantía de la elección divina. Su
finalidad era altamente benéfica: asegurar el bienestar del pueblo en el
sentido más amplio (Dt. 10: 13). Por eso el israelita consciente de este regalo
divino no veía en la ley un motivo de frustración o de queja, sino de alegría y
alabanza (Sal. 19:8 y ss. y 119).
Sabía
discernir sus riquezas, así como las razones que exigían su cumplimiento (01.
4:6-8). Estaba en condiciones de entender que Dios demanda obediencia, pero que
también quiere que los hombres comprendan la bondad de sus mandatos. Además
sentía el poderoso incentivo de la gratitud (Dt. 6:10-12; 8:11-20).
LA CONQUISTA DE CANAÁN.
Tras
largos años de peregrinación, Israel se instala en Palestina. Se cumplía la
promesa divina (D1. 6:23). Y se ponían de manifiesto unas realidades que el
pueblo habría de tener siempre presentes.
Entre
esas realidades, sobresale la bondad de la tierra preparada por Dios. Era
«tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales, que brotan en vegas
y montes; tierra de trigo y cebada, de vides, higueras y granados; tierra de
olivos, de aceite y de miel» (D1. 8:7-8), totalmente adecuada para asegurar la
prosperidad del pueblo. Sólo el pecado podía convertir la abundancia en
miseria.
Asimismo
se hace ostensible el poder de Yahvéh. No era la fuerza de Israel la que sumó
victorias en la conquista de Canaán, sino la intervención divina (Dt. 6:10-11;
7:22-24; 8:17-18; Jos. 23:3, 5; 24:8, 13, 18). Por sí solos, los israelitas no
habrían hecho otra cosa que multiplicar desaciertos y fracasos, como se puso de
manifiesto en la derrota sufrida en Ai (Jos. 7:3-5) y en la facilidad con que
fueron engañados por los gabaonitas (Jos. 9). No había lugar para la jactancia
del pueblo (Dt. 9:4-6), sino para la gratitud y la lealtad. Este hecho ilustra
una de las constantes en la relación entre Dios y sus redimidos.
En
el texto últimamente citado (Dt. 9:5), hallamos la clave para aclarar una de
las cuestione que más han preocupado ha muchos lectores de la Biblia: el
exterminio -generalmente parcial- de los pueblos que habitaban la tierra
ocupada por Israel.
A
primera vista plantea un serio problema moral. Independientemente del modo
violento como la conquista se llevó a cabo, ¿era justo que Dios instalara a su
pueblo en Canaán a costa de la destrucción de otros pueblos? La respuesta es
que el fin trágico de aquellas gentes fue resultado de un merecido juicio
divino. «Por la impiedad de estas naciones Yahvéh tu Dios las arroja de delante
de ti» (Comp. Gn. 15:16).
Que
Israel actuase como brazo ejecutor de la sentencia divina podía ahondar en su
conciencia el sentimiento de santo temor a Dios. Y que la coexistencia con
gentes idólatras, moralmente depravadas, podía tener consecuencias funestas para
Israel se demostró hasta la saciedad en el curso de los siglos que siguieron a
la conquista. Lógicamente, para la mentalidad del siglo xx, iluminada
por más que muchos traten de ignorado por los sublimes principios morales del
Evangelio, resulta inconcebible una «guerra santa» sancionada por Dios.
Pero
una vez más hemos de situarnos en el momento histórico de los hechos, en las
costumbres de la época y en la circunstancia de que la revelación divina aún no
había desplegado los requerimientos éticos que un día serían proclamados por el
mensaje de Cristo.
Otro
factor a considerar es el carácter sagrado de la tierra conquistada. Canaán era
la «heredad de Yahvéh» que Él entregaba a los israelitas para que se la
repartiesen y la disfrutasen (Ex. 6:8; ~5:17; Dt.
15:4; 32:49; etc.). El verdadero propietario era Dios; los Israelitas tendrían
la tierra en usufructo y de acuerdo con una normativa justa .que
aseguraba el derecho inalienable de toda familia a seguir disfrutando de la
posesión de la heredad que por suerte le hubiese correspondido.
La
propiedad divina de la tierra Impedía que ésta pudiera venderse a perpetuidad
(Lv. 25:23), y cualquier enajenación a causa de circunstancias adversas quedaba
anulada el año del
Jubileo, cuando todos los desposeídos recobraban
la tierra perdida (Lv. 25:28),
ley agraria
que aun hoy
causa admiración. En el pueblo de Dios no debía tener cabida m
la especulación ni la opresión del desafortunado. Ese pueblo no había de ser
una suma de individuos, sino una
comunidad
bajo el señorío
de Yahvéh, desarrollada según principios de justicia y solidaridad.
Finalmente,
la entrada de Israel en Canaán marcaba el inicio del descanso (Jos. 1:13). Las
promesas hechas a los padres quedaban plenamente cumplidas (Jos. 23-45). Ahora
se abrían ante el pueblo todas las
posibilidades de bienestar físico, moral y espiritual que Dios deseaba otorgaría. Pero también
se perfilaban. Las calamidades que le sobrevendrán SI se apartaba de la
obediencia.
Como
Dios había cumplido sus promesas, así cumpliría sus amenazas (Jos. 23:11-16).
Evidentemente Israel se hallaba al final de su formación como nación y al
principio de su plenitud histórica.
Los
recuerdos del pasado y el avance hacia el futuro aportarían un mismo
testimonio: el Dios del pacto, justo y misericordioso, es Señor. Él rige el
curso de la historia.
LA MONARQUÍA ISRAELITA
Después
de haberse instalado las doce tribus en Palestina, se inicia un periodo de
transición, el de los «jueces». Desaparecida la generación de Josué, ocupa la
tierra «otra generación que no conocía a Yahvéh ni la obra que El había hecho
por Israel» (Jue. 2:10). Y el pueblo
sucumbe a las influencias paganas de su entorno. Baal y Astarot ocupan en el
culto el lugar que sólo a Yahvéh correspondía.
Con
la idolatría, se introduce en Israel de forma cruda todo tipo de prácticas
inmorales. Ello tiene efectos debilitantes y los israelitas han de cosechar
humillaciones, derrotas y opresión bajo la supremacía alterna de los diversos
pueblos que habían quedado compartiendo el suelo de Canaán. Cuando la
situación alcanzaba límites de angustia, Israel clamaba a Dios y Dios levantaba
a un hombre (e juez»), carismáticamente dotado, por medio del cual guiaba al
pueblo a la liberación.
A
la experiencia redentora seguía una nueva caída en los mismos pecados
anteriores, lo que a su vez acarreaba nuevos sufrimientos, seguidos de
arrepentimiento, invocación a Yahvéh, salvación. El ciclo se repite una y otra
vez, sin que se vea el modo de alcanzar una solución definitiva.
La
situación religiosa, moral y política se hace cada. vez más oscura. Esta época
registra algunos de los episodios más nefandos de la historia bíblica. La
autoridad de los jueces es limitada, pasajera, a veces empañada por las
pasiones humanas más primarias y, en todo caso, insuficiente para acabar con la
anarquía que prevalecía en Israel (Jue. 17:6; 18:1; 19:1; 21:25).
¿ADÓNDE IRÍA A PARAR EL PUEBLO ESCOGIDO?
En
amplios sectores de Israel parece prevalecer la idea de que la única solución a
su problema es el establecimiento de una monarquía al estilo de los demás
pueblos (l S. 8:5). La instauración de la monarquía pudo entrar en los
propósitos de Dios; pero la forma en que se produjo evidenciaba una grave
actitud de desconfianza respecto al régimen teocrático.
Los
israelitas aprovechan el ocaso de Samuel y las sombrías perspectivas que los
hijos de éste ofrecían para pedir formalmente un rey; pero en el fondo se
palpaba un afán incontenible de gobernarse a sí mismos de acuerdo con los
principios de una política mundana. Su aspiración llevaba implícito un rechazo
del gobierno de Dios. La interpretación divina del hecho es dada a Samuel de
modo inequívoco: «No te han desechado a ti, sino a mí para que no reine sobre
ellos» (l S. 8:7).
Pero
el deseo de Israel se cumple. Como tantas otras veces en el curso de la
historia, Dios escribiría rectamente sobre los renglones torcidos de los
hombres.
El
primer rey de Israel, Saúl, es una figura impresionante, grávida de contrastes
que invitan a serias reflexiones. Inicialmente humilde, cae presa de la
impaciencia, la vanagloria y la
injusticia.
Disfruta
del carisma profético, pero incurre en la desobediencia. Su destino es sellado
con la tragedia. Es el escogido de Dios y el rechazado por Dios.
Muerto
Saúl, ocupa el primer lugar en el escenario histórico David, el rey «conforme
al corazón de Dios» (l S. 13:14). Su reinado no
sólo determina la consolidación de la monarquía; constituye uno de los hitos
más importantes en la historia de la salvación.
Los
hagiógrafos no colocan sobre él un halo de gloria sobrehumana. Todo lo
contrario. Lo presentan en toda su humanidad, con sus rasgos nobles, hermosos,
pero también con sus torpezas y sus pecados escandalosos. La grandeza de su
figura en la historia bíblica no se debe tanto a sus proezas como al especial
lugar que ocupa en la realización progresiva de los propósitos de Dios.
Sin
duda, lo más destacable es el denominado pacto davídico en virtud del cual
quedaba garantizada la permanencia perpetúa de su trono (2 S. 7:12-16). Ese
pacto será, a partir del momento de su establecimiento, punto de obligada
referencia no sólo en los textos narrativos, sino también en no pocos pasajes
proféticos y de los salmos.
El
intérprete no podrá echarlo en olvido, pues sin él perdería una de las claves
indispensables para comprender el curso de la historia posterior a David. La
promesa parece totalmente incondicional. Pase lo que pase, sea cual sea el
comportamiento de los descendientes de David, la promesa quedará en pie.
No
habrá rechazamiento como en el caso de Saúl (2 S. 7:15). «Tu trono será estable
eternamente» (7:16). Pero ¿cómo se compagina esta palabra con las catástrofes
de los años 721 (caída.
de samaria)
y 587 (caída de Jerusalén) a d.
C., cuando el hilo histórico de la nación israelita parecía
irremisible y definitivamente cortado?
La
única explicación se halla en la proyección
mesiánica del pacto
davídico. El trono sería ocupado un día por un «hijo de David» que al mismo
tiempo sería «hijo de Dios» en un sentido único, sin parangón (Ro. 1:3-4).
Es
precisamente esta trascendencia mesiánica del remado de David lo que configura
idealmente la función regia en Israel. Sus rasgos esenciales nunca caracterizaron
de modo perfecto a los reyes de la nación; pero distinguieron admirablemente a
Jesucristo.
El
hecho de que el rey ideal no apareciera en Israel era un factor que debía
avivar la esperanza en el Ungido por excelencia. Sin embargo, el cuadro del rey
«conforme al corazón de
Dios», independientemente de sus connotaciones mesiánicas, era
claramente normativo para todos los monarcas israelitas:
A) El rey ha de ser el siervo
de Yahvéh (2. S. 3:18; 7:5, .8,.1~,
20, 21,25-29). No es un ser mitológico descendiente de la divinidad,
como creían los egipcios. Es un simple hombre, con to.das las limitaciones de
su humanidad. Su autoridad proviene de Dios, ante quien
es siempre responsable. Es guardián del derecho divino y el mismo, el monarca,
es el primero que ha de someterse al orden moral y jurídico establecido en el
pacto Sinaítico (Comp. Dt. 17:18-20;
1 R. 11: 11). El mejor rey es el que con más honda convicción dice al pueblo:
«¡Tu Dios reina!» De que el rey acate o no la soberanía divina depende el
veredicto que sobre él pronunciará Dios.
Al
pensar en Cristo, quien es mucho más que «descendiente» de la divinidad por ser
igual a Dios, resulta maravilloso que su realeza estuviera unida a su condición
de siervo (Fil. 2:7, 8) sometido en todo a la voluntad del Padre (Jn. 5:30;
6:38).
B) El rey ha de ser un pastor
para su pueblo (Sal. 78:70-72). Este es uno de los títulos de Jesús. También
David, que había sido pastor de ovejas, había de pastorear a su pueblo con
ternura y solicitud.
La
misma función debía desempeñar sus sucesores en el trono. Estos, por desgracia,
más que cuidar del rebaño que les había sido encomendado, generalmente se
pastorearon a sí mismos, y sus
sórdidas ambiciones, sumadas a su rebeldía contra Yahvéh, contribuyeron a
acelerarla ruina de la nación (Is. 56: 1; Jer. 12: 10; 23:1-2l. 23:1-2).
E)
El Espíritu de Dios había de manifestarse en la experiencia del rey. Aunque
sólo una vez se menciona explícitamente la inspiración del Espíritu recibida
por David (2 S. 23:2), el factor carismático había aparecido ya en los jueces y
se había puesto e relieve en Saúl, el primer rey (l S.
10:6-12). Es verdad que, con los años, el peso institucional de la monarquía
debilitaría la fuerza del carisma hasta su práctica anulación. De ahí la
necesidad de los profetas. Pero, desde el punto de vista ideal, la investidura
con el Espíritu de Yahvéh era una credencial regia. Así se revelaría, y de modo
admirable, en el Mesías (Is. 11: 1 y ss.).
Otro
lado importante para la comprensión histórico-teológica de la monarquía es el
templo y el culto en Jerusalén. Las tribus del Norte, a raíz de la escisión del
reino, establecerían sus propios centros y formas de adoración. Pero la línea
de su comportamiento religioso fue una desviación que, bajo influencias
cananeas, llevaría a la postre a la apostasía. Estas experiencias eran una
anomalía y un pecado.
Si
Israel había de alcanzar su gran destino, había de mantenerse espiritualmente
fuerte y unido. Por eso el templo de Jerusalén ocupa un lugar central en los
libros de Reyes y aún más en los de Crónicas. Además, su construcción (año 968 a.
de C.) se halla en el centro del tiempo, ya que, «al decir de Vischer, el
calendario judío cuenta 480 años desde la vocación de Abraham hasta el Éxodo y
otros 480 años desde el Éxodo hasta la construcción del templo; y, luego, 480
años hasta la reconstrucción del templo después del destierro, y otros 480 años
hasta el nacimiento de Cristo.
Cuatro
períodos de 12 generaciones de 40 años (el tiempo de la marcha en el desierto,
el tiempo del reinado de Saúl, de David, etc.) constituyen la perfecta simetría
de una teología de la historia bien equilibrada en su simbolismo matemático».
Poco
de la verdadera grandeza de sus privilegios y de su misión histórica
entendieron los reyes del pueblo escogido. La pasión erótica de Salomón abre
las puertas a la idolatría. La torpeza y la soberbia de Roboam provocan la
escisión del reino. La astucia
política de Jeroboam, divorciada de la fe propia de un buen israelita,
levanta la piedra de tropiezo que haría caer a las tribus del norte en abismos
cada vez más profundos para no volver a levantarse.
El
final del reino del norte sería la catástrofe bajo el poder destructor de
Asiria.
Las
cosas en el reino del sur no irían mucho mejor. Judá tendría algunos monarcas
nobles y piadosos como Ezequías y Josías,
entre otros; pero el debilitamiento de la fe yahvehísta y la adopción de
prácticas idolátricas, las preocupaciones políticas enfocadas desde un punto de
vista meramente humano y el auge de graves males sociales, todo ello en abierta
oposición a los mensajes de los profetas, determinaría el fin decidido por
Dios: la destrucción de Jerusalén y la deportación de la mayoría de los judíos
a Babilonia.
Las
narraciones del Antiguo Testamento se cierran con los libros de Crónicas,
Esdras y Nehemías. Son producto de la situación posexílica. El momento histórico
en que son
escritos está teñido de tonos tristes. Pero subsiste la conciencia de la
fidelidad de Dios. Así, pese al sufrimiento y a la oscuridad, esos libros
anudan el pasado con sus glorias y sus desastres- con el presente, en la
esperanza de un futuro en el que resplandecerían de nuevo tanto la soberanía
como la gracia del Señor.
En
el estudio de las narraciones bíblicas correspondientes a la monarquía el intérprete deberá
prestar
especial atención al mensaje que contienen. SI,
como se ha dicho, la historia es magistral
Vitae (maestra de la vida), debe
encontrarse la lección que la historia de los reyes de Israel y
Judá entraña: el, pueblo escogido se perdió, porque no acepto la realeza de.
Yahvéh. En sus experiencias nacionales se puso de relieve lo ineludible de la
ley de la siembra y la cosecha. Los polos obediencia-desobediencia llevan aparejados
los de bendición-juicio, paralelamente a los misteriosos de
elección-rechazamiento (l S.
12:24-25).
Pero, por encima
de rodas las contingencias históricas,
destaca la silueta gloriosa del
Ungido cuyo advenimiento tendría lugar
«en el cumplimiento del tiempo». El gran «Hijo de David» sería el Rey de reyes. En Él y por Él, ya
no prevalecerían las miserias y
los fracasos de los hombres, sino la gloria y el triunfo de Dios.